Es un hecho cierto, aunque paradójico, que la intervención rusa ha contribuido a impulsar las negociaciones para una solución pacífica al conflicto sirio, tras más de cuatro años de guerra en los que ni el Gobierno ni los rebeldes habían logrado la victoria. La entrada de Rusia ha eliminado la posibilidad de que este lento desgaste acabe con el colapso del régimen, y por tanto crea incentivos para que los rebeldes terminen por aceptar un pacto.
Sin embargo, tampoco parece posible volver a la situación previa a los enfrentamientos. Moscú sigue oponiéndose a que Bashar al Asad sea derrocado por la fuerza, bien por grupos locales o por una intervención extranjera. Pero también acepta la necesidad de cambios políticos en Siria, cuyo presidente —deslegitimado a los ojos de muchos ciudadanos y aislado de la comunidad internacional— ya no puede garantizar la estabilidad y unidad del país.
La intervención rusa no busca proteger a al Asad a toda costa: de hecho, el plan de paz propuesto por Moscú aboga por un Gobierno de transición en el que estén representados tanto opositores moderados como algunos sectores del régimen, pero no el propio presidente.
Rusia ha conseguido así sentar a ambas partes a la mesa negociadora: los rebeldes, que saben que ya no pueden ganar la guerra, y el régimen, que no tiene otra opción por su dependencia del apoyo ruso.
No obstante, hay tres obstáculos considerables que hacen difícil cualquier acuerdo.
En primer lugar, definir qué grupos moderados del bando rebelde podrían ser considerados interlocutores legítimos y parte de un futuro gobierno: en este aspecto, las visiones de Occidente y Rusia siguen estando muy alejadas. En segundo lugar, los grupos yihadistas que luchan junto a los insurgentes no serán parte en ningún caso de este diálogo, por lo que continuarán luchando y podrían arrastrar a los demás a hacer lo mismo. Y por último, ese gobierno de transición tendría que ganarse la confianza del pueblo sirio, tarea difícil después de una tragedia humanitaria como la que ha vivido ese país.
La responsabilidad de Rusia, al igual que la de los demás países que participan en estas conversaciones, no terminaría con un fin de los combates que aún hoy se nos antoja inalcanzable.
Tras el fin de la guerra, habrá que construir la paz. Pero la recuperación económica de Siria, la reconciliación nacional o la reintegración de los combatientes a la vida civil serán imposibles mientras exista un enemigo interno como el yihadismo.
Rusia y Occidente tienen sobrados motivos para colaborar en la erradicación del Daesh — destruyendo sus bases, cortando su acceso a financiación y neutralizando su propaganda—, en lugar de mantener retóricas de Guerra Fría que nos impidan derrotar a nuestros verdaderos enemigos.
Javier Morales es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Europea y Coordinador del Área de Rusia y Eurasia en la Fundación Alternativas.
¿Quiere recibir la información más destacada sobre Rusia en su correo electrónico? Pincha en y reciba cada viernes el material más interesante.
Todos los derechos reservados por Rossíiskaia Gazeta.
Suscríbete
a nuestro boletín
Reciba en su buzón el boletín informativo con los mejores artículos sobre Rusia: