Esta estadounidense vive en San Petersburgo desde hace 30 años

Archivo personal
Jessica Mroz viajó por primera vez a Rusia en 1994 para pasar tres semanas en el país. Luego volvió para quedarse durante un año en el país eslavo. Y fuese a donde fuese, echaba de menos San Petersburgo, que se ha convertido en su ciudad de residencia.

El romance de Jessica con San Petersburgo comenzó hace 30 años. Sin embargo, desde hace tres años vive fuera de la ciudad, en una casa de campo.

Ha vinculado su vida a la lengua rusa y a las traducciones. Trabaja en la televisión rusa en inglés como locutora, pone voz a dibujos animados educativos o mensajes en contestadores automáticos, canta en grupos internacionales en bares. También traduce libros y catálogos al inglés para el Museo Ruso.

¿Por qué Rusia?

Jessica (arriba a la izquierda) con sus hermanas, 1996.

Jessica es natural de Filadelfia. Llegó a Rusia en 1994, cuando tenía 16 años. Siempre había querido viajar y encontró una organización que podía pagar un viaje al extranjero a una niña de familia pobre.

Jessica presentó su solicitud y se sorprendió al saber que viajaría a Rusia.

Recuerda bien sus primeras impresiones. En Rusia todo era desconocido, todo era diferente. En aquella época, por ejemplo, no había anuncios de neón en las calles de San Petersburgo. Y la gente no sabía que existían las toallas de papel.

En su primera visita, la estadounidense pasó tres semanas en Rusia. Estuvo aprendiendo algo del idioma y vivió con un grupo internacional formado por 15 extranjeros y 15 rusos. Le gustó mucho.

Volvió y se quedó un año más

En un concierto de Yegor Létov con amigos, a finales de los 90.

Jessica regresó a Rusia muy poco después de cumplir los 18 años. Sus padres estaban preocupados, pero dejaron que su hija cruzara el océano. Y la chica se quedó en Rusia todo un año.

Eran los años 90, una época difícil. “Entiendo que los rusos vivían entonces muy mal, sufrían, pero todo me resultaba muy interesante en este mundo nuevo para mí. Estaba explorando Rusia”.

La estadounidense llevaba consigo unos 2.000 dólares para todo el año. Y fue suficiente para ella. Por 100 dólares Jessica alquiló un piso, y con el resto comió patatas y pan. A veces se permitía kétchup.

Durante aquel periodo, la joven norteamericana se acostumbró a su nuevo mundo. Leía libros, diccionarios. Paseaba por las calles, viajaba en tranvía, escuchaba música, aprendía nuevas palabras.

A menudo venían amigos rusos a visitarla, porque tenía un piso para ella y, en cambios, ellos vivían con sus padres.

“En San Petersburgo me resultaba más interesante comunicarme con mis compañeros: aquí incluso gente muy joven hablaba de filosofía, literatura, tocaba temas profundos de la vida. En Estados Unidos, esto se considera algo personal: una pregunta sobre Dios, por ejemplo. No puedes hacer una pregunta de este tipo a un desconocido, a no ser que ya os hayáis conocido bien”.

Descubrir su amor por Rusia

La americana de San Petersburgo.

Tras pasar un año en Rusia, Jessica voló a Estados Unidos y se matriculó en el Departamento de Relaciones Internacionales de la Universidad de Washington. Muchos de sus compañeros consiguieron trabajos de prestigio inmediatamente después de graduarse: en el Ministerio de Asuntos Exteriores o en Wall Street.

Pero a Jessica no le interesaba. Su alma estaba en Rusia. Sus amigos americanos no la entendían.

“Un día me di cuenta de que echaba de menos Píter [así los rusos llaman San Petersburgo de forma cariñosa - RB]. Ocurrió en vacaciones, llevaba mucho tiempo viviendo aquí y todo me iba bien. Me fui de vacaciones a la India. Estaba tumbada junto al océano, hacía un tiempo estupendo, brillaba el sol, ¡y añoraba la lluvia de San Petersburgo, la grisura, los canales!”.

Un enfoque diferente de la crianza y la educación

Jessica con su marido Pável y su hija Mila.

Su hija Mila tiene ahora 21 años. Antes de dar a luz, Jessica regresó a Estados Unidos para estar más cerca de su madre. Pero cuando la hija creció, volvieron a San Petersburgo.

“Fue mi elección consciente: quería que mi hija comiera comida de verdad, que tuviera una buena escuela. No digo que en Estados Unidos todas las escuelas sean malas, ni mucho menos. Pero donde vivíamos, la escuela fracasaba”.

La estadounidense percibió la diferencia en la educación de los niños en su país y en Rusia. “Aquí, por ejemplo, una abuela desconocida podía acercarse a mí por la calle y decirme: ‘¡Veterok! Pónle un gorro a tu hijo, si no enfermará y morirá”.

Otra sorpresa fueron las reuniones de padres y profesores en la escuela. En Estados Unidos, el profesor habla con el padre uno a uno, pero en Rusia, delante de todos los padres, el profesor puede reprender al niño: “¡Ivanov ha hecho esto y lo otro!”.

La hija de Jessica tiene pasaporte estadounidense, pero ella también se ha quedado a vivir en Rusia.

Cómo la lengua rusa puede cambiar a una persona

Cantando en un bar.

Jessica aprendió ruso con sus amigos, entre otras cosas con las canciones de Víktor Tsói y su grupo Kinó. “Cuando se acababa el casete, le daba la vuelta y lo ponía otra vez. Tsói es bonito precisamente porque tiene palabras sencillas dobladas en frases cortas: incluso sin entenderlo del todo, puedes adivinar de qué va”.

Jessica admitió que cuando habla inglés y ruso, son dos personas distintas. Hablando en ruso, se ponía menos nerviosa.

“Soy introvertida por naturaleza, me cuesta encontrar contacto con la gente. En Estados Unidos podía permitirme reducir al mínimo el contacto con extraños, pero aquí me encontraba constantemente en situaciones en las que tenía que comunicarme. Tuve que superar mis miedos.

Por ejemplo, cuando aún no había supermercados en Rusia, no podías coger un producto y pagar en silencio. Tenías que acercarte al dependiente y decirle: ‘Deme medio kilo de macarrones, por favor’.

“Si no, no comes. No tenía elección”, ríe Jessica.

En Rusia, a la chica le encantaba cada pequeña victoria. Que ya podía encontrar ella misma una dirección en un barrio residencial donde todas las casas son como gemelas; que podía ir ella misma a la oficina de correos y recibir un paquete.

“Y cuando hoy los visitantes de la ciudad me piden que les ayude a encontrar una dirección, sonrío por dentro: ¡ajá, ni siquiera se dan cuenta de que no soy una chica de San Petersburgo, sino una americana!”.

Sobre la vida en el campo ruso

En 2022, Jessica decidió trasladarse al campo.

“La vida en la ciudad no está cambiando a mejor: hay cámaras por todas partes, incluso los productos se pueden pagar con la cara. La gente va con la cabeza gacha, mirando sin parar sus aparatos electrónicos, perdiendo el contacto con el mundo real. En nuestro pueblo viven 30 personas en invierno y cien en verano. Caminas por la calle, saludas, te paras a hablar, todo es más humano”.

Jessica encontró una verdadera casa de pueblo y se mudó allí, y pronto una amiga rusa también se instaló en esta casa. Ahora tienen una granja conjunta: dos vacas, dos toros, seis cabras, diez gallinas y un gallo.

La estadounidense admite que cuando estás en la ciudad en un piso calentito todo el día sentada delante de un ordenador, tarde o temprano piensas: ¿de verdad vivo para esto? Pero en el campo, esos pensamientos no surgen: no hay tiempo.

Jessica junto a un vecino en el campo.

“Hay que apilar leña, traer agua, cocinar la comida. El tiempo adquiere un valor diferente, y ahora no lo mido por lo que puedo ganar en una hora”.

Jessica dice que los años en Rusia la han cambiado definitivamente. “Puedo ver las cosas con mucha más amplitud que otras personas. Al fin y al cabo, conozco la vida tanto allí como aquí, así que soy capaz de ver el doble”.

La entrevista completa está publicada en ruso en el sitio web de la revista Nátsiya.

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