Hasta hace pocas semanas había un consenso según el cual la guerra en Ucrania se había convertido en un "conflicto congelado". De modo que los políticos y los medios le dieron la espalda y apenas se hablaba ya de ello, a excepción de los informes de la OSCE desde las líneas de frente.
En poco tiempo la situación ha cambiado. Hay una explicación sencilla para ello. No es posible implementar el acuerdo de Minsk II, firmado en febrero de 2015, tal y como está actualmente y las partes son conscientes de ello. De modo que todos buscan estar bien colocados ante los intentos por encontrar una nueva resolución, que posiblemente tenga lugar el mes que viene.
Por parte de Rusia está bastante claro que el Kremlin desea una salida en la que se tenga en cuenta sus derecho a contar con una "esfera de influencia" en Ucrania y en otras antiguas repúblicas soviéticas que no son miembros de la OTAN. Con esto en mente, la retórica de Moscú trata de representar al gobierno de Kiev como incompetente, corrupto e incapaz de resolver los problemas del país.
Así la administración de Putin parece que insiste ante los países occidentales para que el acuerdo sea directamente con Rusia y no tenga en cuenta a las autoridades ucranianas.
La visión desde Kiev es totalmente diferente. Los mandatarios ucranianos temen que el apoyo exterior esté menguando. Se escuchan declaraciones desde países europeos para levantar las sanciones contra Rusia y para mejorar las relaciones con Moscú. También son conscientes del cuestionamiento existente de la política exterior estadounidense, sobre todo por parte del candidato republicano Donald Trump. El mayor miedo de Ucrania es que Occidente negocie con Rusia su influencia a cambio de cooperación en otros conflictos, como el de Siria. Si eso ocurriera, ellos deberían culparse a sí mismos por los constantes fracasos ocurridos desde 2014 para poner freno a la rampante corrupción en el país.
Los rebeldes de Este de Ucrania, que tienen el poder de facto en Donetsk y Lugansk, son la otra parte del conflicto. Su preocupación es que Moscú pueda dejar de apoyarlos si Kiev y Occidente reconocen la jurisdicción rusa en Crimea. Será difícil que estas regiones puedan reincorporarse a Ucrania, ya que el ejército es responsable de los bombardeos sobre la población a lo largo de los últimos dos años.
Para comprender por qué no es posible implementar Minsk II es necesario recordar las circunstancias en las que se firmó. El ejército ucraniano fue derrotado en Debáltsevo, pueblo estratégico de Donetsk, en febrero de 2015 y los mandatarios luchaban por conseguir un rápidamente un acuerdo para parar los combates. El presidente Poroshenko firmó desesperadamente un acuerdo que no iba a poder cumplir porque no tiene suficiente control sobre el parlamento como para aprobar la legislación necesaria. Prometió que la Rada aprobaría una resolución para permitir un "Orden temporal de autogobierno en los distritos particulares" de Donetsk y Lugansk lo que prepararía el escenario para la celebración de elecciones en los territorios disputados.
Diecisiete meses después Poroshenko apenas ha hecho nada porque el resultado podría ser el colapso de su propio gobierno. Además se suma el problema de que Minsk II incluye una amnistía para los crímenes ocurridos durante el periodo de guerra, algo que los influyentes grupos nacionalistas ucranianos simplemente no aceptarán.
Por otro lado, es posible que tanto los rebeldes como Moscú no estén de acuerdo con el noveno punto del acuerdo, según el cual el gobierno ucraniano debe retomar el control de la zona fronteriza con Rusia en toda la zona de conflicto. Sin embargo, esto no debe ocurrir hasta el día después de las elecciones, que parece que nunca van a celebrarse.
Poroshenko firmó un acuerdo que no puede cumplir. Tanto él como Rusia saben esto. Esto significa que la única esperanza de la administración ucraniana es hacer creer a los líderes extranjeros que Rusia es la responsable de los problemas en su país y que representa una amenaza inminente para Ucrania y para otros lugares de Europa.
En lo que respecta a Moscú, la actual bravata militar quizá sea una demostración de fuerza diseñada para mostrar a Occidente de lo que Rusia es capaz en caso de que se le presione. En cualquier caso, en un momento en el que Putin ha invertido grandes esfuerzos para restablecer las relaciones con Occidente, parecería incompresible que dilapidara su capital político apropiándose de una parte del territorio ucraniano.
Es más, el reciente despido del jefe de gabinete Serguéi Ivanov, sugiere que el Kremlin se toma en serio el restablecimiento de las relaciones. Ivanov era considerado como el "silovik" (político con experiencia en el ejército o en los servicios secretos) más importante dentro del gobierno y como un partidario de la línea dura en Ucrania. Mientras que su sucesor, Antón Vaino, es un antiguo diplomático de 44 años sin un expediente conocido en los servicios de seguridad. Esto sugiere que los "civiles" comienzan a ganar posiciones en Moscú.
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