Nadie sabe exactamente cómo murió el líder afgano Hafizullah Amín. Algunos afirman que se suicidó, otros dicen que un oficial afgano lo mató. Pero una cosa está clara: ocurrió la noche en que las Fuerzas Especiales soviéticas irrumpieron en su bien custodiado bastión residencial, el palacio Tajbeg, el 27 de diciembre de 1979.
Fue la primera señal importante de la participación soviética en la guerra civil de Afganistán. Entre el 25 y el 27 de diciembre, los batallones soviéticos se trasladaron al país, tomando el control de Kabul, la capital, e iniciando lo que se convertiría en una campaña militar que duró diez años. Lo que se suele olvidar es que no fue una invasión. Amín le pidió a Brézhnev, hasta en 19 ocasiones, que enviara las tropas. Las razones son complejas.
Victoria no deseada
Paradójicamente, cuando el Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA), que era prosoviético, se hizo con el poder tras un golpe de Estado (la revolución Saur de abril de 1978), los jefes del Partido en Moscú no estaban contentos. “Antes la política soviética tenía como objetivo mantener la neutralidad de Afganistán”, explica la historiadora Nikita Mendkóvich.
La Guerra Fría estaba en su apogeo y un Afganistán neutral parecía como un buen parapeto entre las repúblicas centroasiáticas de la URSS y varios Estados adversarios: Pakistán, Irán y China. Después de que el PDRA tomara el poder, todos estos Estados y Occidente percibieron el comunismo como una amenaza que se extendía hacia el sur, hacia Oriente Medio, rico en petróleo. Actuaron en consecuencia: apoyaron a la oposición, incluidos los rebeldes islamistas armados.
Los socialistas se enfangan
Nur Muhammad Taraki, el primer jefe de Estado del PDRA, no logró encontrar un lenguaje común con su pueblo. Taraki, un izquierdista de línea dura, comenzó una serie de reformas sociales y económicas, entre ellas la división de la tierra entre los campesinos (lo que enfureció a los agricultores más ricos), abolió la shariah (ley islámica) y envió a las niñas a la escuela (enfadando a los islamistas más radicales).
“Ven a visitarnos en un año y encontrarás nuestras mezquitas vacías”, dijo Taraki al funcionario del KGB, Vladímir Kriuchkov, en julio de 1978. Se jactó de que Afganistán, un país rural y pobre, igualaría los logros soviéticos en educación y medicina gratuitas, alfabetización universal e industria pesada. Los acontecimientos demostraron lo contrario: al año siguiente las mezquitas seguían llenas, el país estaba destrozado por la guerra civil y Taraki estaba muerto.
Pero no fueron los rebeldes los que consiguieron derrocarlo sino su mano derecha, el ministro de Defensa, Hafizullah Amín. El 16 de septiembre de 1979 consiguió apartarlo del poder y más tarde sus hombres lo asfixiaron con una almohada. Tomaron el control del Partido y Amín continuó la guerra contra los islamistas (conocidos en Occidente como los muyahidines) y mantuvo buenas relaciones con la URSS. O eso pensaba él.
Invadir o no invadir
Apenas un par de meses antes de entrar en Afganistán, el Politburó soviético descartó resueltamente la medida. “La única manera de garantizar que la revolución afgana no fracase es enviando tropas, pero no podemos hacerlo. El riesgo es demasiado alto”, afirmó Yuri Andrópov, jefe del KGB y futuro líder soviético, en marzo de 1979 durante las conversaciones sobre la primera de las 19 solicitudes de Taraki, y posteriormente de Amín, para desplegar fuerzas militares soviéticas al país.
La posición de Andrópov obtuvo un apoyo unánime, a pesar de que Taraki y Amín insistieron en que sin la ayuda soviética el país se perdería ante los islamistas, que tenían el apoyo de muchos ciudadanos y gozaban de ayudas financieras extranjero procedentes de EE UU, China, Irán y Pakistán (que también suministraba combatientes). Moscú decidió defender al Gobierno afgano y envió apoyo militar –armas e instructores– pero no tropas, y así lo hizo entre marzo y diciembre de 1979.
Tratando de no perder
¿Qué hizo que el Politburó cambiara de opinión? La geopolítica: Brézhnev y sus colegas tenían miedo de “perder” Afganistán. A finales de 1979, una coalición antigubernamental controlaba 18 de las 26 provincias afganas. Las fuerzas armadas del Gobierno estaban al borde de la desintegración y se temía que el país pudiera caer pronto bajo el control islamista. Afganistán era simplemente demasiado importante para dejarlo fracasar.
Brézhnev pensaba que si Afganistán caía bajo el control de los islamistas o las milicias afines a Occidente, supondría una clara amenaza para las repúblicas centroasiáticas de la URSS. En las zonas fronterizas de estas repúblicas, así como en Afganistán, vivían tayikos y uzbekos, que fácilmente podían pasar a las filas de los muyahidines. “Asia Central, con su herencia islámica, era considerada menos soviética, y la influencia extranjera era vista como una gran amenaza”, escribe Mendkóvich.
Si el Gobierno prosoviético de Afganistán perdía la lucha contra los islamistas, existía el riesgo de que allí aparecieran bases militares chinas o estadounidenses, lo que supondría una amenaza para múltiples lugares estratégicos. El Politburó llegó a la conclusión de que la acción militar era el menor de los dos males. El principal organismo soviético también decidió deshacerse de Amín, sospechando que si estaba bajo presión podría llegar a ponerse del lado de los estadounidenses.
Una trampa
La presencia soviética en Afganistán duró hasta febrero de 1989 y, según fuentes oficiales, se llevó por delante 15.000 vidas soviéticas (y al menos 640.000 afganos), y no logró sus objetivos: el Gobierno prosoviético cayó a pocos meses de la retirada. La incursión supuso un desastre internacional a nivel de relaciones públicas, y dañó el delicado equilibrio que existía durante la Guerra Fría entre la URSS y EE UU. Solo sirvió para tensar las relaciones entre las superpotencias.
La participación soviética en Afganistán aceleró el colapso de la URSS. “La guerra afgana deterioró la posición económica de la URSS y torpedeó la unidad social soviética. El creciente número de víctimas provocó descontento en el país”, escribe el politólogo Alexéi Bogatúrov en su libro Historia de las relaciones internacionales, 1945-2008.
EE UU maniobró para que la URSS interviniera en Afganistán, lo que supuso una jugada maestra. “No presionamos a los rusos para que intervinieran, pero a sabiendas aumentamos la probabilidad de que lo hicieran”, dijo Zbigniew Brzezinski, asesor de seguridad nacional del presidente Jimmy Carter entre 1977 y 1991, en una entrevista con Le Nouvel Observateur.
El día que los soviéticos cruzaron oficialmente la frontera, le escribí al presidente Carter: “Ahora tenemos la oportunidad de darle a la URSS su guerra de Vietnam”. De hecho, durante casi diez años, Moscú se metió en una guerra insostenible, en un conflicto que provocó la desmoralización y finalmente la desintegración del Imperio soviético”, dijo Brzezinski.
El 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos se enfrentó cara a cara con los peligros letales del islamismo, que ellos mismos habían financiado y apoyado en el propio Afganistán. Pero eso es otra historia.
El síndrome de Chechenia y Afganistán, en imágenes.