Bajo un sol abrasador, mientras pisamos descalzos la arena caliente de unas dunas dignas del Sáhara, se nos acerca un criador de caballos. Vigilando a su rebaño que pasta en unos mechones de hierba seca en la distancia, nos confiesa que acaba de realizar un ritual pagano, para invocar la clemencia del cielo, ya que desde hace tres meses no llueve en esta tierra árida. No, no estoy ni en África ni en el desierto de Atacama, sino en la República de Kalmukia, una región rusa al norte del mar Caspio.
Renovación cultural
El nombre de su capital, Elistá, es además evocador, ya que se traduce del idioma calmuco como “lugar de arena”. La “Perla de las estepas”, como la apodan, parece realmente un oasis en medio de la nada.
Fundada en 1865, durante mucho tiempo sólo fue una aldea (1.507 habitantes en 1914, frente a los 103.000 actuales); los calmucos, único pueblo budista y de origen asiático en Europa, habían llevado tradicionalmente un modo de vida nómada en estas vastas zonas. Sin embargo, fue la Revolución de 1917 la que cambió la situación, ya que las autoridades soviéticas no tardaron en emprender una sedentarización forzosa de las etnias del país.
A este precipitado abandono de las tradiciones le siguió un segundo y más impactante acontecimiento, una tragedia ocurrida en plena Segunda Guerra Mundial. En 1943, las autoridades estatales ordenaron la deportación masiva de los calmucos a Siberia y Asia Central, así como la disolución de la República Socialista Soviética Autónoma de Kalmukia, acusándolos de deserción y colaboración con el enemigo. Este proceso, llevado a cabo en condiciones terribles, provocó, según algunas fuentes, la muerte de casi la mitad de los calmucos (134.000 en 1939, 78.000 en 1950) y sólo en 1956 se permitió a estos primos de los mongoles regresar a su tierra ancestral.
Estos hechos, reconocidos como genocidio por el parlamento ruso en 1991, fueron fuente de un fuerte trauma, pero también, hasta principios de los años 2000, de tensiones étnicas. La balanza de poder estaba ahora dominada por los calmucos, dado el cambio demográfico en la región. En efecto, si en 1959 el 56% de la población era rusa (103.300 personas) y el 35% calmuca (64.900), en 2010 la proporción era del 57,5% de calmucos (162.700) y el 30% de rusos (85.700).
“Ahora está bien, todo es perfecto, uniforme. Pero, hace 15 años, era difícil. Había ataques regulares, los calmucos estaban resentidos con nosotros”, me confiesa un ruso local con su acento sureño.
Aunque presente en los recuerdos, esta oscura página parece, sin embargo, haber pasado ya y el pueblo calmuco, con fervor, se reapropia de su identidad: la lengua calmuca se enseña en todas las escuelas locales, los templos y monumentos budistas florecen aquí y allá, mientras que Elistá muestra ahora una arquitectura de inspiración asiática, cuyo ejemplo más brillante es el espectacular templo de la Morada Dorada de Buda Shakiamuni.
Construido en sólo nueve meses e inaugurado en 2005, este edificio de 63 metros de altura asombra por sus dimensiones y su magnificencia. Rodeado de 17 pagodas a la sombra de las cuales se levantan estatuas de deidades, cuenta con siete niveles, incluida una vasta y suntuosa sala de oración. La serenidad del ambiente, reforzada por la melodía meditativa que se interpreta continuamente, sólo es igualada por la devoción de los fieles que acuden, con las manos cruzadas, a rendir culto en este lugar sagrado.
Safari en la ‘sabana’ calmuca
Si hay algo que llena de orgullo a los calmucos, es sin duda la naturaleza que los rodea. Esta república, más grande que Irlanda y con apariencia de desierto, esconde muchos tesoros.
Pie de foto: Plantado por un monje budista en 1846, el “álamo solitario” domina la estepa calmuca. En la segunda foto: una fuente de agua salada que también emite gas, lo que permite encenderla y pasar la mano por encima sin quemarse.
Los campos acuáticos de loto (flor sagrada presente en la bandera de Kalmukia), las estepas cubiertas de tulipanes efímeros, las dunas de arena, los lagos rosados, pero también una fauna excepcional hacen que sea un destino de elección para los amantes de la fauna.
De estas maravillas, el saiga es sin duda la más emblemática. Detrás de este nombre, desconocido para muchos, se esconde en realidad la única especie de antílope que aún existe en Europa y es este animal de aspecto un tanto extraño el que me motivó a mí, bretón de piel delicada, a aventurarme en estas tierras lamidas por el sol abrasador.
Fundada en 1990, la Reserva Natural de las Tierras Negras de Kalmukia ha hecho de la protección de este animal tótem uno de sus objetivos más cruciales. Una lucha que parece estar dando sus frutos, ya que si en su territorio sólo había 3.500 saigas en 2015, su número asciende ahora a 10-12.000.
Conducido por Rostislav, empleado de la reserva, a casi cuatro horas de Elistá, mi viaje por Kalmukia se convierte en un auténtico safari. A bordo de nuestro vehículo todoterreno, recorremos las infinitas extensiones de esta estepa dorada, que parece una sabana. Aquí y allá, deambulan manadas de saigas, mientras decenas de estos gráciles herbívoros, al acercarse nuestro coche, se abren paso por la carretera a toda velocidad mediante saltos dignos de los mejores bailarines del Bolshói.
Más adelante, nos detenemos y llegamos a un punto de observación a pie, oculto tras unos paneles de madera camuflados. Se abre ante mí un espectáculo sorprendente. Bajo esta colina se dibuja un lago seco, en cuyas orillas pastan cientos de saigas. Una escena inolvidable, que habría creído posible sólo en los lejanos países africanos.
El oro azul
Devolver a la naturaleza sus derechos: es el trabajo realizado por la reserva, que también pretende reintroducir en estas tierras animales que antaño poblaban la región, como el onagro, un asno salvaje asiático. Además de la preservación de la biodiversidad, este trabajo a largo plazo tiene otro efecto, el de luchar contra la galopante desertización de Kalmukia. En efecto, al viajar por la región, uno se encuentra a menudo en medio de un paisaje casi lunar, salpicado de lagos desecados.
“El lago se está secando y, a tal velocidad, que me asusta, en tres años también habrá desaparecido”, me dice Vitali, otro empleado de la reserva, sobre el lago Manich. “Pero dicen que es un ciclo. Durante la guerra (la Gran Guerra Patria), al parecer, estaba seco. Mi abuelo decía que entonces caminaba por él. Queremos creer que esto es así, y no el final, con el calentamiento global”.
Las causas de esta desertización son múltiples, entre el cambio climático y la acción directa del hombre. Bajo el mandato de Stalin, se emprendió un vasto proyecto de canales de agua que provocó el desvío de los ríos y, en consecuencia, la desecación de los lagos. Es el caso del Koltan-Nur, que antes estaba formado por agua dulce, pero que ahora sólo se alimenta de escasas precipitaciones y cuya composición, como la de muchos otros, se ha salinizado.
Estos trastornos tienen efectos considerables en la vida cotidiana de los habitantes y en la fauna. Así, mientras algunas aldeas se ven obligadas a racionar el suministro de agua en camiones, las migraciones de las aves se ven fuertemente afectadas.
Kalmukia, una de las principales escalas tradicionales en la ruta de muchas aves, lleva varios años siendo rechazada por algunas de ellas, debido a la reducción de las cantidades de alimento en las masas de agua. Los pelícanos, por ejemplo, sólo contaban con 2.500 ejemplares en 2020, frente a los más de 4.000 de 2018, explica Yuri, ornitólogo de la reserva, mientras que nosotros observamos desde hace horas una colonia de unas diez mil grullas demoiselle que descansan en las cercanías.
Sin embargo, los esfuerzos realizados demuestran que hay margen de mejora. Si en el momento de la creación de la Reserva de las Tierras Negras, el 70% de su territorio estaba ocupado por arenas, gracias a la desaparición de los pastos intensivos, ahora han dado paso casi por completo a la hierba de las plumas, el аgropyron, la avena de cerdas y otras plantas características de las estepas.
Así pues, cuando estoy a punto de abandonar estas latitudes para volver a mi jungla de cemento moscovita, sólo puedo desear un “camino blanco”, como dicen los cálidos calmucos, a estas grullas, que, como yo, esperan sin duda poder volver una y otra vez a estas tierras que luchan involuntariamente por su renacimiento cultural, además del natural.
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