La intervención de las potencias de la Entente en Rusia al final de la Primera Guerra Mundial no tuvo nada que ver con el miedo y el odio al comunismo (aunque ciertamente existían tales sentimientos). La razón principal fue la política de los bolcheviques, que acababan de llegar al poder y estaban decididos a sacar a Rusia de la guerra contra las Potencias Centrales.
Londres y París estaban horrorizados ante la perspectiva de una tregua por separado entre la Rusia soviética y Alemania que liberaría a cientos de miles de soldados del Káiser para su despliegue en el Frente Occidental. La mejor manera de evitar tal escenario, creían, era apoyando a las llamadas fuerzas blancas, que surgieron en oposición al poder bolchevique en el naciente conflicto civil. La mayoría de los líderes del movimiento blanco estaban dispuestos a luchar contra los alemanes hasta el amargo pero victorioso final, lo que convenía a británicos y franceses.
El 23 de diciembre de 1917, Gran Bretaña y Francia firmaron un acuerdo de intervención conjunta en la Rusia soviética y su división en esferas de influencia. Los primeros soldados británicos desembarcaron en los puertos del norte de Rusia en la primavera de 1918, inmediatamente después de la conclusión de un tratado de paz entre los alemanes y los bolcheviques en Brest-Litovsk el 3 de marzo. Las tropas de Su Majestad Jorge V también hicieron incursiones en el sur del país, en el Transcáucaso, en Asia Central y en el Extremo Oriente. “Imaginaba una entrada gloriosa en la capital rusa, donde rescataríamos a las Grandes Duquesas de la revolución”, escribió más tarde un mayor británico.
Los líderes británicos, sin embargo, no tenían planes para una participación a gran escala en lo que se convirtió en la Guerra Civil rusa. Su intención era apoyar a sus aliados blancos, pero con el menor derramamiento de sangre posible por su parte. La ambigüedad de la misión dio lugar a malentendidos entre las tropas. Bob Vincent, del Real Regimiento de Yorkshire, que sirvió durante todo un año en el sur del país, recordó que “nunca conoció realmente a ningún ruso ni tenía idea de por qué [estaba] allí.”
Los intervencionistas se dedicaron principalmente a organizar y entrenar formaciones antibolcheviques. En el norte, por ejemplo, ayudaron a crear las legiones de Carelia, de los aliados eslavo-británicos y de Múrmansk, esta última formada por soldados del Ejército Rojo capturados. En el sur de Rusia, los oficiales británicos proporcionaron entrenamiento de artillería y tanques. Los británicos también sirvieron entre el personal del “Gobernante Supremo de Rusia”, el almirante Kolchak, en Siberia.
Una gran ventaja para los ejércitos blancos fue el suministro de armas y municiones desde Londres. Sólo las Fuerzas Armadas del Sur de Rusia (AFSR), bajo el mando del general Antón Denikin, recibieron equipo suficiente para casi medio millón de soldados (aunque sus tropas no superaron los 300.000), así como 1.200 piezas de artillería, 6.100 ametralladoras, 200.000 fusiles, 74 tanques y mucho más.
Sin embargo, los intervencionistas británicos y el Ejército Rojo se enfrentaron periódicamente. El 9 de octubre de 1918, los primeros capturaron la estación de Dushak, en el actual Turkmenistán, desalojando a la guarnición soviética. Durante cuatro días de noviembre de ese mismo año, las tropas británicas, canadienses y estadounidenses se defendieron con éxito en el pueblo de Tulgas, en el norte de Rusia, contra los rojos, perdiendo más de 30 hombres en el proceso. Luego, en el verano de 1919, tripulaciones de tanques y pilotos británicos participaron en el asalto a Tsaritsin (Stalingrado).
A finales de 1918, los objetivos originales de la intervención se habían vuelto irrelevantes. Los temores de Londres sobre una paz soviético-alemana y el traslado de las tropas del Káiser a Occidente no se habían materializado: los alemanes estaban demasiado empantanados en las ruinas del antiguo Imperio ruso y no podían aprovechar la oportunidad que se les presentaba. La conclusión del armisticio en Le Francport, cerca de Compiègne, el 11 de noviembre de 1918, que supuso la rendición incondicional de Alemania, planteó dudas sobre la utilidad de que los soldados británicos lucharan y murieran en la fría y lejana Rusia. “[Es] simplemente escandaloso... estar luchando ahora y en tales condiciones cuando hay paz en otros frentes”, escribió un ingeniero militar británico.
El único propósito de continuar la intervención parecía ser ahora la lucha contra el bolchevismo, lo que provocó un creciente descontento en la sociedad británica. En enero de 1919, los socialistas británicos lanzaron una campaña a gran escala bajo el lema “¡Las manos fuera de Rusia!”. Al mismo tiempo, un titular del periódico The Daily Expresstronaba: “Las llanuras heladas de Europa del Este no valen ni los huesos de un solo granadero”.
El principal defensor dentro del gobierno británico en la continuación con la intervención fue el ministro de guerra ardientemente anticomunista, Winston Churchill, que declaró que el bolchevismo no era “un pensamiento político sino una enfermedad”. La prensa describió abiertamente la participación británica en los asuntos rusos como “la guerra privada del señor Churchill”, pero incluso él se vio impotente cuando, en el otoño de 1919, la AFSR fue derrotada en Moscú y las esperanzas blancas de victoria en la Guerra Civil se derritieron como un copo de nieve.
Las tropas británicas, al igual que las de las demás potencias de la Entente, se retiraron gradualmente de Rusia. Aunque Londres no reconoció oficialmente a la URSS hasta 1924, ya en noviembre de 1920 el primer ministro David Lloyd George había iniciado conversaciones secretas con el gobierno soviético con vistas a reanudar las relaciones comerciales, sabiendo quiénes eran realmente los gobernantes de facto del país.
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