El Imperio ruso entró en el siglo XX como el estado ortodoxo más grande del mundo. Alrededor de 90 millones de personas, de una población total de 125 millones, se identificaban como ortodoxas en el censo de 1897 y en el país había aproximadamente 50.000 iglesias.
Al mismo tiempo, la Iglesia rusa tenía problemas profundos. Desde 1721 no se elegía un patriarca (el cargo de mayor rango la Iglesia ortodoxa) y estaba dirigida por el Santísimo Sínodo, que era un organismo gubernamental.
Parte de los intelectuales criticaban a la Iglesia por su dependencia del Estado así como por su supuesto letargo. Hubo miembros del clero que estaban de acuerdo con estas críticas. “Carecíamos de fuego espiritual. Y cómo podríamos iluminar las almas de los demás cuando no nos estábamos quemando”, señaló el metropolita Veniamín en sus memorias.
Tras la revolución de febrero de 1917, en la que se derrocó a la monarquía, parecía que la ortodoxia tenía una oportunidad para reformarse. El Consejo Local de la Iglesia ortodoxa de 1917 restauró el Patriarcado como institución y eligió al primer patriarca de Moscú y de toda Rusia en casi 200 años. Tijon estaba listo para dirigir a los rusos ortodoxos, pero no eran buenos tiempos para la Iglesia y en noviembre de ese año, tuvo lugar la Revolución bolchevique que dio paso a un gobierno comunista, ferozmente anticlerical.
Vladímir Lenin escribió a Maxim Gorki en una ocasión: “Adorar a cualquier Dios es necrofilia ideológica”. En octubre de 1917 los bolcheviques, que eran ateos y marxistas radicales, tomaron el poder. Uno de sus objetivos generales era aplastar la religión, en concreto la ortodoxia.
Sin embargo, los bolcheviques nunca prohibieron la Iglesia por completo, aunque sí que la oprimieron. Privaron a los sacerdotes del derecho al voto y cerraron varios monasterios y catedrales.
El patriarca Tijon se enfrentó al poder bolchevique y en 1918 condenó a “los impíos”, aunque sin mencionar directamente al Gobierno. Criticó a “los poderes que prometían establecer el derecho y la verdad, pero que solo mostraban violencia hacia todos, es decir, hacia la santa Iglesia ortodoxa”.
En 1922 Lenin ordenó la confiscación de los objetos de valor de la Iglesia en todo el país para ayudar a los hambrientos. Se produjeron conflictos y unos 2.000 sacerdotes y otras personas, que buscaban proteger las iglesias, fueron fusilados, señala el historiador Alexéi Beglov. Los bolcheviques arrestaron a Tijon. Hasta su muerte en 1925, el patriarca continuó teniendo problemas con los bolcheviques.
Durante las décadas de 1920 y 1930 el Estado continuó con su cruzada contra la Iglesia. La religión se trató con dureza: según la ley soviética, el culto estaba permitido pero no se podían promover las creencias, mientras que la propaganda antirreligiosa era legal y estaba muy extendida.
La Liga de Ateos Militantes, fundada en 1925, utilizó todos los medios a su alcance (conferencias, periódicos y películas) para difundir la idea de que la religión era un perjudicial residuo del pasado. En 1941 la Liga contaba con unos 3,5 millones de miembros. Iba más más allá de la propaganda: las represiones de la década de 1930 se cobraron la vida de al menos 100.000 personas vinculadas con casos relacionados con la Iglesia, escribe Andréi Beglov.
La Segunda Guerra Mundial cambió la posición de Iósif Stalin respecto a la Iglesia ortodoxa. En 1943, después de una reunión con miembros leales e importantes de la Iglesia, el Gobierno les permitió elegir un nuevo patriarca, que tuvo apoyo y financiación estatal. También permitió a los creyentes celebrar la Pascua, la Navidad y otras fiestas. Stalin volvió a legalizar la ortodoxia.
Pero no había sido una epifanía, sino de un calculado análisis de los pros y los contras.
En 1941-1942, el presidente estadounidense, Franklin D. Roosevelt, pidió a Stalin que concediera a los ciudadanos soviéticos más libertad religiosa, amenazando con retirar el apoyo económico y militar de EE UU en tiempos de guerra si el líder soviético no cumplía con lo acordado.
Mientras tanto, los alemanes abrían iglesias en los territorios ocupados para ganarse a los fieles ortodoxos. Stalin decidió que sería imprudente socavar la autoridad soviética destruyendo iglesias y sacrificar el ateísmo estatal en aras de la victoria parecía algo asequible. Además, el nuevo patriarca, Serguius, era totalmente leal a las autoridades. “Demostraremos que el creyente ortodoxo más devoto puede ser un ciudadano leal de la URSS”, escribió.
El trato con el clero cambió tras la muerte de Stalin en 1953. El nuevo líder soviético, Nikita Jrushchov, llevó a cabo una nueva campaña antirreligiosa entre 1958 y 1965. Sin embargo, los tiempos eran menos duros que antes de la guerra: el historiador Vladislav Tsipin escribió que la nueva ola de represión no causó derramamiento de sangre y apenas hubo arrestos. El Estado aumento los impuestos a quienes apoyaban a la Iglesia. La ortodoxia sobrevivió.
Durante los siguientes 20 años, la Iglesia vivió tuvo poco apoyo pero tampoco sufrió mucha represión. Los creyentes soviéticos podían ir a la iglesia, aunque estaba mal visto. Fue Mijaíl Gorbachov (en el poder entre 1985 y 1991) quien cambió las tornas del juego.
Aunque fuera ateo, durante la perestroika Gorbachov permitió que los creyentes realizaran sus rituales y, en 1988, permitió que se realizara una celebración nacional para conmemorar un milenio de cristianismo en Rusia. En 1991, el Gobierno adoptó una nueva ley sobre la libertad religiosa, que eliminó todas las antiguas restricciones soviéticas. Se acercaba un nuevo siglo, y con él una nueva era para la Iglesia ortodoxa rusa.
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