Esclavos en Alemania: cómo millones de soviéticos fueron obligados a trabajar para los nazis

Historia
OLEG YEGÓROV
Cuando los nazis ocuparon la URSS a principios de la década de 1940, utilizaron a millones de ucranianos, bielorrusos y rusos, contra su voluntad, como mano de obra.

Mi bisabuela, Evguenia Mechtáieva, tenía 22 años cuando comenzó la Gran Guerra Patria. Acababa de mudarse con su marido, un soldado del Ejército Rojo, a Brest, una ciudad en la frontera entre la Unión Soviética y Alemania. Brest fue una de las primeras ciudades en enfrentarse a la invasión germana el 22 de junio de 1941.

El marido de Mechtáieva resultó muerto cuando los alemanes tomaron Brest. Junto con muchas otras mujeres jóvenes y adolescentes, ella fue enviada a la fuerza a Alemania, donde pasó un año en un campo de trabajo y luego tuvo la “suerte” de ser enviada a la granja de una familia alemana.

Allí fue obligada a trabajar, sin remuneración y a veces golpeada, hasta que los soviéticos la liberaron, permitiéndole regresar a casa. Hasta su muerte en 2013, apenas mencionó su estancia en Alemania. Su historia está lejos de ser única: según los juicios de Núremberg, unos 4,9 millones de civiles soviéticos fueron llevados a la fuerza a Alemania como mano de obra esclava. ¿Cuál fue su destino?

Fuerza laboral para los nazis

Para 1941-1942, mientras se desarrollaba la Segunda Guerra Mundial, la Alemania nazi necesitó desesperadamente personal para su fuerza laboral: la economía atravesaba dificultades, pues la mayoría de los trabajadores estaban sirviendo en la Wehrmacht. La solución elegida para este problema fue despiadada: obligar a gente de los territorios ocupados a trabajar en la industria y la agricultura alemanas.

A los que venían de la URSS se les llamaba Ostarbeiter (obreros del Este), y su estatus en la jerarquía aplicada por Alemania a los distintos pueblos que subyugaba estaba entre los más bajos; por lo tanto, el trato recibido era inhumano.

Los trenes van al oeste

Al principio, los nazis trataron de convencer de forma dulce, animando a los lugareños de las tierras ocupadas a que trabajaran para Alemania. “¡Hombres y mujeres ucranianos! Alemania te da la oportunidad de realizar un trabajo útil y bien remunerado... se te proporcionará todo lo que necesites, incluso una buena vivienda”, decía el primer anuncio publicado en enero de 1942. La propaganda funcionó poco tiempo: las cartas enviadas a casa, aunque censuradas por los alemanes, contaban cómo los Ostarbeiter vivían peor que los perros.

Luego, los nazis recurrieron al uso de la fuerza, acorralando a ucranianos, bielorrusos y rusos, principalmente niños y adolescentes de aldeas y ciudades, y obligándolos a subir a trenes con Alemania como destino.

“Nos metieron en vagones, a tantos como pudieron, hasta que no podíamos mover las piernas”, recordó Antonina Serdiukova, que fue capturada en Ucrania. “Durante un mes, estuve viajando así”.

Para el Ostarbeiter, obligado a vivir a miles de kilómetros de su casa, el lugar al que se le enviaba era como una lotería. Las plantas metalúrgicas, las minas y las granjas necesitaban trabajadores, y el lugar donde terminaban dependía de quién pagaba más por ellos.

“Cuando llegamos, había un punto de transferencia, yo lo llamaría un mercado de esclavos”, dijo Fiódor Pánchenko, de Ucrania. “En una hora, vendieron a todo el grupo a diferentes empresas”. Perteneciente a un grupo de 200 personas, Pánchenko acabó trabajando en una fábrica siderúrgica de Silesia (ahora Polonia).

Colinabo, dinero y paisajes

Los que trabajaban en plantas metalúrgicas enfrentaban un destino especialmente duro: poco sueño, trabajos forzados y una vida de permanente hambruna en los campos de trabajo. “Una vez al día comíamos un tazón de sopa con zanahoria y colinabo”, describió Antonina Serdiukova, recordando su vida en una fábrica cerca de Dresde.

El colinabo es un recuerdo común para todos los que vivieron el cautiverio en territorio alemán. Era la verdura más barata, y se servía (o mejor dicho: se lanzaba) sin lavar, con la raíz y la parte superior, a los trabajadores. En tales condiciones, las epidemias de tifus y malaria eran comunes.

A algunos trabajadores de la planta se les pagaba. Casi nada, sólo para darles la oportunidad de comprar una postal o algo de ropa en la tienda del campamento. “Necesitabas tres salarios para comprarte un suéter pequeño, posiblemente arrebatado a un judío ejecutado”, contó Serdiukova.

Muchos jóvenes valientes, especialmente varones, intentaron escapar de los campos de trabajo, como Fiódor Pánchenko. Huyó dos veces, vagando y escondiéndose por Alemania durante un mes, pero luego fue capturado. Tras recibir una brutal paliza, fue enviado a Auschwitz y luego trasladado a un campo de concentración cerca de Magdeburgo, en el que casi acabó muerto. El típico final para un Ostarbeiter que trataba de escapar era ser enviado a un campo de exterminio.

Los ‘afortunados’

La vida en Alemania no fue horrible para todos los cautivos soviéticos. “Algunos de nosotros trabajábamos para terratenientes. Y no te voy a mentir, algunos rogaron a Dios que la guerra durara otros cuatro años...”, recordó Pánchenko. “Para los que acababan sirviendo en una familia, su calidad de vida dependía de aquellas personas. Y en todos los países hay buena y mala gente”.

Algunos alemanes trataban bien a sus sirvientes soviéticos, incluso como miembros de la familia, mientras que otros eran fríos y violentos: era una lotería total. “Mis amos incluso me pidieron que me quedara con ellos en Alemania”, contó Evguenia Savránskaia, que trabajó como empleada doméstica en Świebodzin (Polonia ocupada). “Pero yo dije que no, mucho antes de que llegara el Ejército soviético”.

Fuego amigo y consecuencias

La victoria aliada en 1945 fue dura, incluso para los soviéticos capturados. Después de enfrentarse a la posibilidad de morir por las bombas aliadas que caían sobre las ciudades alemanas, los que sobrevivieron sufrieron nuevas dificultades. Tras ser enviados a estaciones de filtración dirigidas por la NKVD (contrainteligencia soviética), tanto prisioneros de guerra como civiles fueron interrogados; acabando varios miles en el Gulag, como Lev Míshchenko, que fue condenado a diez años de prisión por trabajar como traductor en un campo de trabajo.

Para los que regresaban a casa, la vida también era dura: el cautiverio alemán era un estigma. “Nuestros conciudadanos nos despreciaban”, recuerda Pánchenko con calma. “No podía solicitar un trabajo decente y pasé 37 años trabajando en una fábrica, y si había algún tipo de avería, me decían siempre: ‘Oh, no me sorprende, trabajaste para Hitler’”. Otros guardaron silencio durante décadas sobre sus experiencias en Alemania: no querían que el estigma afectara a sus carreras o a sus familias.

Sólo a finales de los años 80 y más tarde, después del colapso de la URSS, el destino de los Ostarbeiter recibió la atención del público. Memorial, la organización de derechos históricos y civiles, junto con la fundación alemana, Conmemoración, Responsabilidad y Futuro, creó un proyecto web llamado ‘El otro lado de la guerra’, en el que se pueden encontrar docenas de entrevistas con supervivientes del cautiverio alemán. Sus recuerdos citados en este artículo han sido tomados de esta web. 

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