Pedro el Grande, como sabrás, fue un gran emprendedor. E incluso se ocupaba de cosas tan prosaicas como las aceras de madera de San Petersburgo. Para evitar que se desgastaran rápidamente, en 1715 promulgó un decreto que prohibía caminar con zapatos forrados de grapas o clavos de hierro. Los infractores se enfrentaban a duros castigos: los amantes de esta moda, a fuertes multas; los vendedores, a trabajos forzados y confiscación de bienes. La reacción fue fulminante: las calles se vaciaron de repente de este tipo de calzado.
Un año después, se promulgó un nuevo decreto que obligaba a todos los propietarios de viviendas en San Petersburgo a pavimentar con piedra un sazhen (213 cm) de la calle que tuvieran ante estas.
Pedro I también ordenó coser botones en los puños de los uniformes. La razón es sencilla: quería enseñar buenos modales a los militares y disuadirles de limpiarse la boca con la manga después de comer, para no tener que coser un uniforme nuevo tan a menudo.
En 1647, el zar Alexéi Mijáilovich declaró la guerra al alcoholismo: primero prohibió el alcohol en el monasterio Solovetski y, un par de años después, en todos los demás monasterios. Cuatro años después, llevó a cabo una reforma de los bares: el zar ordenó reducir el número de puntos de venta de bebidas alcohólicas. Al mismo tiempo, los precios del alcohol se triplicaron: era imposible venderlo a crédito y no se vendía más de un vaso por persona, unos 150 mililitros. Además, estaba prohibido comerciar durante el ayuno y los domingos: ¡en total, había 180 de esos días “sobrios” en el calendario! Por cierto, los que produjesen vodka “clandestino” se enfrentaban a graves castigos: desde multas para los que eran pillados por primera vez, hasta latigazos y cárcel para esos malintencionados fabricantes de bebidas falsificadas.
Otro maestro de leyes extrañas fue Pablo I. Decidió combatir todo lo que pudiera recordar a la Revolución Francesa y provocar el librepensamiento. El resultado fue una buena lista: las mujeres no podían adornar sus vestidos con cintas de colores sobre los hombros, los hombres sólo podían llevar sombreros ladeados y redondos, mientras que los sombreros franceses de ala ancha quedaban prohibidos. Y, junto con ellos, los zapatos con cintas en lugar de hebillas, las patillas e incluso el vals. Los rumores relacionaban estas salvajes prohibiciones con los problemas del propio emperador: no le crecía muy bien la barba y no era un bailarín muy grácil.
En el siglo XVII, el ruibarbo llegó a Moscú procedente de China: se utilizaba como medicamento para los trastornos estomacales y como tinte que daba un tono dorado. Esta hierba era muy apreciada: ¡un pud (unos 16 kg) costaba 40 rublos! El mismo precio que, por ejemplo, un pud de buena seda. Estaba prohibido comerciar con ruibarbo: el principal y único comprador y vendedor era el tesoro del zar. A finales del siglo XVII, no se podía exportar desde Siberia, bajo las emperatrices Anna Ioánovna e Isabel Petrovna, el ruibarbo se convirtió en una “mercancía para beneficio del Estado”. El “oro siberiano” no podía ser comprado por particulares y el fisco mantenía precios muy altos sobre él. Los infractores se enfrentaban a graves castigos, incluidas “las torturas más severas”.
Algunos decretos no nacieron de consideraciones económicas o políticas, sino únicamente de un sentido de la belleza. Por ejemplo, la emperatriz Isabel Petrovna, gran aficionada a la moda, utilizó en una ocasión unos polvos de mala calidad que le pegaban fuertemente el pelo. La coloración en negro tampoco ayudaba a ocultar las huellas de un experimento fallido. La emperatriz se cortó casi por completo el pelo y empezó a llevar peluca.
Y, al mismo tiempo, ordenó a todas las damas de la corte que hicieran lo mismo: tenían que privarse de su cabello y llevar pelucas negras, como ella.
En octubre de 1745, la emperatriz Isabel Petrovna promulgó el decreto quizá más dulce: Sobre la expulsión de los gatos. Decía así: “Habiendo encontrado en Kazán los mejores y más grandes gatos de las razas locales, aptos para cazar ratones, envíenlos a San Petersburgo a la corte de Su Majestad Imperial”. Desde entonces, los gatos cazadores de ratas se instalaron en el Palacio de Invierno.
El comercio de osos existió en Rusia durante mucho tiempo: a los osos se les enseñaban diversos trucos y actuaban con ellos en las ferias, para admiración del público. Los osos ejecutaban hasta varias docenas de órdenes diferentes y escenificaban actuaciones enteras, representando a una chica ante un espejo, a un soldado con una pistola, a un campesino que se había ido de juerga y muchos otros. En 1865 apareció en Rusia la Sociedad Protectora de Animales, que empezó a salvar a los osos. Dos años más tarde, Alejandro II firmó un decreto que prohibía la caza de osos.
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