Era un domingo por la noche, y Yevgueni Volodin subía a un avión en Vnúkovo. Este joven de 26 años, natural de Novokuznetsk y carpintero en una fábrica de muebles local, llevaba una bolsa de viaje con seis botellas de salitre en tres paquetes de dos botellas atadas con cinta adhesiva. Nadie comprobó su contenido. Era el 17 de marzo de 1991, el día en que se celebró el referéndum sobre la conservación de la URSS.
El vuelo regular Moscú - Novosibirsk estaba lleno. El avión transportaba 365 pasajeros, 20 de ellos con bebés en brazos. Las dos primeras horas de vuelo transcurrieron sin incidentes. Hasta que Volodin se levantó de su asiento. Llevaba mucho tiempo esperando a que los pasillos quedaran libres, pero no paraban de estar ocupados: primero el personal de cabina servía la comida, luego las bebidas, después recogían la basura. Su paciencia se agotó, se levantó para ir al baño más cercano a la cabina. Y llevó la bolsa consigo.
Una llamada a la puerta
“Dos horas después del despegue, todos los que estaban en la cabina sintieron un fuerte golpe en la puerta”, recuerda Yuri Sitnik, el copiloto de aquel vuelo.
Lo que tomaron por un golpe fue en realidad una explosión. Volodin había pasado un minuto en el baño, luego abrió la puerta y lanzó dos bombas incendiarias al pasillo. No llegó a lanzar la tercera porque la zona que rodeaba la puerta del aseo ya estaba en llamas. Volodin quedó bloqueado en el interior del aseo.
Sin saber lo que había ocurrido, el piloto instructor, Anatoli Ekzarjo, dijo al ingeniero de vuelo: “Comprueba quién está intentando entrar ahí”. El ingeniero de vuelo abrió la puerta y una nube de llamas entró en la cabina. “Nadie se salvó: el pelo y las cejas se chamuscaron, toda la piel expuesta se quemó. Menos mal que el ingeniero de vuelo cerró la puerta casi inmediatamente”, dice Sitnik.
Dentro de la cabina reinaba el caos. Presas del pánico, algunos pasajeros corrieron hacia las salidas e intentaron abrirlas. Otros corrieron lejos del fuego, hacia la cola del avión, que podía desequilibrarlo. Pero no permanecieron mucho tiempo en pie.
“[Ekzarjo] reaccionó al instante: como es preceptivo durante un incendio, puso el avión en un pronunciado picado. El Il-86 se precipitaba hacia el suelo a una velocidad de 70-80 metros por segundo, por lo que la gravedad era nula, como en el espacio”, dice Sitnik.
La cabina ya estaba llena de humo acre, y Ekzarjo estaba perdiendo el conocimiento. Por suerte, Yuri Sitnik había conseguido ponerse la máscara de oxígeno a tiempo. Ahora buscaba el aeropuerto más cercano.
“Envié un mensaje: ¡A todos los que nos escuchan! Este es el vuelo 86082. Nos encontramos a 160 km de la ciudad de Serov. Estamos cayendo, estamos en llama. A causa del humo, apenas podía ver las lecturas en el tablero. Estábamos por encima de los Montes Urales, y era peligroso bajar de los 2.700 metros”, dice.
Pronto surgió otro problema.
Una caída controlada
El fuego se extinguió 20 minutos después. Lo apagaron el comandante de la aeronave, Jakob Shrage, los auxiliares de vuelo y dos pasajeros: un investigador de la fiscalía y un mayor, que en el pasado había sobrevivido dos veces a un incendio dentro un tanque en Afganistán. Las manos de ambos acabaron quemadas hasta los huesos. Agotaron 14 extintores y evitaron que el cableado ardiera del todo, lo que habría apagado el equipo de a bordo.
Para entonces, Anatoli Ekzarjo había vuelto en sí, pero entonces el navegante perdió el conocimiento. Afortunadamente, ya había conseguido poner el avión en rumbo hacia el aeropuerto de Koltsovo en Sverdlovsk [actual Ekaterimburgo]. El humo comenzó a disiparse y la tripulación pudo ver el tablero de mandos. Sin embargo, ahora tenían otro problema: no podían ver la pista.
“La distancia es de 8 km, la altura es de 400 m, - informó el controlador del aeropuerto. - ¿Pueden ver la pista?”
“No podemos”, fue la respuesta.
“Entonces mi mano tocó accidentalmente o por una corazonada la ventana de la cabina. Estaba cubierta de hollín, y no sólo de hollín ordinario, sino de hollín lleno de una especie de agujas de medio dedo de largo. Se asentaba en todos los cristales y no dejaba entrar la luz del exterior”, dice Sitnik. Un segundo después, se hicieron unos claros del tamaño de un platillo en el cristal para que los pilotos pudieran ver a través de ellos, y vieron las luces de la pista a 6 km de distancia. Eso ocurrió literalmente un minuto antes de que el descenso programado del avión se convirtiera en una caída incontrolada.
Fue un ataque terrorista
El avión aterrizó y rodó lo más lejos posible de la terminal del aeropuerto. Se abrió la puerta de la parte delantera del fuselaje y un equipo de fuerzas especiales se apresuró a subir por la escalerilla para entrar en el avión.
“El terrorista fue obligado con una bomba de humo a salir del cuarto de baño y entonces se desató el infierno. Un oficial de las fuerzas aéreas disparó al aire, luego le clavó el cañón de su pistola en la boca (debe haberle arrancado los dientes) y le gritó: ¡Cabrón, mi hermana está en este avión, te voy a hacer pedazos! Y de repente cambió a una voz completamente tranquila: ‘Dime quién te ha enviado’”, recuerda Sitnik. Había otro oficial junto a ellos, con una grabadora de voz preparada.
Más tarde, Sitnik se enteraría de que Volodin no tenía planes de secuestrar el avión y no tenía intención de presentar ninguna demanda. Fue un ataque terrorista con el único propósito de no dejar a nadie con vida. “Cuando se preparaba su juicio, el KGB nos explicó que había caído bajo la influencia de los nacionalistas armenios, que querían llamar la atención sobre la cuestión de Nagorno-Karabaj. Al parecer, Volodin era una persona extremadamente sugestionable. En cualquier caso, en lugar de la pena capital, fue enviado -según he oído- a un hospital psiquiátrico”, dice Sitnik.
Durante los interrogatorios, se descubrió que el terrorista suicida había pasado 18 meses estudiando el sistema de control del aeropuerto y el procedimiento de embarque. Eligió el avión de pasajeros más grande, un Il-86 (este modelo fue dado de baja en 2010), y diseñó un artefacto explosivo sin partes metálicas para que no fuera detectado por los sensores durante el embarque. En aquella época, los aeropuertos soviéticos no contaban con un sistema de control similar al que tenemos hoy en día: sólo había bastidores con detectores de metales para comprobar si se intentaba escamotear armas de fuego. A nadie le interesaban ni le preocupaban unas botellas en el equipaje de alguien.
Su plan era detonar tres bombas en tres partes diferentes del avión. En ese caso, el avión no habría tenido ninguna posibilidad de aterrizar. Junto con la tripulación, había 382 personas a bordo. Pero el ajetreo en los pasillos y la impaciencia de Volodin interfirieron en sus planes y decidió hacer estallar las tres bombas en un solo lugar. Así pues, fue el azar y la pronta actuación de la tripulación lo que ayudó a evitar una situación fatal. Ni una sola persona resultó herida de muerte aquella noche.
Más tarde, el KGB comunicó a Yuri Sitnik que, gracias a la información extraida Volodin, se evitaron varios atentados terroristas similares en San Petersburgo, Kaliningrado y otras ciudades.
“Después de ese incidente me pasaron muchas cosas a nivel vital. Recibí una medalla por valor personal [esta condecoración se concedió a toda la tripulación]. Tuve que aterrizar un avión en un aeródromo sin iluminación en Bagdad por la noche, asustando a los políticos y periodistas que iban a bordo. Al regresar de Siria, mi avión estuvo a punto de ser derribado por un caza estadounidense sobre Turquía. Pero nunca he tenido que volver a experimentar lo que viví la noche del 18 de marzo de 1991. Creo que es lo mejor”, dice Sitnik.
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