Revelación inesperada en San Petersburgo

Palacio de Catalina en Tsárskoie Seló.

Palacio de Catalina en Tsárskoie Seló.

Global Look Press
La autora, argentina de origen ruso, explica una vivencia transformadora en la capital cultural de Rusia. Su experiencia nos ha parecido inspiradora y queremos compartirla con todo el mundo.

Último día en la asombrosa ciudad de San Petersburgo. Llueve intensamente. Lara y yo nos acurrucamos bajo el paraguas. Hoy nos toca visitar Tsárskoie Seló, el palacio de Catalina, ubicado a una hora de viaje de la Venecia del Norte.

Traté de tomar nota de todas las frases textuales de la guía durante el camino. Ninguna de sus palabras sobraba. Todo sonaba jugoso, imprescindible. Lara dormía profundamente. Pedro el Grande decidió fundar esta ciudad sobre el Báltico en 1703, y desde entonces ha sido capital del imperio, testigo de la Primera Guerra Mundial, de la Revolución, de la Segunda Guerra Mundial, y de todo lo que vino después y de lo que pasa hoy. Atravesar la avenida Moskovski es como andar sobre una recta histórica que resume cientos de años en sólo diez kilómetros.

Palacio de Catalina, Tsárskoie Seló.

Llegamos hasta nuestro destino empapadas de la vida de Catalina II, personaje imperdible donde los haya, y de la biografía del poeta ruso más ruso de todos: Alexánder Pushkin. Descendimos con hambre de verlo todo, pero la guía nos advirtió de que debido a la enorme cantidad de grupos y turistas que recibe el palacio, debíamos respetar el horario que se nos había asignado, por lo que nos recomendó que entráramos a una de las tantas tiendas de suvenires y cafés que se encuentran a metros de la entrada principal.

Obedecimos. El local estaba lleno de gente que buscaba resguardarse de la lluvia. La mayoría buscaba tomar algo, pero Lara y yo seguimos explorando los pasillos hasta dar con un ambiente de dimensiones generosas colmado de estantes. Sobre ellos desfilaban con alegre quietud, cientos de matrioshkas.

Caminé un buen rato, a paso lento, con Lara zumbando palabras sobre aquellas que deseaba adquirir imperiosamente. Estábamos solas. Me detuve frente a uno de los estantes y divisé una a media altura, de ojos amables, desprovista de dorados y rojos. Su vestimenta era ejemplo de austeridad.

La tomé.

No sentí una atracción enérgica, ni especial, no percibí ningún cambio en mi cuerpo. Mi corazón latía al ritmo habitual. Ninguna fuerza superpoderosa me condujo hasta su repisa. Insisto, ni siquiera estábamos allí por elección, sino por indicación de la guía. Mis ojos estaban mareados ante tanto estímulo visual. Me acerqué a ella sólo con la idea de entrar en contacto con una más del montón. Había muñecas de diversos tamaños e innumerables colores. Todas frente a mí, sonriéndome, luciendo lustrosas sus figuras redondeadas.

Yo sólo tomé esa.

El objeto en cuestión, alegre y decorativo, símbolo de la maternidad y la institución familiar, adquirió fama en una exhibición que tuvo lugar en París en 1900, pero nació en una de las cunas de la artesanía folclórica rusa, combinando inicialmente solo ocho piezas con diferentes figuras pintadas a mano, una dentro de otra. Las hay numerosísimas, variadas, que combinan estrellas de fútbol, deportistas, figuras políticas, animales, todo vale. Sus diseños varían según las regiones rusas donde se fabrican. Cada estilo refleja la identidad de su origen.

De aspecto más sobrio, desprovisto de ribetes, llano y liso, la matrioshka que había calzado como un guante en la palma de mi mano hizo que una de las vendedoras se acercara para asistirnos.

Lo usual. Pregunté el costo y cantidad de piezas. La conversión de rublos a pesos se notó en mi cara y la vendedora recurrió a su astucia: ¿sabe usted que la que ha elegido es una réplica exacta de la primera matrioshka rusa, verdad?

‘Matrioshka’ de Maliutin.

Inmediatamente después, mi cuerpo reaccionó de modo indescriptible. Las células se estremecieron. Se me secó la garganta. Oí la voz en off de la vendedora, a lo lejos, constelando los hechos. Traté de registrar cada palabra, afinando mis sentidos a pesar de sentirme como suspendida. El piso se debió de hundir o yo debía haber levitado. Los ojos se me inundaron. La piel se me erizó. “¿Mamá qué te pasa?”- repetía Lara. Yo sin habla, respirando raro, saboreando muda el guiño del destino. Hoy sé que esa mañana lluviosa mi corazón tropezó. Hubo un paréntesis en el tiempo, un suceso inexplicable.

“¿Cómo sabes que así era la primera matrioshka?”- atiné a balbucear.

La historia dice que a fines del 1800, Elizaveta Grigórievna Mámontova, esposa del mecenas y empresario, Savva Mámontov, trajo una muñequita Fukurama de Japón a Abrámtsevo, una villa de artistas en las afueras de Moscú donde había fundado un taller de carpintería. Allí Serguéi Maliutin se inspiró en ella para crear la primera matrioshka que era de estos exactos mismos colores y la principal, y más grande de ellas, tenía una gallina entre los brazos.

Mis ojos se posaron sobre la gallina que yo tenía entre mis dedos. “Pero si a mí ni siquiera me gustan las gallinas”, pensé. Lo cierto es que la expresión de su cara era hermosa y la ausencia de firuletes era notoria. Inclusive creí que la elección habrá tenido algo que ver con mi afición a River Plate.

Esperé hasta el final. Natalia terminó su relato y a continuación me trajo un libro, donde pude corroborar la información que me había brindado con tanto énfasis. Fue la mejor estrategia de venta que había oído jamás. Me sinceré con ella. Le conté que éramos descendientes de aquellos Mámontov y que a pesar de conocer la historia de la matrioshka, no estábamos al tanto del diseño, cantidad y significado del primer ejemplar. Sentí la inmediatez de su empatía. Compartió mi emoción ante la espontaneidad de semejante revelación.

Había llegado la hora de ingresar al palacio. Lo cierto es que ni la Cámara de Ámbar, ni los extraordinarios trabajos de restauración lograron conmoverme tanto como lo que había vivido en la tienda.

Kira Mámontova (a la drcha) y su hija Lara (en el centro) en una tienda de suvenires en Tsárskoie Seló.

La visita terminó y la guía pidió encontrarnos en el mismo local antes de subir juntos al bus. Esta vez, nos dirigimos directo al café. Natalia se nos acercó y nos preguntó si podíamos sacarnos una foto con la matrioshka. Accedimos sin dudarlo y aproveché para preguntarle si podía usar su nombre y la foto para narrar lo acontecido.

El bus nos llevó de vuelta puntualmente. Iván, mi hermano, nos esperaba para ir al Hermitage. Otro broche de oro para semejante jornada. Siento que San Petersburgo no nos despidió, sino que nos dio la bienvenida aquel último día.

Hoy observo la ironía de que muchas veces la continuidad de la vida yace en los objetos que nos rodean, tan superficiales en apariencia, meros elementos carentes de vitalidad y, al mismo tiempo, tan llenos de colores que pintan su/mi historia.

www.kiramamontova.blogspot.com

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