Esto es lo que Truman Capote vio tras el Telón de Acero

Cultura
VALERIA PAIKOVA
El épico viaje de Truman Capote a la URSS inspiró al futuro autor de ‘Desayuno con diamantes’ a escribir un mordaz relato de sus experiencias durante los días de la Guerra Fría. Medio fascinado, medio aterrorizado, Capote volvió a Moscú dos veces en los años 50 y empezó a escribir un ensayo sobre los “hijos de la revolución rusa”.

Parecía un chiste. En diciembre de 1955, en plena Guerra Fría, un grupo de artistas afroamericanos llegó a la Unión Soviética para ofrecer la primera representación de la ópera popular de George Gershwin "Porgy y Bess" en Leningrado (actual San Petersburgo) y Moscú.

Fue una aventura increíble. Acudieron unas cien personas, entre ellas el director, el equipo, el reparto, sus hijos, amigos, perros y secretarias. El joven y prometedor escritor Truman Capote, autor de Otras voces, otros ámbitos, formaba parte del grupo de periodistas que acudió a cubrir el histórico evento. Su informe sobre el primer viaje que realizó tras el Telón de Acero apareció posteriormente en The New Yorker.

La visita de Capote a la URSS fue reveladora. Era la primera vez que una compañía de teatro estadounidense visitaba la Unión Soviética desde la Revolución Bolchevique de 1917. El estreno soviético de Porgy y Bess se produjo en un momento en el que la Guerra Fría no mostraba signos de disminuir. Nikolái Sávchenko, uno de los intérpretes soviéticos adscritos a la compañía por el Ministerio de Cultura del país, repetía una y otra vez el siguiente eslogan: “Cuando los cañones se oyen, las musas callan; cuando los cañones callan, las musas se oyen”. Así es como Capote obtuvo el título para su libro, Se oyen las musas. Bellamente escrito, estaba lleno de situaciones curiosas, a veces ridículas e inverosímiles.

El escritor de 31 años describió la Unión Soviética con el ojo de un relojero suizo para los detalles. En aquella época, la URSS se consideraba un país cerrado y peligroso del que nadie sabía mucho. Curioso y de mente abierta, Capote, que era abiertamente gay, describió lo que vio con genuino desconcierto y su característico sarcasmo.

Ópera arriesgada en la URSS

Porgy y Bess causó sensación en Leningrado y Moscú, y acaparó los titulares de la prensa de la URSS. Capote ofreció a los lectores una visión entre bastidores del equipo y sus relaciones. Los cantantes afroamericanos interpretaron todas las canciones famosas de la ópera de Gershwin, como Summertime, I've Got Plenty of Nothin y A Woman Is a Sometime Thing.

La sensual ópera dejó boquiabiertos a los funcionarios del Ministerio de Cultura soviético. Ya era demasiado tarde para preguntarse cómo era posible que una obra musical que giraba en torno a los afroamericanos (totalmente ajenos al pueblo soviético) y que tocaba el sexo, las drogas y la violencia se estrenara en la estricta y comunista URSS.

Primeras impresiones

Llegar a la Unión Soviética fue algo más que un choque cultural. La compañía de cantantes y bailarines de la Ópera Everyman se embarcó en el tren Blue Express en Berlín Oriental y viajó durante tres días y noches antes de llegar a la URSS en diciembre de 1955. Su aventura en el tren estuvo plagada de incomodidades y molestias durante el viaje de larga distancia en las literas de segunda clase. Qué sorpresa y qué decepción cuando, en lugar del estereotipado dúo “verdaderamente ruso” de vodka y caviar, a los pasajeros estadounidenses les ofrecieron chuletas de ternera y caldo.

En Leningrado, toda la compañía se registró en el emblemático hotel Astoria. No era exactamente lo que esperaban. “Algunos piensan que es el Ritz de toda Rusia. Pero sólo hace unas pocas concesiones a las ideas occidentales de un establecimiento de lujo. Una de ellas es una sala del vestíbulo que se anuncia como Instituto de Belleza, donde los huéspedes pueden hacerse la pedicura, la manicura y el peinado para la señora. El local, con su blancura moteada y sus dolorosos aditamentos, parece una clínica de caridad supervisada por enfermeras no demasiado higiénicas. También hay en la planta principal un trío de restaurantes, uno que lleva a otro, asuntos cavernosos, alegres como hangares de aviones”, escribió Capote. Sus ricas y crudas descripciones le habrían hecho ganar entre los lectores de reseñas de TripAdvisor.

“El cuarto de baño contiguo a la habitación del tercer piso que me asignaron tenía las paredes desconchadas de color azufre, un radiador frío y un inodoro roto que retumbaba como un arroyo de montaña. La propia bañera, de alrededor de 1900, estaba salpicada de manchas de óxido y el agua que salía de los grifos era marrón como el yodo, pero estaba caliente, emitía un vapor maravilloso...”

El crudo invierno ruso trajo consigo la necesidad de ropa de abrigo. Pero las listas de la compra quedaban en su mayoría vacías, debido a los exorbitantes tipos de cambio entre el dólar y el rublo. “Pero, hombre, ese helado cuesta casi un dólar por lametazo. ¿Y adivina lo que piden por un trocito de chocolate que no es tan grande como tu dedo del pie? Cinco cincuenta”, escribió Capote.

Al salir del hotel, el escritor, ávido de historias, se horrorizó cuando se encontró con varios hombres que golpeaban a un desconocido cerca de la catedral de San Isaac. "Cuatro hombres de negro tenían a un quinto hombre arrinconado contra la pared de la catedral. Lo golpeaban con los puños, con todo el peso de sus cuerpos, como jugadores de fútbol que practican con un muñeco. Una mujer, respetablemente vestida y con un libro de bolsillo metido bajo un brazo, se mantenía al margen como si esperara despreocupadamente mientras algunos amigos de los hombres terminaban una conversación de negocios. Salvo por el graznido de los cuervos, fue como un episodio de una película muda; nadie hizo ruido y cuando los cuatro atacantes abandonaron el agarre del hombre, que cayó y quedó tendido sobre la nieve, me miraron con indiferencia, luego se unieron a la mujer y se marcharon, todavía sin decir nada". ¿Podría ocurrir una escena similar en algún lugar de Estados Unidos, donde la delincuencia juvenil se disparó en los años cincuenta? Capote prefirió no establecer ningún paralelismo.

Visitó sin miedo restaurantes y bares en compañía de un tal Stefan Orlov, un tipo casado que hablaba inglés con fluidez y estaba enamorado de una rubia explosiva que formaba parte del grupo estadounidense. Orlov le enseñó a Capote la ciudad y se enfadó cuando el escritor no le siguió el ritmo a la hora de beber vodka. Entonces, Orlov llevó a Capote a un lugar cuyo ambiente sería apto para una novela de Chuck Palahniuk.

“Era como caer en el pozo de un oso. El calor corporal, el aliento a cerveza y el olor a piel húmeda de cien clientes que gruñían, se peleaban y se empujaban llenaban el luminoso café. De ocho o diez hombres se apiñaban alrededor de cada una de las doce mesas. Las únicas mujeres presentes eran tres camareras, todas ellas muchachas fornidas, anchas y altas, con caras redondas y planas como platos. Además de atender las mesas, hacían las veces de porteras. Con calma, de forma experta, con una extraña ausencia de rencor y con menos esfuerzo del que se necesita para bostezar, podían dejar sin sentido de un puñetazo a un hombre que las doblase en tamaño. ¡Y que el Señor ayude al hombre que se defenda! Si lo hacía, las tres chicas convergían sobre él, lo golpeaban hasta dejarlo de rodillas y luego, literalmente, limpiaban el suelo con él mientras arrastraban su cadáver hasta la puerta y lo arrojaban a las tinieblas de la noche”.

Capote pronto descubrió que le seguía por las calles de la ciudad un hombre con gafas oscuras en lo que parecía una escena de una película de espías. Tal vez, eso despertase la imaginación del escritor.

“Me di cuenta de que había un hombre que aparecía siempre entre los curiosos, pero que no parecía uno de ellos. Siempre se situaba en la retaguardia: un hombre fornido con la nariz torcida, enfundado en un abrigo negro y un gorro de Astracán, con la mitad de la cara oculta tras el tipo de gafas oscuras de pasta que llevan los esquiadores.”

La saga de Moscú

Tras las representaciones en Leningrado, Capote y la gigantesca tropa de actores de Porgy y Bess partieron hacia Moscú.

Allí conoció a un grupo de jóvenes nacidos, como solía decirse respecto a los “niños bien” con una cuchara de plata en la boca, principalmente "hijos de artistas, científicos y diplomáticos". Este encuentro tuvo un fuerte impacto en Capote. A finales de los años 50, empezó a escribir otro reportaje para The New Yorker. Se centró en la juventud dorada, a la que Capote describió a grandes rasgos como los “hijos e hijas de la revolución rusa”. Para recopilar material y conocer a la gente y dar cuerpo a su historia, Capote volvió a la URSS dos veces más, en 1958 y 1959. 

Como un periodista de investigación, reunió suficiente material para escribir una historia decente. El perfil de Capote sobre la élite moscovita se tituló inicialmente Una hija de la revolución rusa y puso el foco en la joven de 20 años que lideraba la élite moscovita. Capote había escrito unas 40 páginas cuando, en el verano de 1959, comunicó a William Shawn, editor de The New Yorker durante un tercio de siglo, que no podía terminar la historia.

Capote dijo que temía por la vida de los mencionados en su artículo. Podrían ser fácilmente identificados por la policía secreta soviética y enviados al exilio en Siberia, o incluso algo peor. ¿Qué podría ser peor que dejar a sus lectores sin un libro? Tal vez, Capote simplemente perdió el interés en resolver el rompecabezas soviético y encontró una noble excusa para seguir adelante. Su siguiente bestseller, A sangre fría, hizo furor en 1966. Era un relato real de los asesinatos de la familia Clutter en el Kansas de 1959.

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