OPINIÓN: Rusia, adicta al sexo, sigue teniendo un problema en este campo

Daniel Horande/Flickr
Los rusos son más liberales en cuanto al sexo de lo que lo han sido en cualquier momento de los últimos 100 años. Pero con lo bueno viene lo feo. Liberados o no, las mujeres siguen pagando el precio de las arcaicas inseguridades de una sociedad construida sobre principios masculinos.

“Nravstvennost” es la palabra rusa que se sitúa entre ética y moral. Durante siglos ha sido la pesadilla de la existencia rusa: la obligación de hacer una cosa, mientras tu cuerpo y tu alma te empujan en la dirección contraria. Para Rusia, es una especie de modus operandi.

Recuerdo a un amigo que me miró extrañado cuando le pregunté si disfrutaba del sexo con una chica con la que cualquiera de nuestro grupo tendría suerte de tener una oportunidad: se las arregló para soltar la chocante afirmación de que preferiría que ella no se la chupara. Cuando terminé de recoger mi mandíbula del pavimento, estaba listo para darle un puñetazo: “¡Espera! ¿Dijiste que no querías que se bajase al pilón? Vale, espera: ¿al menos lo hiciste tú?”. Sus respuestas me dejaron sin aliento. Era un hombre en la flor de la vida, muy guapo, con un trabajo estupendo (abogado), y odiaba dar y recibir sexo oral. Odio decírlo, pero en el momento que te has quitado los pantalones. ¿Qué te queda por esconder?

Una colega mía también me sorprendió con una historia sobre un director de informática con el que había estado: guapo, 1,90 de altura, amante de los puros y rebosante de energía masculina. Resulta que el tipo se avergonzaba de besar, se le daban fatal los preliminares y presumía de sus conquistas después de una actuación muy mediocre, mientras intentaba adoptar una postura simple y de lo más normalita en la cama.

Todo esto viene a cuenta de los innumerables artículos que he leído en sitios web feministas sobre mujeres rusas (o a veces extranjeras) que desprecian o directamente reniegan del sexo con hombres rusos. La mejor forma de resumir sus razones es decir que, aunque románticos, magnéticamente agresivos y con una atractiva dosis de bravuconería masculina, no eran capaces de comunicarse sexualmente a la hora de la verdad. El sexo era a menudo incómodo.

El mito de que “los hombres rusos son unos amantes de mierda” está demostrando ser un mito resistente, a pesar de estar en vías de extinción. Hay muchas razones y factores sociales que contribuyen a ello.

Nuestro sentido de la ‘decencia’ sigue gobernado en gran medida por Dios

Hace aproximadamente un año, a varios miembros del colectivo ruso Sexprosvet se les denegó el permiso para dar una conferencia pública en el parque Muzeon de Moscú. El grupo está formado por jóvenes psicólogos y sociólogos que se esfuerzan por sacar a la luz el tema del bienestar sexual. Pero las autoridades no lo permitieron. El sexo, según la corriente dominante rusa, no es un tema muy “familiar”. Es algo perverso, que es mejor dejar en manos de dos personas en la intimidad de su dormitorio, según se piensa.

Pero, ¿dónde adquieren estas dos personas los conocimientos necesarios para vivir su sexualidad? ¿Y por qué la corriente dominante rusa confunde el sexo con la promiscuidad, cuando es así como se conciben los niños, por el amor de Dios? El gobierno ruso alaba la procreación cada vez que puede, así que ¿por qué no iba a querer que su pueblo fuera más libre a la hora de hacer el amor? Sinceramente, no lo sé: porque la única vez que los rusos modernos se plantearon oficialmente la educación sexual fue a mediados de los noventa, durante la era Yeltsin, ese breve periodo de americanización. La vez anterior fue en los años veinte, cuando Vlad´’mir Lenin había intentado que todo el mundo practicara el sexo por el placer de hacerlo.

El programa cread en los 90, propuesto por la directora del Instituto de Fisiología de la Juventud, Marina Bezrukij, se enfrentó inmediatamente a la oposición de la Iglesia y de varios medios de comunicación. El proceso político estaba condenado al fracaso desde el principio. Se habían introducido cinco “programas alternativos” distintos en las escuelas. Pero en 1997, los múltiples ataques de los medios de comunicación y el alarmismo declarado de la Iglesia Ortodoxa habían frenado la idea.

La Iglesia Ortodoxa es un poderoso instrumento en nuestro país (¡laico!). Un documento de 1997 del Consejo Episcopal afirmaba que la nravstvennost rusa podría extinguirse si se enseñaba sexualidad a los niños. Esto “erosionaría su personalidad”, afirmaba el documento. Más tarde, en 2007, en medio de una explosión del VIH, la Iglesia (habiendo conseguido una subvención de la ONU) promovió la difusión de la idea de que “la solución sólo puede encontrarse en ser fiel al marido o a la mujer hasta la muerte, y en la abstinencia de relaciones prematrimoniales”.

Ya en 2013, el Defensor de los Derechos del Niño, Pavel Astajov, afirmó que la educación sexual “nunca” formaría parte del currículo escolar ruso mientras el ejerciera el mando.

Muchos rusos hoy en día temen, por tanto, ser considerados “pervertidos” por un lado y “mojigatos” por otro. Incluso nuestros blogueros sexuales son considerados “provocadores” y “desafían las convenciones”: la idea de que los orgasmos son algo saludable todavía tiene que ser inculcada en la nación cristiana amante de la intimidad que somos. Y ese tipo de terminología en la corriente dominante es prueba de ello. El sexo es “pervertido”, en lugar de “sano”.

En realidad, la actividad sexual en Rusia es una de las más altas del mundo. Según el fabricante británico de preservativos International Group, ocupamos el segundo lugar después de Estados Unidos. Mientras tanto, otro estudio, citado por factsanddetails.com, afirma que los chicos rusos de 16 años tienen hoy el doble de parejas sexuales que las que tuvieron sus padres. Con las chicas de la misma edad…¡esa diferencia se amplía hasta hacerse cinco veces mayor!

Ya en 1991, el Centro Panruso para el Estudio de la Opinión Pública realizó una encuesta sobre las actitudes hacia la promoción de la sexualidad en los jóvenes: el 60 por ciento de los encuestados estaba a favor. En 1997, esa cifra se elevó al 80% entre los profesores, y a cerca del 90% entre los alumnos de 7º a 9º curso, así como entre sus padres.

Todo esto va de la mano de una epidemia de porno duro en nuestro país, unida a la negativa del gobierno a regularlo. Casi todas nuestras estrellas del porno acaban exiliándose voluntariamente al extranjero, porque el gobierno sólo reconoce la producción de porno ilegal. La pornografía “legal” no está recogida en ninguna parte del código penal ruso: es una eterna zona gris (¡a pesar de que la pornografía en sí es legal!). Y, sin embargo, esto no contribuye en absoluto a reducir la mercantilización de la sexualidad femenina en películas, anuncios de televisión y todo tipo de entretenimiento. Rusia está repleta de imágenes e insinuaciones sexuales que nos han metido en el cerebro desde la infancia. Aquí todo es cuestión de dinero, por mucho que el gobierno o la Iglesia se opongan a la idea de la libertad sexual. Al fin y al cabo, el sexo vende. Sostengo plenamente que esta negación teatral es lo que mantiene nuestras relaciones románticas estancadas y en estados arcaicos de control.

Ignorar el sexo mata el romanticismo

El buen sexo alimenta una relación duradera. Y a los rusos les encanta la idea del amor romántico. Sin embargo, ahora que se han roto las cadenas económicas soviéticas (y que las mujeres se han convertido en el principal sostén de la familia), a menudo existe confusión en comparación con nuestros homólogos occidentales: la multitud de fuego y piedra sigue sin entender el romance sin propiedad.

Nuestra adicción al porno y la mercantilización del sexo chocan con el odio al sexo como expresión de intimidad. Durante el período de liberación sexual en la era de Lenin, la libertad sexual (aunque brevemente) se configuró de acuerdo con las necesidades naturales del pueblo. Sin embargo, las feministas de Lenin se basaban en un pasado zarista muy restrictivo, que favorecía el despotismo patriarcal ilimitado, la arbitrariedad y la esclavitud de todos los sujetos familiares por el varón como estados naturales del ser.

Hoy, 31 años después de la disolución de la URSS, Rusia sigue intentando borrar de su ADN cultural el autocrático modelo romano del “pater familias”, según el cual la mujer era vista como una especie de “vasija del diablo”, una “seductora” necesaria para dos cosas: el placer y la reproducción.

Vivimos en una tierra en la que la decencia -el control de uno mismo y de los demás- está inextricablemente ligada a la autoridad religiosa. Ese problema se agrava aún más cuando el gobierno se apodera de esa tradicionalidad como principio vinculante para un país gigantesco. En Rusia se manifiesta simultáneamente vergüenza por ello. Y mientras nos lanzan de un extremo a otro, el sexo es juzgado como demasiado superficial, o puesto en un pedestal como demasiado precioso.

Con la masculinidad como principio rector de nuestra cultura (y los hombres como sus portadores), el problema es evidente: cuando salen con alguien, los hombres de las culturas tradicionales suelen recurrir a exagerar sus intenciones románticas para satisfacer sus necesidades carnales básicas. Esto, naturalmente, recicla la desconfianza en las mujeres, y las relaciones románticas se convierten en juegos de compromiso y poder... y engaños.

Estas contradicciones latentes han sido resumidas acertadamente por nuestro querido autor y dramaturgo Antón Chéjov en su cuento Ariadna: “Estamos insatisfechos porque somos idealistas. Queremos que los seres que nos dan a luz y producen a nuestros hijos sean más elevados que nosotros, más elevados que cualquier cosa en la Tierra. Cuando somos jóvenes, idealizamos e idolatramos a aquellos de quienes nos enamoramos; amor y felicidad son sinónimos para nosotros. Para nosotros, en Rusia, el matrimonio sin amor es despreciado, la sensualidad es objeto de burla y provoca repulsión, y aquellas novelas e historias en las que las mujeres son bellas, poéticas y elevadas gozan de mayor éxito”, escribió Chéjov.

“Pero el problema es el siguiente. Apenas nos casamos o congeniamos con una mujer que, más o menos un par de años, y sentimos que nos ha decepcionado, defraudado; probamos con otras mujeres y de nuevo encontramos desilusión, de nuevo horror, y en última instancia, nos convencemos de que las mujeres son mentirosas, mezquinas, vanidosas, injustas, incultas, crueles. En pocas palabras, incluso inconmensurablemente inferiores, no simplemente no superiores, a nosotros los hombres.”

A falta de un apoyo oficial al sexo como herramienta de comunicación sana y terapéutica entre dos iguales, muchos rusos de la vieja escuela parecen no poder sacar a las mujeres del pedestal en el que las han colocado. Si una mujer se desvía hacia un lado (o incluso si no encaja mínimamente en esta imagen clásica) se la tacha inmediatamente de puta.

Rusos modernos VS dogmatismo religioso: lo que dicen los expertos

Nadie está a salvo de la globalización. Pero en el caso ruso, eso es bueno. Los dinosaurios están en declive, junto con sus nociones de la vieja escuela sobre la servidumbre femenina y la familia como cumplimiento de algún deber religioso.

Según el sociólogo Iliá Markin, una nueva conciencia cívica surge de las bases. Cosas tan sencillas como Internet están movilizando movimientos en todos los ámbitos de la vida, desde la lucha contra la corrupción policial hasta el trato que nos damos como personas.

“Los rusos jóvenes y cultos, sobre todo los habitantes de las grandes ciudades, optan por las parejas románticas como modo de convivencia”, explica a Russia Beyond. El mundo está cambiando, e incluso “los bastiones de la castidad que se veían en la región [musulmana] del Cáucaso están en declive. Todo avanza hacia la posmodernidad total”.

Las costumbres de antaño “no pueden sobrevivir a la competencia de Hollywood y las instituciones culturales europeas. El punto de no retorno ha pasado... nadie quiere volver a nociones arcaicas”, afirma Markin.

¿Qué pasaría si el gobierno ruso fuera sustituido de repente por otro ultraliberal y la Iglesia Ortodoxa perdiera su control sobre la nación?

“Si la mano dura desaparece, la civilización, en lugar de desmoronarse, empezará de verdad. Así ha sido desde tiempos inmemoriales: el deshielo de los años sesenta, la perestroika de los ochenta... en cada caso, en cuanto la vieja regla aflojaba un poco su control, le seguía inmediatamente una explosión cultural, y sí, parte de ella negativa. Pero con el tiempo, todo alcanza un equilibrio. Y así será hoy, con toda probabilidad”.

La valoración más optimista que ofrece Markin está en el cisma que estamos empezando a ver con la Iglesia y el Gobierno a un lado, y una sociedad cívica que emerge rápidamente al otro: “La democracia viene de abajo, de las bases. La Iglesia intenta por todos los medios frenar ese proceso”, pero muchos no lo consiguen.

La terapeuta sistémica Marina Travkova, que se ocupa principalmente de las familias, cree que nuestro dogmatismo etnorreligioso se sustenta en nuestro sistema económico. Éste, a su vez, sostiene una “escasa conciencia” y una “preferencia por no reflexionar sobre cuestiones” de deseos personales y necesidades profundas.

La cuestión clave para Travkova, sin embargo, es que, para muchas personas, el sexo sigue sin definirse, cuando debería tratarse de comunicación. “Pero para que haya comunicación, hay que llegar a la noción de que la persona con la que te comunicas es tu igual y requiere hablar y llegar a un consenso”, afirma, y añade que los estereotipos de género siguen siendo demasiado fuertes en Rusia para que esto ocurra.

“¿Por qué no se plantea la cuestión del sexo? Porque una conversación honesta con una persona sobre su sexualidad es siempre una conversación sobre su espectro de deseos y preferencias personales, su individualidad, su derecho a todo eso, y esto hace que una persona sea libre. Para algunos países, eso es demasiada libertad para el individuo”.

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