En Rusia hay entre uno y tres millones de ciudadanos sin hogar.
Iliá Pitalev/RIA NovostiEn un pequeño microbús viajan el conductor y un médico (ambos de mediana edad), dos muchachas muy jóvenes (estudiantes universitarias de segundo curso), varias chaquetas de abrigo (donaciones benéficas), pantalones, botas y gorros, tres bidones con sopa caliente (un caldo con patatas y trozos de ternera), té, pan, vendajes y medicamentos. En una noche tenemos previsto recorrer todas las estaciones de tren de la ciudad. En total hay nueve, que reciben cada día más de un millón de personas, pero no todos los viajeros saben adónde irán después.
Vladímir, que aparenta más de cincuenta años (él dice que tiene treinta y nueve) llegó a la estación de Kursk desde la región de Riazán (a 250 kilómetros al sureste de Moscú). Su casa de madera se quemó, y con ella se perdieron sus documentos.
Sin esperar a que llegara una ayuda del Estado, se puso a trabajar como peón de obra y pasó dos meses llevando ladrillos, pero no le pagaron, tras lo cual no se dirigió ni a la policía ni a la inspección laboral, sino que se dio a la bebida.
En la estación lleva pidiendo dinero más de medio año. En este tiempo, en una pelea entre borrachos le rompieron la nariz, le han robado dos veces e incluso lo arrestaron, aunque lo soltaron al día siguiente. Este será su primer invierno sin hogar. “Está bien porque no hace mucho frío (en la calle hay 11 grados bajo cero – RBTH) — comenta mientras come la sopa ávidamente —. La gente que lleva tiempo aquí dice que cuando la temperatura baja de los veinticinco bajo cero se te congelan las extremidades aunque duermas en el sótano de un edificio o en un paso subterráneo. Muchos por aquí tienen los dedos de las manos y los pies amputados, por culpa de las heladas largas”.
Reuters
En Moscú existen siete centros de ayuda a los sintecho. Se parecen a hostales baratos, pero tienen personal médico y guardas. Son grandes edificios con numerosas literas, cocina común, duchas y lavabos también comunes a lo largo del pasillo. En total, en la ciudad hay 1138 plazas. Son gratuitas, están financiadas por el Estado. Sin embargo, en invierno la mitad de ellas está vacía. “Incluso ahora tenemos una tercera parte libre — comenta Nadezhda Tretiakova, directora adjunta de uno de estos centros—. Pero en plena helada (cuando la temperatura en Moscú bajó de los -32 ºC –RBTH), no cabía un alfiler”.
Nikolái, un hombre mayor que dormía en un paso subterráneo en la zona de la estación Kíevskaya, casi se lanza a darnos un puñetazo, pero después, tras abrigarse con uno de nuestros abrigos y comerse un plato de sopa, nos cuenta que ha estado en uno de los centros públicos pero que no le había gustado la experiencia. “Es todo muy estricto. La disciplina es peor que en la cárcel, se lo digo por experiencia. Firmas un papel en el que dice que esto se puede hacer, y que esto no. Si no lo cumples te entregan a la policía”. A la pregunta sobre qué es lo que no se puede hacer, Nikolái responde honestamente y con voz triste: “Beber. Ni una gota. Y de noche no puedes hablar con nadie, hay que respetar el silencio absoluto. Yo prefiero vivir en la calle, no estoy acostumbrado a vivir así”.
Cada día, según Nikolái, consigue de los transeúntes unos quinientos rublos (8,4 dólares), con esto tiene suficiente para comprarse vodka y pan con embutido. Al mes “gana” el doble del salario mínimo establecido en el país. “¿Qué más se puede pedir?” — resume Kolia.
Valeri Mélnikov/RIA Novosti
En la estación Paveletskaia encontramos una comuna de personas sintecho. Los policías que hacen guardia en esta zona en otros términos y la llaman “mafia”. Según nos cuenta uno de ellos, cada mañana los sintecho se reúnen junto al edificio de la estación, reciben instrucciones, después se separan y por la noche vuelven a encontrarse para poner en común todo lo que han conseguido durante el día.
Del botín, según hemos averiguado, se encarga un sintecho llamado Yuri y apodado “Eau de cologne” (por la costumbre típica desde la época soviética de beber esta sustancia), que vive en la calle desde hace tres décadas. Rechazando cualquier ayuda, Yuri cuenta que estuvo en prisión por un robo de poca importancia y que mientras cumplía condena su esposa (al parecer mediante un gran soborno) registró su apartamento a su nombre, y de ese modo “Eau de cologne” se quedó sin hogar. “Yo serví en Afganistán de francotirador — recuerda orgulloso—. Recibí condecoraciones, aunque ya las vendí”.
La historia de Yuri es ya un clásico: cerca de uno de cada tres personas sin hogar ha sido víctima de un engaño con su inmueble. Menos comunes son las personas con deudas, y menos todavía los refugiados procedentes de zonas de conflictos armados.
También se encuentran algunos como una abuelita que conocimos llamada Irina Stanislávovna, que lleva un moratón en su ojo izquierdo. Ella vive en la zona de la estación Kíevskaia desde hace tres años, porque sus familiares quieren envenenarla. De hecho, tiene casa a solo diez kilómetros de Moscú, pero en ella también están registrados su hija y su yerno. “Vi cómo echaban veneno a mi comida. No quiero saber nada más de ellos” — se queja, rechazando también nuestra sopa por la misma razón que rechaza vivir en su casa.
Los voluntarios, que recorren la ciudad de noche como mínimo una vez al mes, dicen que este no es el único caso de este tipo. En Chístie Prudí vive un hombre de Voronezh que espera que lo recojan unos extraterrestres. El lugar del encuentro establecido por ellos es ese mismo distrito, pero no le comunicaron el día ni la hora.
10 estaciones de récord en el metro de Moscú
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