La mayor parte de los rusos celebran la Navidad el 7 de enero, ya que la Iglesia ortodoxa sigue el calendario juliano. Para un niño ruso, impaciente por recibir regalos, la fecha clave es Nochevieja, mientras que la Navidad es simplemente una solemne celebración religiosa que concluye la temporada festiva.
Los festejos comienzan de verdad el 6 de enero, cuando las personas religiosas asisten a la liturgia de Navidad antes de romper su ayuno de 40 días sin carne ni productos lácteos con un plato de kutia, cereales dulces cocidos, que se sirve como parte de una cena sagrada de doce platos, uno por cada apóstol, una vez que aparece en el cielo la primera estrella.
Fiestas, comida, bebida, familias que se reúnen en la noche más oscura del año: la Navidad, como se puede imaginar, ha proporcionado campo abonado para los escritores rusos durante siglos. Aunque no todos han respetado siempre la solemnidad de la ocasión.
En Nochebuena, un cuento del XIX que todos adoran, escrito por el maestro de las travesuras, Nikolái Gógol, el propio Diablo, aprovechando la única noche en que puede “rondar por el mundo llenando las cabezas de la gente buena con pensamientos pecaminosos”, decide liarse la manta a la cabeza y causar estragos en la remota aldea de Dikanka, una Nochebuena cubierta de nieve.
Los cosacos habitantes de la aldea, que son devotos cristianos, están en sus casas comiendo su kutia (dulce elaborado con cereal) con sus familias. Los borrachos salen a gatas de la taberna. Mientras tanto, los respetables ancianos de la aldea se van escapando secretamente, uno por uno, hasta la casa de una intrigante viuda, donde terminan metidos, sin ninguna ceremonia, en sacos de carbón.
Un retorcido cuento de hadas sobre engaños, borracheras y tejemanejes mágicos que culminan con un vuelo mágico a San Petersburgo para apropiarse de las zapatillas de la zarina, Nochebuena muestra a Gógol en su plenitud satírica, ridiculizando el abismo entre la piedad pública y la perversión privada.
Mucho más triste es El niño mendigo ante el árbol navideño de Cristo, de Dostoievski. Este cuento dirige la atención del lector a la penosa situación de los necesitados en este tiempo de celebraciones y abundancia.
Un niño hambriento, recién llegado a una ciudad de provincias, se escabulle del sótano donde su madre yace “tan fría como la pared” y, anonadado por las decoraciones navideñas, vaga entre los brillantes escaparates, que muestran “árboles de Navidad y toda clase de dulces: tartas de almendra, pastel de terciopelo rojo, dulces de yema”, solo para que el rugir de sus tripas y el terrible frío lo devuelvan a la realidad.
Cuando la multitud lo echa a un lado por última vez, se acurruca en un patio, donde tiene una visión de un árbol de Navidad rodeado de innumerables niños “felices y radiantes” que vuelan a su alrededor y lo besan. Lo habéis adivinado: ha muerto congelado. Sus nuevos compañeros de juegos son, como él, las desdichadas víctimas del crudo invierno ruso.
Un cuento lacrimógeno. Pero las cosas no van mucho mejor en el otro extremo de la escala social. Ambientado en los círculos privilegiados del Moscú de principios del siglo XX, la novela de Borís Pasternak, Doctor Zhivago, incluye una de las escenas navideñas más explosivas de todos los tiempos. La heroína, Lara, llega a una fiesta de Navidad con la intención de enfrentarse al inmoral abogado Komarovski, que la ha engañado para seducirla.
“Los bailarines giraban y daban vueltas en una nube”, escribe Pasternak, “ante el árbol de Navidad, que emanaba tibieza con sus hileras de luces encendidas”. En medio del lujo, los invitados engullen mandarinas y otras exquisiteces; Komarovski juega a las cartas en el salón Pompeyano. El baile está en su punto álgido cuando la cordialidad salta por los aires: Lara ha disparado su pistola. Se trata de una metáfora perfecta de cómo chirría el dolor privado en el contexto de la forzada felicidad de las fiestas.
Cualquier panorama de la literatura rusa sobre estas fiestas estaría incompleto sin una mención a Joseph Brodsky, quien, al igual que Pasternak, fue señalado por las autoridades soviéticas, pero terminó ganando el Premio Nobel.
Brodsky tenía la costumbre de conmemorar cada Navidad con un poema; en su “24 de diciembre de 1971”, escrito el año antes de emigrar a EE UU, la historia de la Natividad se solapa con otra escena, menos elevada, de clientes rapiñando productos de saldo en una tienda de comestibles:
“En Navidad todos somos Reyes Magos
entre resbalones y empujones en la tienda
donde una tableta de turrón de café
provoca que oleadas humanas salten al asedio”.
Aunque era judío, los poemas de Brodsky sobre la Navidad son religiosos hasta el punto de resultar provocativos, en un momento en el que la fe no estaba bien vista; son conmovedores sin resultar obvios y huyen conscientemente del sentimentalismo.
Describen el nacimiento de Jesús con un enfático realismo, desbrozando el ritual y el mito para ofrecer una narración sincera de lo que es la Natividad en su raíz más honda: los primeros momentos de la vida de un niño. En “Estrella de Navidad”, Brodsky escribe: “Todo parecía enorme: el pecho de su madre, el vapor que salía del hocico del buey... el grupo de Magos, sus regalos apilados en la puerta entornada”.
Brodsky tenía la determinación de trascender la avidez y la falsa alegría, la grosera comercialización de las Navidades, para llevarnos de vuelta al sencillo mensaje de unidad, empatía y generosidad, tan importantes en este momento del año, sea cual sea nuestra fe.
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