Yalta
Sergey MelikhovEl trolebús tarda dos horas y media en llegar a Yalta. Fuente: Serguéi Mélijov
El aeropuerto de Simferópol es actualmente la única manera directa para entrar y salir de Crimea para los rusos. El ferry requiere tres paradas, no hay trenes -la línea que está actualmente en construcción comenzará a funcionar en septiembre- y se prevé que el puente de Kerch esté listo para finales de 2018. Todo esto explica que haya aviones aterrizando cada 10-15 minutos y que casi todos estén llenos.
Sin embargo, el flujo de turistas no satisface a los taxistas locales, que asaltan a los recién llegados en la zona de espera.
Su principal competidor es el trolebús, que tarda dos horas y media en llegar a Yalta, en la parte sur de la península. El billete cuesta 129 rublos (unos 2 dólares) mientras que el taxista pide 1.000 rublos (casi 17 dólares). Apenas hay diferencia de tiempo, ambos van por una terrible y concurrida carretera.
En la calzada se apilan montañas de basura. Yulia Mináeva, profesora de ruso que viaja a mi lado, bromea que la basura no se ha recogido desde que apareció la ruta del trolebús en 1959. “Ucrania no se preocupó de ellos. Rusia tampoco se ocupa de ello. ¿Cómo vamos a sacar toda la basura? ¿En un barco? Por lo menos han comenzado a reparar la carretera que conecta el aeropuerto con la ciudad”.
Estoy en el centro de Simferópol, que con sus 336.460 habitantes es la segunda ciudad más poblada de la península, tras Sebastopol. Se encuentra en el interior, no en la costa, y es el centro administrativo de Crimea. En el contexto actual es la ciudad más problemática, ya que además de rusos alberga numerosos ucranianos (el 12,07 % de la población), tártaros de Crimea (8,31%) que en el oeste de la península se consideran como los principales defensores de la vuelta de Crimea a Ucrania.
En un mercado local. Fuente: Serguéi Mélijov
Aquí no hay un ambiente vacacional. El centro está lleno de destartalados edificios soviéticos, casas de empeños y oficinas de crédito que te ofrecen dinero en 15 minutos, así como cafeterías donde se vende shawarma.
Entro en uno de los establecimientos para pedirme un café pero la camarera, de unos 40 años que viste botas con tacones y una blusa transparente, no me quiere atender nada más entrar. Por alguna misteriosa norma hay que comprar algo por más de 100 rublos (1,6 dólares) y el café cuesta 80 rublos (1,3 dólares). Me pido entonces un bocadillo.
Me siento al lado de un grupo de mujeres que toma algo en una de las mesas. Le comento que no veo muchos cambios desde la última vez que estuve, en la época soviética. “¡Estamos contentas! Hemos vuelto a casa, estamos de nuevo en Rusia. Los nuestros crecen sin la guerra. Eso es suficiente para hacernos sonreír”. “No oigas a esta tonta. Nada ha cambiado, todo sigue igual. Lo único es que ahora los precios son como los de Moscú”, interrumpe una amiga.
Vuelvo a mi mesa. Mucha gente habla así en Crimea cuando discuten si la vida es mejor o no tras la reunificación con Rusia, normalmente no explican exactamente el porqué. Las opiniones se basan en percepciones personales y si están descontentos con el antiguo gobierno ucraniano o con las nuevas autoridades rusas.
El edificio de al lado alberga la administración de la sección de transporte del Ministerio del Interior. Entro sin ningún permiso de las autoridades, pensando que sin ningún papel de Moscú nadie va a responder a mis preguntas. Sin embargo, me sorprende la candidez con la que me tratan. “No hay mucho trabajo”, me explica Elena, una empleada del departamento de investigaciones, que ni tan siquiera me pide mi acreditación como periodista. “Las leyes rusas son muy diferentes a las ucranianas, sobre todo en relación a las violaciones administrativas. Todo es mucho más severo ahora”.
Un mercado en Yalta. Fuente: Serguéi Mélijov
Elena nació en Crimea, en Feodosia, y trabajó en la policía ucraniana. Hace tres años cambió y se puso a trabajar para la policía rusa. Entonces a todos los empleados les dieron un mes para decidir si querían unirse a la policía rusa. Le pregunto si alguien rechazó el cambio. “Nadie. Todos estaban contentos por formar parte de Rusia. La mayoría ni tan siquiera sabía ucraniano. ¿Cómo era posible?”.
“¿Y el juramento que hicisteis?”, pregunto. “Juramos servir al pueblo y eso es lo que seguimos haciendo. No hay diferencia”. Elena no nota cambios prácticos, excepto que a veces llega algo más tarde a casa. Pero como dice, se están construyendo nuevas carreteras.
Paseo marítimo. Fuente: Serguéi Mélijov
En general la presencia policial y militar en Simferópol es abundante. Se debe al número de oficiales que hay en la ciudad y al cambio de legislación. La mayoría de la gente menosprecia al gobierno ucraniano pero también ha desaparecido el idilio que había con el gobierno ruso.
Entre los desencantados se encuentran, sobre todo, los pequeños comerciantes. El nuevo gobierno retiró muchos puestos y puntos de venta en gran cantidad de lugares de la península. “Antes teníamos que hacer acuerdos con bandidos y ahora los hacemos con bandidos, con la nueva policía y con los oficiales de Moscú”, explica un propietario de los últimos puestos que quedan en la avenido Kirov. “La diferencia es que ahora es tres veces más caro”.
Me dirijo a las afueras de la ciudad. Voy a encontrarme con Rifat Bekirov, propietario de uno de los restaurantes más famosos de la ciudad, Krimski Dvórik. Aquí sobre todo cenan los tártaros, de hecho, Rifat es uno de ellos. Rifat me comenta que al principio estaba preocupado por la reunificación con Rusia, “pero ahora está feliz con eso”.
Rifat Bekirov, propietario del restaurante Krimski Dvórik. Fuente: Legion Media
“Hay muchos cambios positivos. En el distrito hay una nueva escuela a la que van, sobre todo, tártaros de Crimea. No se pudo construir en diez años y Rusia lo hizo en uno. Se está construyendo el puente de Kerch, una nueva terminal del aeropuerto y una nueva mezquita. Es difícil con el trabajo pero han subido las pensiones. Los tártaros que tengan un certificado de deportación reciben un suplemento de 500 rublos (8,5 dólares). El gobierno ruso hace todo esto. ¿Qué tiene de malo? Lo que ocurre es que nosotros queremos todo, inmediatamente. Y ¿cómo hacerlo rápidamente si en estas décadas no se hizo nada?”
Rinat también está contento con la nueva legislación rusa en cuento a los negocios. “Obviamente, al principio fue difícil para todos los empresarios: volver a registrarse, la nueva documentación, nuevas leyes... pero es más fácil trabajar. Hay menos presión administrativa”.
Le pregunto sobre el mito que habla del descontento de los tártaros de Crimea. Rifat me responde filosóficamente: “Siempre puedes encontrar a gente descontenta, bajo cualquier gobierno. Nuestro pueblo ha pasado por muchas cosas y desconfían de cualquier gobierno. A mi abuelo le quitaron todo en 1937. Tenía su propia fábrica de chocolate. Tuvo que irse a Asia Central con mi abuela. Ahora no veo problemas. Si pagas impuestos, respetas las leyes rusas y no promueves el islamismo radical, no hay ningún problema”.
Le pido que me diga cuántos tártaros de Crimea están contentos con la nueva situación. El Mejlís, órgano de representación de los tártaros, está prohibido y hay otros que trabajan en la administración de la ciudad. Rafit dice que el 70% está satisfecho y el 30%, insatisfecho.
Estas cifras se repetirán a lo largo de la península, excepto en Sebastopol, donde incluso la gente a favor de la postura ucraniana admite que la gran mayoría de los residentes apoya al gobierno ruso. Berikov repite otra frase que es muy común en la península: “Gracias a dios no tenemos una guerra”.
Mi siguiente parada es en Yalta, uno de los lugares más turísticos que se hace llamar “la ciudad de la felicidad”, tal y como recuerda el cartel a la entrada. Aunque en realidad hay casi la misma suciedad que en Simferópol, las carreteras están igual que en otras partes y el servicio turística es de estilo soviético. Incluso es complicado conseguir comida después de las 10 de la noche y antes de que empiece el verano solo hay dos cafés y restaurantes en toda la ciudad.
"Yalta, la ciudad feliz". Fuente: Serguéi Mélijov
Se puede dividir a la gente satisfecha e insatisfecha con la reunificación con Rusia según sus profesiones. Las taxistas, por ejemplo, no esconden su decepción. Una carrera por la ciudad no cuesta más de 150 rublos (2,5 dólares). En 2014 todos los conductores votaron a favor de la reunificación (hablé de ello con más de 20) y ahora solo se quejan de la fuerte caída de los ingresos debido a la subida de los precios. “No hay menos turistas, -explica Vladímir- pero su capacidad adquisitiva es cercana a cero. Rusia envía aquí a una gran cantidad de personas con ayudas y a muchos trabajadores públicos. Un montón de gorrones que no compran nada y nuestra vida depende directamente de ello”.
Yalta. Fuente: Serguéi Mélijov
Incluso Andréi, miembro de la Milicia Popular de Yalta y veterano de la guerra de Afganistán, que en el año 2014 estuvo defendiendo los edificios administrativos en los que se izaron banderas rusas, admite que “se ha hecho bien el paseo marítimo. Gracias, pero ¿quién paseará por él? Los rusos nos han decepcionado. Todo el mundo gritaba `Crimea es nuestra, iremos allí a partir de ahora', pero en realidad se van a Turquía”.
Un graffiti en Yalta dedicado a Pável Kuleshov, héroe de la URSS. Fuente: Serguéi Mélijov
Le comento que hay que culpar a los crimeos por ello: están sentados sobre una mina de oro rebosante de basura y son rudos con los turistas (algo frecuente en el sector servicios). Andréi suspira y dice: “Es verdad... puedes cambiar el gobierno en un día pero se necesitas décadas para cambiar a la gente”.
La gente que trabaja en sectores en los que Rusia ha invertido miles de millones de rublos estatales tienen una actitud completamente diferente.
El antiguo campamento de Artek, que apenas se diferenciaba de los antiguos sanatorios soviéticos, ahora es un reluciente centro infantil de nivel internacional con buenas infraestructuras deportivas y una limpia línea de costa. Acoge a más de 5.000 años al año y parece sacado de otro planeta cuando se ven los destartalados edificios de alrededor. Elena Lutskaya, vicedirectora del departamento de educación, gana 50.000 rublos (850 dólares) mensuales y está radiante de felicidad. “Putin es fantástico. Dele un beso de mi parte. En tres años ha hecho lo que Ucrania no ha hecho en veinte. Simplemente nos escupían”.
Niños en el campamento de Artek. Fuente: Serguéi Malgavko/RIA Novosti
Irina Belozérova, nacida en Yalta y que ha trabajado durante más de 15 años en la administración local, fue una de las organizadoras del referéndum y actualmente se irrita con el tema de la desilusión con el gobierno ruso. “Los que están insatisfechos son los que no quieren trabajar o los que sobornaban a las autoridades para hacer lo que querían en Yalta. Hace un par de años construyeron un feo centro comercial que bloqueaba completamente la vista al mar. La gente estaba indignada y protestó. Uno de los bandidos locales así lo quería y no había más que hablar. Nadie podía hacer nada. En cambio, el año pasado se demolió el centro comercial. Bajo el gobierno ruso hay más orden”.
Irina Belozérova. Fuente: Serguéi Mélijov
Irina se emociona al hablar del referéndum. “No recuerdo un día con tanta exaltación en la ciudad. Mis amigos y yo llorábamos de felicidad. Nos sentíamos rusos en todo, vivíamos bajo leyes extranjeras. Rellenábamos los documentos en una lengua extranjera”.
Sebastopol es el último destino de mi viaje y es como otro planeta dentro de Crimea. La limpieza, las blancas y restauradas fachadas de los edificios, el inmaculado paseo marítimo y la gente bien vestida. Con sus monopatines, bicicletas y buena comida, la juventud aquí parece europea, al menos la apariencia.
El Monumento a los Buques Hundidos, Sebastopol. Fuente: Vladímir Astápkovich/RIA Novosti
Se asemeja a la vida tranquila de cualquier ciudad del sur de Francia, pero fue precisamente en esta ciudad en la que empezaron las protestas para unirse a Rusia en 2014. Todavía se pueden encontrar muchas huellas de lo que ocurrió: partes de barricadas, un balcón decorado con la bandera tricolor rusa, una bandera soviética con la banda de San Jorge ondeando en una ventana o un retrato de Putin como defensor de Sebastopol.
“Esto es poco, la histeria ha desaparecido”, me explica Yulia, una de las pocas personas que en 2014 rechazó la ciudadanía rusa. Tiene solamente un permiso de residencia que tiene que renovar cada año y con el que no puede trabajar de manera legal. “Me consideraba y me sigo considerando ucraniana, aunque nací en Oremburgo y haya vivido 39 años en Sebastopol”.
Sebastopol. Fuente: Serguéi Mélijov
Escogí a Yulia por su imparcialidad. Caminamos por la plaza Almirante Najímov, donde se reunieron las fuerzas prorrusas y las primeras unidades de defensa en 2014. Aunque los locales la llamen traidora admite que tras la reunificación hay más orden en la ciudad, así como electricidad y agua, algo que no siempre ocurría cuando la península formaba parte de Ucrania. Se están renovando las plazas, los edificios y las carreteras.
Sebastopol. Fuente: Serguéi Mélijov
“La gente echa la culpa a Ucrania por no tener en cuenta a Crimea, por no entender sus problemas. Es cierto, Kiev no se preocupaba por Sebastopol. Esta es la ciudad más patriota de Crimea, siempre ha sido así. 'Rusia, ven', '¡Putin, tómanos!, 'Queremos volver a casa', recordaré los eslóganes a lo largo de toda mi vida”.
Trato de saber cuánta gente como Yulia hay en Sebastopol. “Había unas mil personas. La mitad ya se ha ido. Mil personas entre 400.000. Una gota en el océano. No me sorprende que finalmente llegase la 'primavera rusa”.
Vítor Evdokímov y su familia tienen una historia completamente diferente. Nacido en Moscú, Víktor dejó atrás su vida en la capital para ir a Crimea, para vivir allí y ayudar a su desarrollo. “Sí, yo soy un ocupante”, se ríe.
Pasemos juntos por el paseo marítimo. Están con nosotros su mujer, Ksenia, y Dana, su hija de 11 años, que dentro de poco va a tener una hermana. En Moscú Ksenia tenía una visión política diferente. Era directora de arte del centro club Zavtra, donde en 2011 se reunían miembros de la oposición contraria a Putin, con permiso de Ksenia, obviamente.
Vítor Evdokímov con su mujer Ksenia y su hija Dana. Fuente: Serguéi Mélijov
“La primera vez que iba a venir a Sebastopol estaba realmente preocupada”, dice. “Mi marido, un patriota ruso y yo discutíamos mucho sobre la pertenencia de Crimea. Cuando vine aquí entendí que es una ciudad completamente rusa y que por algo la llaman 'la ciudad de los marinos rusos'. Decir que la unificación es una ocupación es absurdo. La gente está contenta, la ciudad está llena de una energía fantástica y hay algo emocionante en esta unión, aunque me parezca raro decirlo”.
Víktor era una urólogo de éxito en Moscú y en Sebastopol encontró trabajo de camarero, por lo que prácticamente empezó una nueva vida. Dice que “lo ruso” es muy importante para él aunque se muestra sarcástico ante los excesos de patriotismo.
"De hecho, no hay mucho patriotismo aquí. Es más tranquilo. La euforia ha pasado y no se espera el milagro que supuestamente estaba en el aire: que crecieran los salarios, que la comida se abaratase, que pusieran oro en las calles. Todo el mundo entiende que va a tener que pagar por divertirse. Los precios son como los de Moscú. Muchos pequeños negocios han cerrado por las sanciones y por las leyes rusas. Hay menos turistas. Los rusos que vinieron aquí con la fiebre de la unificación se volvieron asustados. El servicio es catastrófico. En cualquier caso, los ciudadanos de Sebastopol siguen agradecidos a Rusia. Para mucha gente la clave es la cuestión lingüística. Se impuso el ucraniano pero la gente se consideraba rusa y quería hablar solo en ruso. Hoy solo hay una tienda en toda la ciudad con el cartel en ucraniano: Сільпо. Sigue abierta, nadie la ha destruido”.
El plan de los Evdokímov para el próximo año consiste en vender su apartamento en Moscú y comparar una casa en Sebastopol. Quieren abrir un bar y tienen la esperanza de que se convierta en el más popular entre los turistas. “Hay pocas cosas que no sepa hacer en la vida”, se ríe Ksenia.
Sebastopol. Fuente: Serguéi Mélijov
Oscurece en el paseo marítimo y el acordeonista, vestido como una marinero de la Flota del Mar Negro comienza a tocar una legendaria canción de guerra rusa: 'Negra es la noche'. Después toca 'Día de la Victoria'. Es marzo, todavía quedan un par de meses para mayo, cuando se celebra el Día de la Victoria en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, las mujeres mayores que rodean al músico la cantan apasionadamente.
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