Ilustración: Dmitri Divin
Este año 2015 ha sido el primero en el que ya nadie se ha atrevido a negar la evidencia: el sistema global ha entrado en un estado de desequilibrio que solo desencadena nuevas crisis. Para muchos no es ninguna novedad, aunque les cueste aceptarlo o, dicho de otro modo, renunciar a la cómoda percepción de que todo va bien y seremos capaces de contener las reminiscencias del pasado, una idea propia de finales del siglo XX.
La actuación de Rusia en Crimea y el apoyo al movimiento antimaidán en el este de Ucrania podría ser una de esas reminiscencias. Las grandes potencias (que en términos de influencia global sigue siendo Occidente) han tratado de obligar al Kremlin a modificar su comportamiento y regresar al ‘lado correcto de la historia’ mediante presión política, económica y psicológica. Esto quiere decir que dichas potencias parten de la existencia de una ‘conducta adecuada’.
La presión no solo no produjo el efecto deseado en Rusia, sino que dio lugar a un giro definitivo. En el caso de Siria, ya nadie sabe cuál es la ‘conducta adecuada’. Oriente Próximo se ha convertido en 2015 en una clara representación de la desesperanza; cuanto mayor es el esfuerzo, más se hace evidente su falta de eficacia y la imposibilidad de unir a los participantes de este multifacético conflicto con un solo objetivo.
La tendencia del año es expresar el deseo desesperado de regresar al siglo de oro (cada uno al suyo). El ejemplo más llamativo es, sin duda, el del principal perturbador de la paz en Oriente Próximo, el Daesh o Estado Islámico.
Aquí la idea es clara: hay que volver a la época del califato (donde reinaba la justicia y la honradez) y desterrar los logros de la llamada ‘civilización’, impuesta a los fieles por los colonizadores. Esto incluye lo más sagrado: el modelo de Estado formado a lo largo de siglos de desarrollo sociopolítico. La singular popularidad de que gozan los radicales islamistas de Mesopotamia en Occidente —el interés por sus ideas y acciones— es la prueba de que también fuera del supuesto ‘califato’ también reina un sentimiento de vacío interior y un creciente deseo de cambio.
Sin embargo, el autoproclamado califa al-Bagdadí, líder del Estado Islámico, no es el único que siente nostalgia por un pasado mejor. Quienes conforman la corriente dominante en la política global también buscan su modelo en el pasado. Eso sí, en un pasado no tan lejano.
Los principales aniversarios del año han revivido acontecimientos memorables de los últimos siglos asociados con el establecimiento de un determinado orden mundial. 200 años desde la celebración del Congreso de Viena, 70 años del final de la Segunda Guerra Mundial y la fundación de las Naciones Unidas, 40 años desde la celebración de la Conferencia de Helsinki, que dio lugar al nacimiento de la OSCE.
Hasta finales del siglo ХХ, el concepto de orden mundial siempre estuvo relacionado con el de equilibrio. Un equilibrio complejo, con la implicación de numerosos actores (como en el siglo XIX), o relativamente simple, como tras la Segunda Guerra Mundial, cuando se estableció la supremacía de las dos grandes potencias. Este equilibrio asumía el reconocimiento mutuo de ciertas esferas de influencia. Asunción en la que se basaron el Concierto Europeo, el Sistema de Yalta y la Conferencia de Helsinki.
A primera vista, la Carta de París de 1990 afianzaba un principio distinto, que proclamaba el rechazo a las esferas de influencia y a las líneas divisorias. Sin embargo, en la práctica también este tratado requería un equilibrio que garantizara el acercamiento. En realidad, ese era el sueño de Mijaíl Gorbachov, para quien el final de la Guerra Fría significaba una convergencia entre dos bloques hasta entonces rivales. El colapso de la URSS anuló esa posibilidad, pues Rusia ya no se percibía como un segundo centro europeo.
El ideal para Rusia, independientemente de la versión oficial, sería volver a cierta forma pactada de esferas de influencia. De ahí la nostalgia por los sistemas de Viena y Yalta. El ideal para Occidente sería volver a los años 90, cuando tales esferas se desvanecieron y la influencia pasó a ser global y universal. Por eso se recurre con frecuencia a los tratados de Helsinki (omitiendo la parte que fijaba esas mismas esferas de influencia) y París, centrados en la comunidad.
Ninguno de estos modelos nostálgicos es irrevocable. Una democratización sin precedentes distingue a la política actual de la época del ‘orden mundial’. Los actores implicados son ahora demasiados.
Ya no es cosa de dos grandes potencias, como antiguamente, sino que hay numerosos países medianos que aspiran a subir a la primera división de la liga internacional, organizaciones intergubernamentales con sus inercias burocráticas, enormes corporaciones, agentes no gubernamentales (siendo el Estado Islámico, en esencia, una de ellas) e incluso personalidades autónomas influyentes. A nivel interno, la toma de decisiones en los Estados se complica, pues los gobiernos no están en condiciones de controlar plenamente lo que ocurre dentro de sus fronteras, en la medida en que no pueden aislarse del influjo exterior.
Quedan descartadas las esferas de influencia claramente definidas. Los anteriores protagonistas ya no están dispuestos a aceptar este tipo de relación, y quienes las controlaban en su día, no tienen suficiente autoridad para ejercer presión.
La experiencia del año saliente ha demostrado que la tendencia dominante no es el universalismo de un mundo de estructura piramidal, como se proponía en los 90, sino su fragmentación en segmentos más manejables. Segmentos que se rigen por sus propias reglas. El TPP, acuerdo de libre comercio del Pacífico, que se firmó el pasado octubre, es una muestra de este tipo de ‘bloques’. El segundo componente será el TTIP, acuerdo de libre comercio entre la UE y los EE UU, que Barack Obama espera suscribir antes de acabar su legislatura.
2015 no ha sido solo un año decisivo para el cambio, sino que ha demostrado la imposibilidad de dar marcha atrás. Los autores del informe anual del club Valdái (titulado este año ‘Guerra y paz en el siglo XXI’) están convencidos de que “la propagación del caos y la ingobernabilidad en las relaciones internacionales no pueden durar para siempre... lo más probable es que estemos siendo testigos de la formación de una nueva estructura mundial, basada en el equilibrio real (pero cambiante) entre dos grandes grupos de Estados.
“El nuevo orden mundial no se levanta sobre las ruinas de la posguerra, sino que nace del caos dialéctico de la rivalidad y la interdependencia”, opinan los autores del informe. Esto ocurre de manera natural, independientemente de la voluntad de los principales agentes implicados, aún fascinados con el pasado.
A primera vista, el equilibrio flexible entre los ‘dos océanos’ —con América en el centro por un lado y Eurasia (como una estrecha colaboración entre China y Rusia) por otro— resulta desalentador.
Esto recuerda demasiado al dualismo geopolítico clásico, cuando no a las oscuras advertencias de George Orwell con su modelo de Eurasia y Oceanía. Sin embargo, se trata de dos comunidades, unidas internamente por intereses comunes, pero interdependientes y no confrontadas (al menos no de manera permanente). Esta es la mejor opción que podemos imaginar hoy. La nueva versión de la ‘paz perpetua’ ha resultado ser una utopía predecible.
Fiódor Lukiánov es presidente del Consejo de Política Exterior y de Defens y miembro del club internacional Valdái.
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