Un lúgubre edificio de cuatro plantas en forma de cruz, de ladrillo rojo, rodeado por un muro de piedra de seis metros de altura y dos alambradas de espino. Así era la prisión de Spandau, en la parte occidental de Berlín. En la década de 1930 podía albergar hasta 800 presos. En la segunda mitad del siglo XX, sólo siete presos cumplían condena aquí.
Los ‘anti’ siete magníficos
En 1945 estos hombres eran odiados por medio mundo. Al fin y al cabo, no eran otros que altos dirigentes del Tercer Reich condenados por el Tribunal Militar Internacional. Tenían sobre sus conciencias numerosos crímenes de guerra y contra la paz y la humanidad.
El 18 de junio de 1947, los siete condenados que habían escapado a la pena de muerte llegaron a Spandau directamente desde Núremberg. Eran el antiguo jefe de las Juventudes Hitlerianas y Gauleiter (líder regional) de Viena Baldur von Schirach; el antiguo Ministro de Asuntos Exteriores de Alemania y Protector del Reich de Bohemia y Moravia Konstantin von Neurath; el Ministro de Armamento y Producción Bélica del Reich Albert Speer; el Ministro de Economía del Reich Walther Funk; el antiguo Führer Adjunto del Partido Nazi Rudolf Hess; y los almirantes Karl Dönitz y Erich Raeder.
Algunos de ellos iban a pasar 10 años, y otros el resto de sus vidas, entre rejas. Todo ese tiempo estarían bajo la atenta mirada de los representantes de las cuatro potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial: la URSS, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia.
Una prisión única
Spandau recibió el estatus de prisión interaliada a pesar de estar situada en el sector de ocupación británico. La administración de la prisión estaba formada por un representante de cada país. Estaban destinados permanentemente en la prisión, rotando cada mes como gobernadores presidentes. No obstante, todas las decisiones debían tomarse por unanimidad.
El personal civil de la prisión (excepto el personal médico) no podía comunicarse con los prisioneros. Además de ciudadanos franceses, rusos, estadounidenses y británicos, también trabajaban allí ciudadanos de otros Estados. Sólo a los alemanes se les negaba el acceso a Spandau, aunque el alemán era la lengua oficial de comunicación de la administración.
Los guardias del perímetro de la prisión cambiaban cada mes. El cambio de guardia de un país a otro era todo un ritual, acompañado de marchas ceremoniales de los soldados e informes de los comandantes de guardia. “No podíamos permitirnos quedar mal y teníamos que demostrar todo de lo que eran capaces los soldados de un país victorioso”, recuerda Nikolái Sisoyev, militar del 133º Batallón Independiente de Fusiles Motorizados. “Entrábamos por las puertas de la prisión con un paso ceremonial impecable, golpeando con especial celo las suelas de acero de nuestras botas contra los adoquines y creando un estruendo espantoso bajo la bóveda del arco”.
La rutina diaria
La vida de los prisioneros de Spandau no era nada fácil. Estaban alojados en celdas individuales y, ni siquiera durante los paseos, la asistencia a la iglesia o el trabajo (fabricación de sobres) tenían derecho a relacionarse entre sí. “Una vez al mes podíamos escribir una carta breve, que tenía que pasar por la censura; también podíamos recibir una carta breve, que también tenía que pasar por la censura”, dejó escrito Raeder. "Con bastante frecuencia, las cartas que recibíamos no nos llegaban o llegaban mutiladas por la censura, con grandes trozos cortados... Una vez cada dos meses, se nos permitía la visita de un familiar, pero la reunión no podía durar más de 15 minutos".
La administración soviética era mucho más estricta con los prisioneros de Spandau que sus homólogos occidentales. Por ejemplo, los centinelas que llegaban por la noche a las torres de vigilancia cerraban ruidosamente las trampillas de acceso. Los británicos y los estadounidenses encendían las luces de las celdas varias veces durante la noche para evitar suicidios, mientras que el personal soviético podía realizar estas comprobaciones cada 15 minutos.
En 1962, la URSS se opuso ferozmente a una iniciativa de los aliados occidentales de liberar a von Schirach y Speer por “buena conducta”. “Suavizar el régimen carcelario para los principales criminales de guerra alemanes que cumplen condenas por los crímenes más graves contra la humanidad sólo podría envalentonar ahora a los militaristas y revanchistas que vuelven a alimentar planes agresivos contra naciones amantes de la paz”, declaró el embajador soviético en la RDA, Mijaíl Pervujin.
El último prisionero
Sin embargo, los prisioneros de Spandau fueron siendo liberados uno tras otro: bien por haber cumplido sus condenas, bien por motivos de salud. En 1966 sólo quedaba un preso en la cárcel: Rudolf Hess.
Así recordaba un militar del 133 Batallón, Piotr Lipeiko, su primer encuentro con el Führer Adjunto en 1985: “Caminaba hacia mí por un estrecho sendero del jardín de la prisión, y uno de nosotros tuvo que ceder el paso. En ese momento me invadió cierta furia: ¿Por qué yo, oficial del ejército de un país victorioso, tenía que hacerlo? Nos detuvimos, y pude ver bajo un par de cejas desgreñadas una mirada muy alerta e imperiosa, impropia de sus años. Hess estudió al recién llegado durante unos instantes, y luego el prisionero se apartó lentamente del camino. Curiosamente, después de este ‘duelo’ empezó a darme los buenos días, a pesar de que el viejo nazi nunca solía saludar a los rusos”.
En virtud de los acuerdos entre los aliados, tras la muerte del último prisionero en 1987 (Hess consiguió suicidarse) la prisión de Spandau fue completamente demolida. En su lugar se construyó un gran centro comercial con aparcamiento.
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