San Petersburgo
ShutterstockPor la calle Gorójovaya accedemos a un oscuro “patio pozo”. Serguéi, el roofer, saca un manojo de llaves, sin vacilar selecciona la “píldora”, una llave magnética universal, y la coloca sobre la cerradura del portero automático. La puerta chirría, y entramos en una portería espaciosa y desgastada de un edificio de antes de la Revolución. No hay ascensor, pero los escalones son bajitos, y es fácil subir.
La puerta de la buhardilla está sellada. Pero las cintas de seguridad, despegadas, solo están para aparentar. Accedemos al interior de una oscura buhardilla. La pantalla del teléfono ilumina las vigas del techo, las tuberías viejas y los andrajos. Accedemos al exterior a través de una ventanilla.
“¡Aquí está, el techo del mundo!” dice Serguéi con solemnidad. Frente a nosotros se abre una vista deslumbrante sobre la Catedral de San Isaac y el Almirantazgo. Desde aquí se ve la Plaza del Palacio con la Columna de Alejandro. Y, a lo lejos, las grúas de los astilleros. Es como tener todo el centro de la ciudad en la palma de la mano.
Serguéi, de 40 años, y su amigo Konstantín, de 27, llegaron a un acuerdo con los inquilinos, hicieron las llaves y colocaron unas pasaderas para que la hojalata de la techumbre no chirriara bajo los pies. Avanzamos sobre las pasaderas de madera, sujetándonos a la barandilla, y, después, por una escalera de hierro, subimos hasta la torre de observación, que ellos mismos han restaurado por completo.
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Durante el sitio de la ciudad ocurrido en la Segunda Guerra Mundial, estas torres se utilizaban para observar a la aviación enemiga. Desde estos puntos, los escolares y las muchachas observaban dónde caían los proyectiles incendiarios.
Después, con los teléfonos que se habían instalado en las torres, daban indicaciones a las brigadas que se encargaban de apagar las bombas incendiarias, popularmente conocidas como “mecheros”. Hay cerca de un centenar de torres de este tipo en la ciudad, pero casi todas presentan un estado lamentable: las ventanas están destrozadas, la pintura de las paredes se ha desconchado y las barandillas de protección se han roto.
Serguéi y Konstantín han pintado las paredes de la torre, han arreglado las ventanas y las puertas, hecho el pavimento, colocado un catre en el que, además de sentarse, se puede dormir cómodamente, han colgado cortinas y conectado la electricidad. Incluso las macetas están llenas de flores. Ahora es como una pequeña vivienda, 4 metros cuadrados muy acogedores. Si quieres un té, tómate un té. Si te apetece, fuma narguile.
A lo largo del día se oye el tañido de las campanas y, a mediodía, el cañonazo desde la Fortaleza de Pedro y Pablo. Organizan visitas amateurs para jóvenes y fotógrafos, y también se puede pasar una velada romántica con frutas y champán. En la buhardilla hay incluso un inodoro seco.
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Por supuesto, todo esto no es del todo legal, pero los inquilinos no se oponen. Resulta complicado averiguar qué organización se hace responsable de estas torres destruidas.
Los socios explican que se dirigieron a la Oficina de Vivienda y Servicios Comunales, al Ministerio de Situaciones de Emergencia y al Comité de Vivienda del distrito Smolni para tratar de esclarecer quién se responsabiliza de estas torres, y si era posible regularizar su presencia en el tejado. Por ejemplo, alquilando esta u otra torre y reequipándola como cafetería, micro hotel o mirador. Pero no obtuvieron respuesta.
Las autoridades mantienen una postura ambigua respecto a los paseos por los tejados. Tan pronto luchan contra “los infractores”, como se deciden a abrir los tejados al público.
En la ciudad hay cafeterías legales y miradores populares como el muro de la Fortaleza de Pedro y Pablo o la columnata de la Catedral de San Isaac. Pero en temporada alta eso resulta insuficiente para satisfacer a los turistas que demandan admirar la belleza urbana. El pico de popularidad de los tejados se registra en verano. Durante el invierno hace demasiado frío y el suelo resbala.
“Tratamos de no hacer ruido y nos comportamos como gente educada. Una vez traje a un grupo. La gente ya estaba bajando por las escaleras y de pronto, de un piso, aparece un hombretón con un martillo y empieza a insultarnos. Se pensaba que éramos unos gamberros. Lo agarré del hombro con fuerza y le dije: 'Pero, ¿qué estás haciendo? Estos turistas han venido a admirar la belleza de la ciudad. ¿Y tú sales a amenazarles con un martillo?' Se quedó muy avergonzado”, explica Serguéi.
Avanzamos junto a una reja de hierro fundido parecida a las que decoran los puentes de la ciudad. Llegamos al borde y nos encontramos sobre la Plaza de Isaac, cubierta de luz. Experimento sentimientos encontrados, entre el arrebato y la inquietud, como si estuviera haciendo algo prohibido.
“¡No pasa nada!”, dice Serguéi. “Ahora ya puedes relajarte. Hemos dejado el ajetreo allí abajo. Aquí arriba se está muy tranquilo”.
RBTH no apoya esta actividad, y este artículo no pretende respaldar la práctica del “roofing”. Puede resultar peligroso. Si realiza este tipo de actividad, hágalo bajo su propia responsabilidad.
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