Así vivían las trabajadoras del sexo en el Imperio ruso

MAMM/MDF/russiainphoto.ru
En la Rusia anterior a Pedro el Grande, oficialmente no existía la prostitución. Entonces, ¿cómo se ocupó Catalina la Grande del creciente mercado negro de trabajadoras sexuales, y qué zar expidió carnés de identidad para controlar formalmente esta profesión?

“Cásate conmigo: yo te quiero a ti y tú me quieres a mí”, esta declaración franca y bastante moderna fue escrita por Mikita a su amada Malania en el siglo XIII, en la república libre de Nóvgorod, que era, a todos los efectos, un país europeo. Mientras que en el zarismo ruso anterior a Pedro el Grande, la mujer (según las costumbres orientales) estaba totalmente subordinada a su marido, y el tema del sexo era tabú.

Manuscrito de corteza de abedul №377, uno de los primeros acuerdos matrimoniales de la historia rusa.

En la Rusia pre-petrina, la Iglesia formaba parte de todas las esferas de la vida del país: sus altos cargos influían en la política, mientras que en los pueblos, un sacerdote era a menudo el único representante permanente de cualquier autoridad. La Iglesia prohibía el adulterio, por no hablar de la fornicación (relaciones sexuales fuera del matrimonio). Además, las mujeres no tenían realmente adónde ir: las ricas vivían en terems (palacios de madera) bajo la supervisión de guardias y sirvientes, las campesinas tenían numerosas tareas de las que ocuparse y estaban constantemente rodeadas de niños y parientes.

‘Una chica junto a la ventana’ de Firs Zhuravlev (1836-1901)

En tales circunstancias, la prostitución profesional era prácticamente inexistente en Rusia. Lo que, por supuesto, no significa que no hubiera fornicación, flagelación de “mujeres descocadas” o servicios sexuales en casas de baños... También había proxenetismo: servicios para organizar reuniones secretas prohibidos por el Código del Consejo (Sobornoe Ulozhenie) de 1649.

Los burdeles permanentes aparecieron en Rusia sólo bajo Pedro el Grande, cuando se tomaron prestadas muchas cosas de Europa, incluidos los entresijos de esta delicada esfera.

Las ‘casas de hilado’ y sus habitantes

En la segunda mitad del siglo XVII, Rusia se vio inundada de europeos, contratados por el Estado para construir barcos, formar soldados y artesanos, comandar regimientos y flotillas. Junto a ellos, llegaron comerciantes, cocineros, sirvientes y prostitutas. En la Europa de la época, el amor por dinero hacía tiempo que se había convertido en algo habitual. Es posible que los primeros burdeles de Rusia aparecieran en el asentamiento alemán de Moscú, una especie de ciudad europea a orillas del río Yauza.

‘La casa de Anna Mons en el barrio alemán de Moscú’ de Alexander Benois (1870-1960)

En 1697, el zar Pedro redactó un decreto para el voevoda (gobernador militar) de Yaroslavl, Stepan Trajaniotov, que sirvió de guía a todos los gobernadores de la ciudad. Decía: “Asegúrate de que en la ciudad, en los suburbios, [...] y en los pueblos [...], no haya tabernas, burdeles ni lugares para fumar”. Lo que indica que en aquella época Rusia ya contaba con lugares habituales donde los clientes podían obtener sexo a cambio de dinero. La prostitución, y con ella las enfermedades de transmisión sexual, penetró también en el ejército. En 1716, en el Código Militar, Pedro ordenó a los médicos de los regimientos que trataran a los “oficiales que se contagiaran de enfermedades francesas”, pero previo pago.

El decreto del zar del 13 de febrero de 1719 ordenaba que las “mujeres y muchachas culpables de delitos no punibles con la pena capital” fueran capturadas y recluidas en “casas de hilado”, donde podían trabajar produciendo hilo y ser alimentadas, como las prisioneras de trabajos forzados. El primer establecimiento de este tipo en San Petersburgo fue la Casa de Trabajo Kalinkinski, en el 166 de la calle Fontanka, anexa a la Fábrica de Enrejados de San Petersburgo.

Cómo cuidaban Catalina la Grande y Nicolás I a las trabajadoras del sexo

 Hospital Kalinski

Catalina la Grande abordó personalmente el problema de la propagación de enfermedades infecciosas en la sociedad, así como cuestiones de moralidad pública. Su Estatuto de la Decencia (1782) prohibió los burdeles y la prostitución, castigándolos con una multa y seis meses de internamiento en un hospicio. Antes, en 1771, Catalina ordenó a todos los industriales que dieran trabajo en sus fábricas a las prostitutas condenadas: antes, con diversos pretextos, los amos se limitaban a devolver a esas mujeres a la policía.

Las autoridades no trataban de aislar o exiliar a prostitutas y proxenetas: simplemente se les hacía trabajar para el Estado de vez en cuando y pagar multas. A finales de su reinado, Catalina promulgó un decreto por el que se ordenaba que todas las trabajadoras del sexo se sometieran a revisiones médicas y se planteó destinar lugares específicos de las ciudades a los burdeles, pero su muerte truncó esos planes.

Un ‘billete sustituto’ de una trabajadora del sexo de principios del siglo XX

En efecto, Nicolás I legalizó la prostitución en Rusia, que, según las leyes anteriores, seguía estando formalmente prohibida. En 1843 se creó un Comité Médico-Policial que censaba a las prostitutas. Ahora, en lugar de un pasaporte, se les expedía un “billete sustitutivo”, en el que se registraban sus revisiones médicas y el pago de sus derechos. En 1844, se promulgaron las Normas para dueños de burdeles y las Normas para mujeres públicas.

Nicolás I (que, por cierto, tenía varias conocidas favoritas) era militar y comprendía lo mucho que los hombres que hacían un servicio militar largo y agotador (y en la mayoría de las ciudades de Rusia había regimientos del ejército desplegados y alojados localmente) echaban de menos la compañía de las mujeres. La naturaleza humana, según la lógica del emperador, no debía ser erradicada, sino regulada.

¿Cómo vivían las trabajadoras del sexo rusas?

A partir de 1844, las mujeres “dignas de confianza” de entre 30 y 60 años podían abrir burdeles, con el permiso de la policía. Las menores de 16 años (la edad mínima para contraer matrimonio en aquella época) no podían trabajar allí. La madame estaba obligada por ley a velar por la salud de las mujeres que vivían en su burdel. Los burdeles recibían visitas periódicas de médicos, que enviaban a los hospitales a las mujeres con signos evidentes de “enfermedades francesas”, y a las sanas les daban el visto bueno sellándoles el carné de identidad.

Los antros de iniquidad y los burdeles de las ciudades rusas, al igual que en Europa, solían estar situados en determinados barrios. Esos lugares solían identificarse por sus ventanas bien cerradas y con cortinas. En 1861, las cortinas durante el día y las persianas por la noche pasaron a ser obligatorias en todos los burdeles. También fue entonces cuando se ordenó a los burdeles “operar discretamente”, es decir, sin letreros ni publicidad, y se les prohibió situarse a menos de 300 metros de colegios, iglesias y escuelas.

La comunicación con los clientes adoptaba la forma de señales codificadas. La historiadora Svetlana Malísheva escribe que en una de las calles de Kazán, la señal era un perro de juguete en la ventana: si estaba girado hacia la calle significaba que la chica estaba libre.

El montaje y el ambiente de los burdeles variaban según el nivel y la región; los mejores burdeles de las capitales parecían más bien hoteles, con personal de servicio, restaurante y música en directo... En las ciudades de provincias, las cosas solían ser mucho menos glamurosas.

Kniazhíjina, una

El número de “chicas” en los burdeles de provincia siempre superaba el número de camas del establecimiento, lo que significaba que cuando no estaban de servicio las mujeres tenían que dormir juntas. La bebida era una parte indispensable de su vida cotidiana; en la década de 1870, el gobierno incluso levantó la prohibición de almacenar alcohol y venderlo a los clientes de los burdeles, ya que nunca había sido posible hacerla cumplir.

A mediados del siglo XIX había, por ejemplo, unas 2.000 prostitutas registradas en San Petersburgo; en 1901, el número de burdeles ascendía a 2.400 y el de mujeres que trabajaban en ellos, a más de 15.000 (¡y éstas son sólo las cifras registradas oficialmente!). Sin registrarse como prostitutas, las “coristas”, “arpistas” y “cantantes” vivían en los establecimientos donde ejercían el mismo oficio; aunque a menudo sí sabían cantar o tocar instrumentos musicales.

Esta prostitución “secreta” era la principal ocupación de la mayoría de las trabajadoras del sexo en el Imperio Ruso, y experimentó un increíble crecimiento con el estallido de la Primera Guerra Mundial. “Las ciudades son como una especie de burdeles colosales”, escribió un soldado en una carta a su pueblo en 1915.

En vísperas del año revolucionario de 1917, el número de mujeres que en Rusia cambiaban sexo por dinero era incontable. En la sociedad prerrevolucionaria, visitar a una prostituta no se consideraba “fornicación”, como ocurría en la antigua Rus y ocurre en la Rusia moderna. Era una forma socialmente aceptable de ocio masculino, tradicional para estudiantes, oficiales y otros grupos de varones urbanos. Tras la Revolución bolchevique, todo eso cambió.

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