Hacia un nuevo sendero en la tierra de Malévich

Una muestra en el centro de exposiciones Garage Museum.

Una muestra en el centro de exposiciones Garage Museum.

Maxim Blinov / RIA Novosti
Exposiciones en fábricas, festivales callejeros y casas particulares se han convertido en el ecosistema de la creatividad contemporánea rusa.

El arte, como la vida, siempre se abre paso. Incluso en los espacios adversos. Desde 2000, el paisaje de la plástica rusa más actual ha roto algunas de las bridas que lo constreñían. Frente a la presión del mercado, ha buscado un escenario independiente. En muchos casos ajeno a las galerías comerciales y los centros privados. Exposiciones en fábricas abandonadas, festivales callejeros y casas particulares se han convertido en el ecosistema de la creatividad. En estos no-lugares artísticos surge desde hace 15 años el talento ruso. 

Primero hizo falta superar los nombres (Sergey Bratkov, AES+F, Dubossarsky & Vinogradov) que amanecieron tras la perestroika. Después hubo que encontrar un universo propio. Allí donde no alcanzan los grandes mitos, como Ilya Kabakov, auténtica piedra de Rosetta del arte conceptual del país. O la pintura de Erik Bulatov, una leyenda viva. Ahora, despejado el camino y limpia la mirada, Denís Patrakéiev, Alexander Brodksy, Sergi Shekhovtsov, Gluklya (presente en la última Bienal de Venecia), Gueorgi Ostretsov o Anatoli Osmolovski replantean la creación rusa. Mientras, tras el telón, surgen las célebres Pussy Riot, cuya propuesta punk, entre el activismo y la creación, resulta más valiosa por lo que representan que por lo que proponen. 

Porque tal vez haya un lastre de lo soviético en el arte del país que todavía no termina de romperse debido a la incorporación tardía de Rusia a la modernidad. Pese a todo, aparecen ideas nuevas en la forma y en el contenido. Una de ellas es Garage Museum of Contemporary Art en el famoso parque Gorki. Un proyecto que representa bien el peso de los oligarcas en el contexto del arte. Está impulsado por Dasha Zhúkova, 34 años, coleccionista, presencia recurrente de la vida social y mujer del magnate Román Abramóvich.

Garage Museum copa todos los tópicos de los contenedores artísticos de nuestra época. Su arquitectura la firma un proyectista (Rem Koolhaas) estrella y los creadores que propone se repiten, una y otra vez, en la cartografía del arte comercial: Yayoy Kusama, Louise Bourgeois, Rirkrit Tiravanija. Aunque, para ser justos, también ha contribuido a dar presencia a artistas que tensan la cuerda, como Alexander Brener. En 1997 entra en el museo Stedelijk de Ámsterdam y pinta un signo del dólar con espray verde sobre un cuadro suprematístico de Kazimir Malévich. La acción­ le cuesta una breve temporada en la cárcel. ¿Vandalismo o talento? 

Poco importa la respuesta, lo tangible es que se percibe un esfuerzo del arte ruso por sumarse al caudal de su tiempo. Desde 2005 se celebra una bienal en Moscú que han comisariado nombres habituales del statu quo artístico occidental como Hans-Ulricht Obrist o Jean-Hubert Martin.

Nada le resulta ajeno al artista ruso y menos una expresión plástica tan arraigada en el país como la performance. En los comienzos del milenio destacan Liza Morozova y Elena Kovylina. Todos proponen cambios. Porque a medida que avanza el siglo retorna una ola de protesta social y política que genera un nuevo concepto: el artivismo. Una fusión de arte y activismo que representan el puño en alto de Pussy Riot y Nevsky Prospekt. 

Pero en la tierra de Kandinski, Rodchenko y Malévich, resulta imposible no mirar la vieja pintura con ojos nuevos. Nikita Alexéiev, Gosha Ostretsov o Pável Pepperstein demuestran que los viejos lienzos y los antiguos óleos continúan siendo un sendero nuevo hacia la cascada del arte.

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