Los rusos no siempre apoyaron a sus zares y emperadores. Los archivos de los órganos de investigación del Estado ruso han conservado muchas maldiciones y blasfemias que el pueblo ruso lanzó a sus soberanos.
En 1737, Iván Pavlov, un empleado del ejército ruso, se entregó a la Seguridad del Estado ruso, llamando a Pedro I “blasfemo” y “desafiante de Dios”. En el interrogatorio, Pavlov dijo que se mantenía firme en su posición y que estaba dispuesto a enfrentarse a la pena de muerte. Su petición fue respetada por la decisión del Consejo de Ministros.
Alusiones al zar
En 1737, Pedro el Grande ya estaba muerto, pero hablar mal de él significaba una falta de respeto a los zares en general, por lo que Pavlov fue ejecutado de acuerdo con la ley. Regañar o maldecir públicamente al príncipe soberano ruso se castigaba con la muerte por decapitación oficialmente desde al menos los siglos XIII y XIV, incluso antes de que naciera el Estado ruso.
En 1649, bajo el mandato de Alexéi Mijáilovich (1629-1676), el código de leyes del Consejo de la Tierra (Sobornoie Ulozhenie) introdujo más casos en los que el poder del zar podía considerarse mancillado. Entonces, era posible ser juzgado no sólo por maldecir directamente al zar, sino también por calumnias, por ejemplo, por presentar peticiones falsas al soberano. Fue durante el reinado de Alexéi Mijáilovich cuando se creó el ‘Prikaz Privado’, la primera institución policial secreta.
Entre otras cosas, el Prikaz Privado investigaba los casos de amenaza a la vida del zar o de escarnio del nombre del monarca. He aquí algunos ejemplos. ·El zar es joven y tonto, y sólo sigue los consejos de sus boyardos·, dijo un muzhik llamado Sava Korelin; fue rápidamente encarcelado. Otro hombre llamado Dmitri Shmaraev agradeció a su amigo por prestarle algo de avena diciendo: “¡Eres mejor que el zar!”. Su amigo le denunció, y Dmitri tuvo que huir de su ciudad natal.
Incluso compararse con el zar podía llevar a la cárcel, mientras que criticarle directamente podía acabar con la lengua cortada y con toda la familia exiliada a Siberia, como ocurrió con un campesino llamado Iliá Porshnev de la región de Nizhni Nóvgorod.
El Emperador Anticristo y su esposa campesina
Pedro el Grande, hijo de Alexéi Mijáilovich, fue criticado por el pueblo ruso por el nuevo orden que estaba inculcando en Rusia. Muchos creían supersticiosamente, que después del “año del diablo” de 1666 (Pedro nació en 1672), vendría el Anticristo. Y Pedro, que fue el primer zar que no llevaba barba, y que lucía ropas europeas y vicios como fumar y beber, era visto por muchos como el propio Anticristo. Algunos Viejos Creyentes de la época de Pedro y posteriores prefirieron incluso quemarse vivos antes que vivir bajo el dominio del Anticristo. Pero los castigos se cumplían por ofensas menores que reñir directamente al zar. En 1720, Andréi Saveliev, un corista, recibió 50 latigazos por señalar con su bastón el retrato de Pedro con rabia.
La esposa de Pedro, Catalina I, la primera emperatriz en el trono ruso, también fue “insultada”: los patriarcales rusos de principios del siglo XVIII no podían acostumbrarse a que una mujer fuera su soberana. Los documentos de la Cancillería Privada (institución que sustituyó al Prikaz Privado) muestran que se aplicaron sanciones a las personas que se atrevían a mencionar los orígenes vernáculos de Catalina I (de hecho, descendía de campesinos). Un hombre llamado Kalina Ribkin fue castigado cortándole la lengua y exiliado a Siberia por llamar a Catalina una palabra de cuatro letras mientras contaba un chiste.
Emperatrices vengativas
Incluso expresar compasión por la emperatriz podía tener consecuencias nefastas: en 1739 Avdotya L'vova, de Shlisselburg (Rusia), fue denunciada por cantar una canción sobre la problemática juventud de la emperatriz Ana de Rusia. La canción lamentaba que Ana tuviera que casarse con un príncipe extranjero por orden de su tío Pedro el Grande. Por cantar la canción, Avdotya L'vova fue torturada en un potro.
Bajo el mandato de Isabel de Rusia, decenas de personas fueron condenadas a trabajos forzados por hablar de la vida privada de la emperatriz y de sus favoritos. En 1742, un capitán del regimiento Preobrazhenski, Grigori Timiriazev, en una charla privada con su subordinado dijo que Isabel tenía cinco amantes, y que él conocía a algunos de sus hijos, y que muchos ascensos en la corte se hacían “gracias al amor, y sólo al amor”. El soldado que escuchó todo esto denunció a Grigori a la policía secreta, y el capitán fue despedido del servicio y enviado a una cárcel en Siberia.
Mencionar la vida privada o incluso hablar del sexo del soberano seguía siendo letal bajo Catalina II: se podía imponer una dura pena incluso por mencionar que la emperatriz era “baba” (término vernáculo ruso para “una mujer”), o que “es cosa del diablo inclinar la cabeza ante una mujer”, etc.
Sin embargo, no todos los soberanos rusos fueron tan vengativos y tan protectores de su nombre. En 1845 se introdujo en Rusia el primer Código Penal. En él se establecía que cualquier comportamiento ofensivo hacia el Emperador, los miembros de la familia imperial, o incluso sus retratos, era un delito. La pena podía ser conmutada si el delito se cometía en estado de embriaguez (porque, naturalmente, la mayoría de las ofensas verbales hacia el Emperador se escuchaban en bares y cantinas por parte de clientes borrachos).
El emperador Nicolás I incluso trataba estos casos con humor. Una vez, un soldado llamado Agafón Suleikin se emborrachó en una taberna e incluso escupió al retrato del Emperador que colgaba en la pared. El caso fue denunciado y llegó a conocimiento del propio Nicolás I.
En lugar de enviar al pobre soldado a Siberia, Nicolás I ordenó: “Anuncia a Agafón Suleikin delante de todo su regimiento que yo también le escupí. Y como este desafortunado borracho no sabía lo que hacía, declaro el caso cerrado. Además, a partir de ahora queda prohibido colgar retratos reales en las tabernas”.
Sin embargo, algunos miembros de la familia real podían seguir utilizando su “inmunidad” para despreciar a sus propios súbditos. El príncipe Piotr Kropotkin recordaba en sus memorias cómo el joven Alejandro III, entonces Gran Duque durante el reinado de su padre Alejandro II, maldijo e insultó a un joven oficial que estaba a cargo del suministro de armas en el ejército imperial. El oficial, un sueco de nacimiento al servicio de Rusia, se sintió profundamente insultado. Sabía que no podía maldecir al Gran Duque Alejandro a cambio, ya que era un delito. “Inmediatamente se marchó y envió una carta al Gran Duque, en la que exigía que Alejandro se disculpara. El oficial añadió que si no había una disculpa en veinticuatro horas, se pegaría un tiro”.
Por desgracia, Alejandro no se disculpó y el oficial se suicidó. Cuando Alejandro II, el emperador, se enteró de esto, se puso furioso, escribió Kropotkin. “Alejandro II ordenó a su hijo que siguiera el féretro del oficial hasta la tumba; pero ni siquiera esta terrible lección curó al joven de la habitual arrogancia y mal genio de los Romanov”.
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