El síndrome de Chechenia y Afganistán, en imágenes

Soldados que participaron en la guerra hablan de sus dificultades para reintegrase en la vida civil tras pasar por los horrores del campo de batalla.

Los psicólogos hablan del trastorno de estrés postraumático o TEPT, cuando una persona siente miedo o peligro tras haber estado en una guerra. En Rusia muchos lo llaman síndrome de Afganistán o de Chechenia. Esta galería de fotografías trata sobre la vida de soldados rusos y su posterior adaptación a la vida civil.

Vladímir Krávchenko

1985-1987

Afganistán (Provincia de Ghazni)

Estábamos en un tanque y pisamos una mina. La torreta salió disparada y voló unos seis metros hacia arriba. El artillero estaba en la parte de abajo del vehículo y a mí me atrapó a la izquierda de la torreta. Milagrosamente todos sobrevivimos.

De vuelta a casa, comencé a darle al vodka. Estuve enganchado a una botella diez años.

Sin mi nueva familia y mi trabajo no habría podido salir. Ellos me sacaron del agujero.

Dmitri Dagas

1983-1985

Afganistán (Bagram, Panjshir)

Acabé con un trofeo de guerra, con el pasaporte de un 'fantasma' que trataba de dispararme [los soldados soviéticos llamaban a menudo 'duji' (fantasmas) a los muyahidín, porque a menudo no los podían ver].

Después de la guerra pasé cinco años en la cama de un hospital con contusiones y me amputaron una pierna. Debido a mi enfermedad empecé a tartamudear y me temblaban los ojos. Tenía dolores imaginarios donde solía tener la pierna, que se hicieron reales cuando me colocaron mal una extremidad artificial. Buscaba la compasión de los que estaban a mi alrededor pero me di cuenta de que no puedes esperar nada de los que te rodean.

No sabía qué hacer con mi vida y empecé a beber. Un amigo me sacó de la bebida gracias a un viaje de camping: tres semanas de aire fresco y una compañía femenina hacen milagros. Después de aquello decidí matricularme en la escuela de arte y comenzar una nueva vida. Creo que los amigos y el arte rescataron el humano que hay en mí.

Oleg Ryábikov

1995

Chechenia (Grozni)

En invierno de 1995, mientras buscábamos milicianos en Grozni, caímos bajo fuego amigo. Tuve que dejar mi puesto y la operación fue un fracaso. Afortunadamente no perdimos a nadie ese día.

De vuelta en la ciudad me di cuenta de que a nadie le importaba. La vida seguía igual. A la gente le daba igual la guerra de Chechenia y todos los horrores que pasaban allí. Los únicos que no eran indiferentes eran nuestros familiares.

Mijaíl Alímov

1981-1983

Afganistán (Kandajar, Shindand)

Nuestro convoy de 42 camiones cayó bajo fuego enemigo. El único lugar en el que los tiroteos están bien es en el cine. Cuando pasa de verdad te disparan desde todos lados. Ni tan siquiera sabes quién te dispara ni de dónde vienen los tiros. Nikolái, el conductor, y yo sacamos una metralleta por la ventana y comenzamos a disparar en todas direcciones.

De repente dio un grito y entendí que le habían dado en la garganta. Le pregunté si podía conducir. “Claro”, dijo. Yo presionaba la herida mientras Nikolái llevaba el volante. Conseguimos llegar a territorio amigo. Después de este incidente dieron la orden de que los convoyes se estuvieran moviendo todo el rato en circunstancias similares.

Fue duro adaptarse a la vida civil. Seguían viniéndome imágenes de la guerra a la cabeza.

Aunque no quería volver a Afganistán no me arrepentía del tiempo que pasé allí. No tiene nada que ver ni con el patriotismo ni con una autoestima exagerada. Simplemente hice lo que tenía que hacer y gracias a Dios salí vivo de allí.

Vladímir Popov

1999-2010

(Chechenia)

Todos los soldados llevaban dos cartuchos “de sobra”. Uno para uno mismo y otro para un amigo... para evitar el sufrimiento si nos capturaban.

Esa es una razón por la que nos sentíamos asalvajados al volver a casa. Todo era abrumador y nada era familiar. Intentas trabajar pero lo único que conoces es la guerra. Te pesa mucho y es difícil de llevarlo. Ese periodo, el de tratar de volver a encajar, rompe a algunas personas. Empiezan a beber, a drogarse y se convierten en delincuentes.

Estuve al borde del abismo los seis primeros meses. Cualquier sonido, por pequeño que fuese, me hacía saltar y que buscase al enemigo. Era difícil entender que la gente saliera simplemente a pasear. Todo el rato trataba de encontrar el mejor lugar para colocar al grupo con la metralleta, para colocar al francotirador...

Los que me ayudaron a volver a tener una vida normal no fueron los psicólogos sino otros veteranos. Es más fácil hablar con alguien que haya estado allí.

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