Shlisselburg: la ‘Bastilla’ del Imperio Ruso

Historia
ANNA LAVRIÓNOVA
Es difícil de creer hoy en día, pero la que fuera la prisión más famosa para los traidores al Estado ruso se había transformado, a finales del siglo XIX, en un floreciente jardín. ¿Cómo acabó así este edificio y qué fue de este lugar?

Celdas con suelos sumergibles que te enviaban a la muerte siendo devorado por peces depredadores; aparatos de tortura colgados en las paredes por todas partes y capaces de quebrar hasta al más reacio; prisioneros desconocidos en casamatas húmedas, en compañía de guardias silenciosos y rígidos: tales eran las descripciones, conjuradas por la imaginación de la gente común de la más malvada de todas las prisiones zaristas: Shlisselburg.

Esta prisión estaba situada en una isla en medio del lago Ládoga, en la desembocadura del río Nevá. Las orillas estaban bordeadas de rocas de granito afiladas y la corriente era tan fuerte que hacer un viaje era difícil y escapar imposible. La gigantesca roca tenía todo tipo de oscuras leyendas a su alrededor, pero la realidad era a veces muy diferente.

Prisioneros zaristas

Ya a principios del siglo XVIII, la antigua fortaleza de Nóvgorod de Oreshek, ganada por Pedro I a los suecos, perdió su finalidad militar y pasó a ser una prisión política durante años. Los primeros prisioneros fueron los parientes más cercanos del propio Pedro: primero, su hermana, la princesa María Alekseevna, de 58 años, que pasó allí tres años. Más tarde, tras la muerte del autócrata, su primera esposa, Evdokia Lopujina, también fue encarcelada allí. Luego, su segunda esposa, la emperatriz Catalina. una antigua sirvienta, hija de un simple campesino de Livonia, que debería haber comprendido el tipo de amenaza que suponía para la legítima emperatriz con su mera existencia. Evdokia, que había vivido ya algunas penurias cuando Pedro aún vivía (habiendo perdido a su hijo, amante y hermano) luego fue condenada al castigo de la flagelación y, para colmo, acabó siendo arrojada a una celda con una sola ventana. Cuando, tras dos años de diversión desenfrenada, Catalina, de 43 años, finalmente falleció y el nieto de Evodkia, Pedro II, subió al trono, por fin pudo abandonar la prisión y regresar al Kremlin con todos los honores propios de una realeza.

Sin embargo, Shlisselburg no permaneció vacía durante mucho tiempo y, pronto, comenzaron a aparecer nuevas víctimas de las intrigas de la corte, la más famosa de las cuales fue el depuesto emperador Iván VI. Habiendo subido al trono siendo un niño, “gobernó” poco más de un año, antes de ser apartado del poder por la hija de Pedro y Catalina, Isabel. Ésta deseaba preservar la vida del niño, pero lo mantuvo encerrado para evitar la agitación.

Antes de acabar en la isla, Iván cambiaría varios lugares de reclusión. Pasaría ocho años en el cuartel de Shlisselburg, especialmente vigilado. Los guardias tenían instrucciones de no hablar con él, y mucho menos de decirle quién era y por qué estaba allí en primer lugar. Incluso se ocultó su rostro a los sirvientes con el uso de una pantalla especial. Lo único que le sobraba al prisionero era la comida. Aunque más tarde se descubriría que sus guardias no sólo actuaron en contra de las órdenes que se les habían dado (explicando al joven su verdadera identidad) sino que también sabía leer. La noche del 5 al 6 de julio de 1764 se produjo la tragedia: el pobre muchacho fue apuñalado hasta la muerte por esos mismos guardias durante un intento de liberarlo de Shlisselburg. Tales eran las instrucciones en caso de que esto ocurriera.

“Si me dicen que estrangule, estrangularé”

Con el paso de los años, la fortaleza carcelaria, de aspecto mórbido, acabó acogiendo cada vez menos huéspedes de origen noble y, en cambio, empezó a encarcelar a un mayor número de gente normal: había muchos rebeldes y librepensadores, como los decembristas que conseguían evitar la ejecución. En 1884, Shlisselburg recibió el traslado de revolucionarios de la Narodnaia Volia (Voluntad Popular) desde la fortaleza de Pedro y Pablo, acusados del asesinato de Alexander II. Fueron 36 en el primer año, y su líder también fue trasladado desde la prisión de San Petersburgo en la que estaban recluidos: un hombre llamado Matiei Efimovich Sokolov, apodado “Herodes” por su crueldad. Sokolov era tan despiadado como riguroso en el cumplimiento de la cadena de mando: “Si me dicen que me dirija al prisionero como: ‘Su Excelencia’, me dirigiré a él como ‘Su Excelencia’. Si me ordenan que lo estrangule hasta la muerte, lo estrangularé”, decía.

En los primeros años, los asesinos del zar no gozaron de ningún tipo de privilegio: mala comida, una biblioteca aún peor, compuesta únicamente por literatura religiosa, prohibición de mantener correspondencia con sus familiares, aislamiento por comunicarse con otros reclusos golpeando las paredes... y la muerte, por atreverse a insultar al personal de la prisión. Muchos reclusos sucumbieron al escorbuto y la tuberculosis, o simplemente se volvieron locos. La única actividad para los presos jóvenes y enérgicos (que eran la mayoría de los rebeldes) era luchar contra la administración.

Esta lucha solía adoptar la forma de quejas y huelgas de hambre, aunque, en ocasiones, los reclusos recurrían a medidas más drásticas atacando a los guardianes, con la esperanza de que los liberasen de su miseria. Un ardiente revolucionario, Yegor Minakov, que había escapado de los trabajos forzados en numerosas ocasiones antes de acabar en Shlisselburg, no quería convertirse en un “cuerpo podrido, sumergido bajo el agua”. Exigió derechos de visita con la familia, libros y tabaco y se puso en huelga de hambre. Varios días después de exponer sus reivindicaciones, un médico le alimentó a la fuerza con leche, y Minakov le golpeó en la cara y, al hacerlo, acabó con su vida mediante un pelotón de fusilamiento. Otro revolucionario, Ippolit Mishkin, lanzó su plato a Sokolov y también fue ejecutado. Esperando el mismo resultado, el terrorista Mijaíl Grachevski intentó la misma táctica, pero fue considerado mentalmente incapaz y se libró de la ejecución. Entonces optó por rociarse con queroseno de una lámpara de gas y prenderse fuego. Los gendarmes de turno intentaron salvarle la vida, pero la puerta de la celda estaba cerrada a cal y canto, y Sokolov era el único que tenía la llave.

La revolucionaria rusa Vera Figner recordaría años después: “Allí, al otro lado de la puerta, una figura alta y delgada con un rostro mate de un muerto viviente se queda de pie. Se oscurece poco a poco entre las llamas y las columnas de hollín y humo. El fuego lame al hombre con sus lenguas rojas, fuego. De arriba a abajo, desde todos los lados. La antorcha arde y humea ¡una criatura viva, un hombre!” 

Cuando “Herodes” llegó por fin a la celda, diez minutos más tarde, ya era demasiado tarde. Por un descuido tan flagrante, Sokolov recibió una fuerte reprimenda y, poco después, fue relevado de su cargo. Otros guardias de alto rango, tras haber presenciado tales horrores, se ablandaron con el tiempo y la vida de los reclusos en Shlisselburg comenzó a mejorar gradualmente.

Poco a poco, los prisioneros consiguieron alcanzar algunos privilegios nunca antes experimentados por los traidores. Esto se debió en gran parte a la labor del comandante de la prisión, el coronel Iván Gangardt. La famosa revolucionaria Vera Figner confesó: “Por todos los grandes cambios positivos en nuestras vidas, tuvimos una deuda con Gangardt. Fue él quien nos libró de la mano vengativa del Departamento de Policía y del Ministerio del Interior. Comprendió que la pérdida de la libertad, la renuncia al trabajo de toda la vida, la pérdida de todos los lazos familiares y amistosos, son en sí mismas formas severas de castigo que pocos hombres podrían soportar y agravarlas habría sido simplemente excesivo”.

Este cambio de actitud hacia los miembros de Voluntad Popular se debió en parte al apoyo generalizado de la opinión pública al terrorismo revolucionario, que impidió aplicar medidas cada vez más duras a los opositores del régimen. Incluso el escritor Fiódor Dostoievski confesó que no habría sido capaz de entregar a un terrorista a la policía por miedo a la condena pública. En cuanto a los gendarmes, dado el concepto inercial de las divisiones de clase, estos presos políticos, que formaban parte de la intelectualidad culta, no presentaban un mal sin rostro.

Un cubo autosuficiente para los enemigos del zarismo

A finales del siglo XIX, los presos vivían en celdas de dos habitaciones, bien iluminadas y cálidas, con luz eléctrica y equipadas con armarios modernos. Disponían de una magnífica biblioteca, incluso pedían revistas, entre ellas The Times (los miembros de Voluntad Popular, muy instruidos, leían y hablaban idiomas extranjeros). También podían controlar el menú, acordado de antemano, e incluso cuidaban sus propios jardines y parterres. Y la prisión tenía sus propios talleres y forja. El Departamento de Policía proporcionaba la financiación para la compra de las mencionadas revistas, literatura, semillas de flores, herramientas y otras necesidades.

Los reclusos daban paseos, daban conferencias, hacían conservas de frutas, se les permitía fumar, hacían herbarios y colecciones de minerales e incluso celebraban bailes. Este último se acabó después de que Figner discutiera con uno de los gendarmes y le arrancara los galones. Los prisioneros consiguieron incluso construir una fábrica de alcohol ilegal, aunque fue rápidamente encontrada y confiscada. Algunos de los más valientes consiguieron establecer un lucrativo sistema de comercio con los guardias. Vendían verduras de las parcelas. No había dinero de por medio, pero, a cambio, podían pedir productos y material artístico.

El prisionero Vasili Ivanov instaló una fuente de agua. El revolucionario Peter Polianov estudió inglés, italiano y polaco. El incansable divulgador de la ciencia y teórico revolucionario Nikolái Morozov estudió matemáticas, física, astronomía y química, llegando a escribir un ensayo científico sobre la estructura molecular de la materia... aunque con conclusiones que luego se demostraron falsas.

Vera Figner recordaría estos días de la siguiente manera: “Dentro, éramos los dueños de nuestras circunstancias. Si había algún ruido o sonido de voces, gritos o alguien que regañaba a alguien, siempre venían no de los guardias de la prisión, sino de uno de los reclusos... No era el guardia el que gritaba, era él el que recibía los gritos. Incluso la llegada ocasional de los condenados a muerte se organizaba de tal manera que los demás reclusos no se enteraban de lo que ocurría, para evitar que armaran jaleo. Las horcas se construían por la noche, en silencio”.

La vida de los gendarmes destinados en la isla apenas tenía más variedad que la de sus pupilos. Pasaban sus aburridas jornadas de trabajo leyendo a Julio Verne y Mayne Reid, recogiendo setas e infusionando licores, que luego consumían alegremente en partidas de cartas. Jugaban desde el atardecer hasta el amanecer, luego tomaban el té y se iban por caminos distintos. Después de la tensa partida de cartas se tomaban el día libre.

Un testigo presencial describió esta escena: “Estos señores, todos verdes y cansados por la falta de sueño, sus rostros torcidos por la codicia, especialmente sus esposas... En una palabra, toda esa banda, para un espectador normal, podría haber parecido una de enfermos mentales”. Una de las esposas de los gendarmes, para compensar de algún modo las constantes pérdidas de su marido, guardaba bajo llave toda su ropa antes de las mencionadas noches de juego de cartas y se quedaba sentada en casa sólo en ropa interior. Los oficiales subalternos que vivían en la fortaleza tenían muchos hijos, por lo que en la roca de aspecto siniestro a menudo se oían no sólo órdenes militares, sino también voces de niños.

En 1905, después de la primera Revolución Rusa, se acabó lo que se daba y numerosos prisioneros fueron amnistiados o trasladados a otras prisiones. En cualquier caso, la fortaleza pronto se convirtió en un campo de trabajos forzados normal y corriente, aceptando no sólo a los acusados de alta traición, sino también a los criminales de andar por casa. A partir de ese momento, Shlisselburg perdió finalmente su aura misteriosa y única, convirtiéndose en una prisión común. Más tarde, en 1917, la roca fue capturada por una multitud revolucionaria. Los delincuentes liberados saquearon e incendiaron el lugar. Ese fue el fin de la “Bastilla” zarista.

Hoy, el antiguo calabozo es un museo al aire libre que puede visitarse de mayo a octubre. Incluso hay juegos de recreación histórica para niños, basados en las distintas épocas históricas, que se remontan al periodo medieval y se extienden hasta la Segunda Guerra Mundial. En lugar de pan de centeno duro, la comida actual ha sido sustituida por vino y perritos calientes. Las antiguas celdas, por su parte, albergan ahora visitantes curiosos, en lugar de reclusos. La época oscura de la historia de la fortaleza de Shlisselburg ha quedado atrás.

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