Una de las principales particularidades de las series y los proyectos industriales rusos, así como la clave de su calidad, se debe a que todos ellos nacen de proyectos de animación de autor. Y, como no, del estudio Pilot, fundado a principios de los años 90 por Alexander Tatarski.
El proyecto ruso más conocido, Masha y el Oso, es obra de un antiguo colaborador de Pilot, Oleg Kuzovkov. De hecho, algunas de las primeras historias sobre la traviesa Masha y el Oso bonachón fueron creadas por otro miembro de Pilot, Oleg Úzhinov, que cuenta así como fue la creación de la serie.
“Oleg Kuzovkov creó a Masha en los años 90, aunque la producción de la serie no comenzó hasta 2008. Oleg se encontraba de vacaciones en una playa del mar Negro y allí conoció a una niña que se dedicaba a hacer travesuras por la playa con todos los turistas sin hacer caso a nadie. Daba un mordisco al plato de uno, cogía el juguete de otro, y no tenía miedo de nada. Al principio todos jugaban con ella. Pero con el paso de los niños empezaron a esconder sus cosas y a alejarse un poco de la niña. Y una semana después en la playa ya no se veía a nadie.
Creó a una niña que cree que todo el mundo está hecho para ella. Después había que crear un personaje con el que ella pudiera interactuar, al que pudiera molestar. La idea del oso surgió de los cuentos tradicionales. Después comenzamos a pensar en las características del oso. Y entonces decidimos que sería un oso que había trabajado en un circo, se había jubilado y vivía alejado del mundanal ruido. Por eso sabe andar en bicicleta y pescar”.
“Todo el mundo preguntaba si Masha tenía padres… Cuando se creó la solicitud para producir la serie se indicaba que Masha tiene un abuelo que vive en una casita cerca de las vías del tren. Después rechazamos esta idea y el personaje adulto principal es el oso. De este modo, Masha se quedó sin padres”, comenta Oleg Úzhinov contando la historia de la creación de la serie.
Tradición y continuidad
De la animación soviética a la rusa, de la animación de autor a la comercial. Un concepto clave, y a la vez un gran desafío, es la necesidad de tratar temas y argumentos que nunca dejen de ser actuales con la ayuda de nuevas tecnologías, adaptar antiguos formatos a la modernidad.
Una de las experiencias más exitosas en este sentido fue la recuperación de los dibujos Vesiólaya Karusel, una producción del famoso estudio Soyuzmultfilm que comenzó en 1969.
Este proyecto estaba pensado inicialmente como una plataforma para nuevos directores en la que pudieran probar sus capacidades en capítulos de tres minutos de duración y se convirtió en una de las series más brillantes del periodo soviético.
En la actualidad, después de muchos años de interrupción, esta serie ha vuelto con su esplendor inicial: las películas La cajita y Pik-pik-pik han obtenido ya una gran multitud de premios en festivales y han conquistado el corazón de los espectadores. Esta tradición de crear un proyecto, que en su momento fue único para una sociedad, pero que en la actualidad se exporta a muchos países europeos la ha retomado el estudio Pchela con su “Manzana verde” (que incluye las películas La mamá valiente, El niño volador y La pequeña estrella), así como otras compañías de la industria rusa.
Sin embargo, a diferencia de la época soviética, los cortometrajes de acción no consiguen una gran distribución ni en Rusia ni en el extranjero, aunque en muchas ocasiones dan lugar a la creación de proyectos de mayores dimensiones. Esto sucedió con el ancestro ruso de la conocida Peppa Pig: El cerdito. Esta serie comenzó con el corto de Natalia Beriózova Mi vida, que en la década de los años 2000 obtuvo un gran reconocimiento en festivales de todo el mundo. Hace dos años Natalia presentó una serie que trata sobre un pequeño animal inocente y conmovedor que sobrevive de milagro en un patio hostil, se las arregla para ver la vida de color de rosa y sabe encontrar la belleza y el encanto en las cosas más ordinarias y feas.
A pesar de la gran atención que se presta a la animación infantil, los directores rusos no olvidan tampoco el cine adulto, algo que demuestra la película de Konstantín Bronzit No podemos vivir sin el cosmos. Inmediatamente después figuran el premiado Un alce propio, de Leonid Shmelkov, premiado en la Berlinale, La ofensa, de Anna Budanova, premiada en Annecy, o el estridente Brutus de Svetlana Filíppova. Estas obras complejas, profundas y filosóficas tratan sobre los aspectos más importantes de la vida cotidiana. A la sombra de los proyectos más comerciales, estas obras conforman un tono, marcan un nivel de profundidad y complejidad que permite a las series de animación rusas ser no solo un entretenimiento barato, sino también provocar una reflexión, aunque también divertida, sobre las cuestiones más importantes de la vida.
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