Dos islas rocosas en el medio del estrecho de Bering, entre Chukotka y Alaska, morsas, osos polares y cangrejos, niebla y temperaturas extremas de congelación... Si no fuera por el servicio fronterizo, parecería que no hay absolutamente nada que hacer aquí. Después de todo, parece la orilla del mundo, y en el límite del mundo no hay centros comerciales con multicines, ni siquiera un pequeño cine con una cafetería o centro de ocio. Lo que los isleños habrían hecho realmente bien es fingir ser Marty McFly en Regreso al futuro, porque solo aquí se puede “ver” el ayer y el mañana, y en realizar el viaje de un marco temporal al a otro se emplean unos 10 minutos sobre el agua.
Diómedes Mayor (isla Ratnámov) pertenece a Rusia y Diómedes Menor (isla Krusenstern) a Estados Unidos. Están separadas por 3,8 km y una diferencia temporal de 23 horas. Un huso horario internacional y la línea de demarcación de la frontera ruso-estadounidense pasan entre las dos islas. Por lo tanto, entre los lugareños las Islas Diómedes son conocidas como Isla Mañana e Isla Ayer. “Es una máquina en tiempo real. Podíamos ver lo que estaba sucediendo ayer en tiempo real”, cuenta Ramil Gumérov, de 40 años, a Russia Beyond. Sirvió en el Ejército durante dos años, desde 1995, y pasó más de un año en la parte de la isla donde hoy, además de una base militar, sólo hay una estación polar y un puesto de guardias fronterizos.
Una diferencia de 24 horas y la maldición de un chamán
“En realidad, viajar a la otra isla en el otro país, o al ‘ayer’, cuando uno estaba de permiso, era pura fantasía. Para nosotros, ir de permiso seguía siendo un mero sueño”, dice Gumérov. Solo los habitantes indígenas, los esquimales, pueden viajar libremente entre las islas. Habitaban estas tierras cuando el primer europeo, el explorador naval ruso Semión Dezhniov, llegó a las islas. Fue en el siglo XVII y después de eso, durante casi un siglo y medio, las dos islas situadas a 35 km de Chukotka y de Alaska formaron parte de Rusia.
La frontera estatal las separó en 1867 cuando Rusia vendió Alaska a Estados Unidos. En aquel mismo instante la población indígena se encontró en una situación extraña: el tiempo era el mismo, pero las fechas eran diferentes en las dos islas. En comparación con la isla Ratmánov, la isla Krusenstern siempre estaba en el pasado. A los esquimales se les concedió el viaje sin visa entre ambas orillas para que pudieran visitar a sus parientes, aunque durante mucho tiempo no hubo civiles viviendo en la isla rusa.
A principios del siglo XX, los esquimales migraron a Diómedes Menor (alrededor de 135 esquimales aún viven en un pequeño asentamiento en la isla) y los otros fueron trasladados a tierra firme. El gobierno tomó bajo su protección el punto más oriental de la Unión Soviética, una isla de nueve kilómetros de largo. En 1941, el primer destacamento de la guardia fronteriza llegaba hasta allí.
"En Vladivostok se construyó rápidamente un edificio de madera de seis habitaciones, así como un almacén y una casa de baños. Todo se cargó separado en distintas partes en un barco de vapor, junto con ropa, comida y armas suficientes para tres años, y se trasladó a la isla", dice Gumérov.
Cuentan que, después de que los esquimales se fueran, un chamán local llegó a la isla y la maldijo. Y, supuestamente, desde entonces, por diversas razones, la gente ha estado muriendo en la isla. Gumérov, sin embargo, observa correctamente: “La gente muere en todas partes, y la isla no es una excepción. Si la culpa es de un accidente, o de las fuerzas de la naturaleza o de la maldición de chamán, no lo sé”.
Un ‘Día de la marmota’ más allá del círculo polar
La vida en la isla es dura: nueve meses de invierno, con temperaturas bajo cero y fuertes vientos. Durante 300 días al año, la isla está envuelta en espesa niebla, por lo que los helicópteros no vuelan aquí a menudo, solo una vez cada dos o cuatro meses, para entregar comida y correo. El combustible diésel generalmente se trae en un buque cisterna. Gumerov llegó aquí desde el sur de la República de Bashkortostán para prestar servicio en la ínsula.
“Te cansas del color blanco y la nieve, que están en todas partes, siempre, en el horizonte. Mi tiempo aquí estuvo marcado por el desgaste de la ropa y calzado, y las raciones de comida exiguas: una sensación constante de ligera hambre. Para preparar la comida o para lavarse, había que derretir docenas de toneladas de nieve: sin televisión, sin periódicos, sin teléfono. Tareas de servicio constantes, un baño una vez a la semana. Y el maltrato, por supuesto, que no se suspendió solo porque estuviésemos allí. Todos los días eran iguales, era como el Día de la marmota”, recuerda e Gumerov.
Ahora, dice, mucho ha cambiado para mejor. Solo soldados contratados sirven en la unidad militar y tienen agua embotellada, televisión, teléfono y “otros beneficios de la civilización”.
“No me quejo, simplemente explico cómo era. Por cierto, no me arrepentí nunca de haber acabado allí. Tuve suerte. ¿Dónde más habría visto trineos tirados por perros, renos, miles de pájaros sobre las rocas altas, grullas que vuelan a Eurasia en la primavera y de regreso a América en el otoño, orcas persiguiendo morsas, ballenas, zorros y osos polares? Y todo en la naturaleza, todo de verdad. Buques. La aurora boreal en el invierno y el blanco de las noches de verano. Y también fui a Kamchatka. Vi Rusia cuando me llevaron en tren desde Ufá a Jabárovsk. Era un lugar especial donde se mezclan muchas cosas. Me convertí allí en una persona diferente”.
¿Por qué Rusia vendió Alaska a Estados Unidos? Te lo contamos aquí.