La intervención a gran escala de las potencias de la Entente en Rusia no estaba en absoluto motivada por un odio ideológico hacia los bolcheviques, que habían llegado al poder en el país. Más bien, Londres y París estaban preocupados por la intención del gobierno de Lenin de retirarse de la guerra contra Alemania, lo que habría permitido a esta última dirigir todo su poderío contra Francia. Por ello, no es de extrañar que, en la guerra civil que estalló sobre las ruinas del Imperio ruso, apoyaran al movimiento blanco contrarrevolucionario, cuyos líderes habían jurado devolver al ejército ruso al campo de batalla y luchar contra Alemania hasta el final.
Poco después de que la Rusia soviética y Alemania firmaran el Tratado de Brest-Litovsk el 3 de marzo de 1918, los contingentes militares aliados comenzaron a desembarcar en los puertos rusos del norte, sur y este del país. Sin embargo, no tenían prisa por meterse de lleno en la vorágine del conflicto interno de otro país y trataron de mantenerse al margen de los enfrentamientos militares con la esperanza de lograr su objetivo con el derramamiento de poca sangre y a través de las acciones de otros. En esas circunstancias, Japón destacó claramente, ya que la difícil situación de Rusia le abrió una gran oportunidad.
Japón fue empujado a participar en la intervención en el Lejano Oriente ruso por Washington, y al principio la sociedad japonesa estaba dividida en cuanto a si debía involucrarse en el conflicto. Sin embargo, con el tiempo, la escala de la intervención de Japón en los asuntos rusos comenzó a crecer exponencialmente, hasta el punto de que Estados Unidos empezó a preocuparse por cómo frenar las crecientes apetencias de su aliado. “Dada su ubicación y sus intereses en Asia Oriental, Japón debería desempeñar el papel principal en el restablecimiento del orden en Siberia Oriental”, dijo el ministro de Asuntos Exteriores japonés Goto Shinpei a los estadounidenses en julio de 1918.
Los primeros soldados japoneses desembarcaron en el puerto de Vladivostok el 5 de abril de 1918. Eran dos compañías de marinos de la escuadra del vicealmirante Hiroharu Kato. La operación fue motivada por el asesinato de dos súbditos japoneses cometido en la ciudad el día anterior. Al no encontrar resistencia, los japoneses tomaron rápidamente el control del puerto y del centro de Vladivostok. “El golpe imperialista desde el Este, largamente preparado, ha tenido lugar (reaccionó el gobierno soviético el mismo día). Los imperialistas japoneses quieren estrangular la revolución soviética, aislar a Rusia del Océano Pacífico, apoderarse de las ricas extensiones de Siberia, esclavizar a los obreros y campesinos siberianos.”
“La Guerra Mundial dio a Japón un regalo inesperado: un tesoro intacto: Siberia. Los japoneses... deben dominar el tesoro que es Siberia... Hacerla parte de Japón (no en el sentido de invasión, sino en el económico) depende de la habilidad de los japoneses”, escribió I. Rokuro, editor de Narodnaia Gazeta. Tokio estaba debatiendo cómo expandirse hacia el Lejano Oriente ruso. Una de las opciones más aceptables que se barajaban era la de expulsar a los “extremistas”, como se llamaba a los bolcheviques, de la región, apoyar a las fuerzas políticas locales “moderadas” y facilitar la aparición de un estado tapón ruso bajo la tutela de Japón, una “Siberia independiente”, como decía el diplomático Ichiro Motono. Se señalaba que había que actuar con cuidado, sin agredir abiertamente, vigilando la reacción de las potencias occidentales y evitando el surgimiento de un movimiento popular de liberación.
En octubre de 1918, las tropas japonesas en el Lejano Oriente ruso contaban con más de 72.000 efectivos (a modo de comparación, la Fuerza Expedicionaria de Siberia de Estados Unidos contaba con sólo 9.000 militares). Parte del ferrocarril transiberiano, grandes zonas de Primorie y la región del Amur cayeron bajo su control. Hubo guarniciones japonesas incluso al este del lago Baikal. Los ricos recursos naturales de la región, como la madera, el carbón y las enormes capturas de salmón y arenque, comenzaron a exportarse a Japón de forma masiva.
Los dirigentes japoneses prefirieron apostar por atamanes cosacos tan revoltosos como Grigori Semionov e Iván Kalmikov. Estas figuras del movimiento blanco recibieron financiación, armas y, si era necesario, apoyo directo de las tropas japonesas. Al mismo tiempo, las relaciones de Japón con el líder reconocido de los blancos, el “Gobernante Supremo de Rusia”, el almirante Alexánder Kolchak, eran tensas. En Tokio se pensaba que era un “hombre de Washington” y que podía perjudicar los intereses del País del Sol Naciente. “Japón no está interesado en la rápida restauración de una Rusia unida y fuerte. Al igual que sus actividades en China, aquí también se esforzará por prolongar la Guerra Civil hasta el completo agotamiento de Rusia con el fin de crear condiciones más favorables para su explotación de un país agotado”, escribió el jefe del gobierno de Kolchak, Piotr Vologodski, en febrero de 1919.
A diferencia de los demás intervencionistas, los japoneses tomaron parte activa en los enfrentamientos con los partisanos rojos locales. Estos últimos tenían un pacto tácito de no agresión con los estadounidenses, pero con los japoneses libraron feroces y sangrientas batallas, cada una de las cuales se cobró decenas, si no cientos, de vidas en ambos bandos. Según diversas estimaciones, durante los años de intervención, el Ejército Imperial perdió hasta 3.000 soldados y oficiales muertos.
Cualquier desobediencia por parte de la población local fue brutalmente reprimida y castigada: se quemaron pueblos enteros y se organizaron ejecuciones ejemplarizantes. Un oficial estadounidense fue testigo de una acción punitiva japonesa en la estación de tren de Sviagino en julio de 1919: “Cinco rusos fueron conducidos a fosas que habían sido cavadas en las cercanías de la estación de tren, se les vendaron los ojos y se les ordenó arrodillarse al borde de las zanjas con las manos atadas a la espalda. Dos oficiales japoneses, tras quitarse los abrigos y sacar sus sables, comenzaron a agredir a las víctimas, golpeándolas detrás del cuello, y cuando cada una de ellas cayó en la tumba, de tres a cinco soldados japoneses las remataron con bayonetas, chillando de alegría. Dos resultaron inmediatamente decapitados por los golpes de sable, pero los otros aparentemente seguían vivos, ya que la tierra arrojada sobre ellos se movía.”
Al mismo tiempo, los japoneses salvaron a más de 900 huérfanos de las familias de los polacos que habían sido exiliados a Siberia en la época zarista. Los niños, cuyos padres habían perecido en el crisol de la Guerra Civil, fueron llevados a Japón y luego transportados a su patria histórica. Además, los japoneses ayudaron a la Cruz Roja estadounidense a evacuar de la zona de guerra a casi 800 niños rusos que habían sido llevados al este del país desde Petrogrado (San Petersburgo) en 1918. Allí se estaban recuperando después de una hambruna sufrida en la ciudad en invierno, cuando, como consecuencia de un repentino estallido de la guerra, quedaron aislados de su hogar. Sólo tres años después consiguieron, tras dar la vuelta al mundo, volver con sus padres.
Si el final de la Primera Guerra Mundial en noviembre de 1918 planteó un gran interrogante sobre la conveniencia de que los contingentes militares extranjeros permanecieran en el territorio de Rusia, la derrota de los ejércitos blancos de Kolchak y Denikin en el verano y el otoño de 1919 hizo que esta estancia fuera simplemente inútil. Washington, Londres y París comenzaron a retirar gradualmente sus tropas, mientras que Tokio, por el contrario, empezó a aumentar su presencia militar en la región. A principios de 1920, el número de soldados japoneses en Rusia superaba las 100.000 personas.
Tras la derrota del movimiento blanco en el este de Rusia, el Ejército Rojo entró en contacto directo con las tropas japonesas. Sin embargo, como en ese momento el gobierno soviético no estaba preparado para una guerra abierta a gran escala con Japón, en febrero de 1920 Lenin propuso la creación de un estado democrático tapón en el este del país. Los japoneses, agotados por las constantes escaramuzas con las guerrillas locales y que necesitaban un respiro, encontraron la propuesta bastante aceptable. Además, Tokio esperaba convertir la República del Lejano Oriente (DVR, del ruso Дальневосточная республика), creada el 6 de abril, en su protectorado.
Estas esperanzas no estaban destinadas a hacerse realidad. La DVR estaba casi completamente controlada por Moscú, mientras su Ejército Revolucionario Popular acababa con éxito con las fuerzas de la Guardia Blanca en el Extremo Oriente. Al mismo tiempo, los gobiernos títeres creados en los territorios rusos controlados por Japón resultaron ser inviables. Además, Tokio se vio sometido a una fuerte presión diplomática por parte de Estados Unidos, que no quería ver cómo su rival geopolítico del Pacífico reforzaba sus posiciones.
Al final, el País del Sol Naciente empezó a perder terreno gradualmente en el Extremo Oriente ruso. Los últimos soldados japoneses abandonaron Vladivostok el 25 de octubre de 1922, y ya en noviembre la República del Extremo Oriente pasó a formar parte de la Rusia soviética. Los japoneses sólo conservaron el control del norte de Sajalín, pero en 1925, tras largas y difíciles negociaciones con la Unión Soviética, se vieron obligados a renunciar también a este territorio.