Ese eterno espíritu errante ruso

Fuente: Marcelo Gómez

Fuente: Marcelo Gómez

El último fin de semana de julio, el frío invernal dio una tregua para que el pueblo de San Javier celebrara por todo lo alto su centenario.

Pero el aniversario de la colonia rusa más importante del hemisferio austral no solo fue un motivo de celebración, también fue la situación propicia para que muchas personas que abandonaron hace años el pueblo regresaran para reencontrarse con amigos, familiares y, en especial, con sus raíces. Y la conclusión es obvia: el espíritu errante que trajo a los primeros rusos a tierras uruguayas en 1913 parece seguir vivo en sus descendientes.

Crónica de un aniversario centenario

Pasados los años, varios descendientes de los primeros emigrantes regresaron a Rusia. El festejo de los 100 años de la colonia rusa ubicada en el departamento de Río Negro, en Uruguay, fue un motivo para el reencuentro de las personas. Es normal de que los jóvenes de San Javier dejen el pueblo para seguir sus estudios. 

Hace ya más de 100 años que los primeros rusos pisaron tierra uruguaya, para fundar San Javier, la colonia rusa más importante ubicada en el hemisferio sur. Si aún hoy la conexión entre Uruguay y Rusia resulta de por sí exótica, solo hay que imaginar qué pasaría por las cabezas de aquellas personas que en ese 1913 –y en años posteriores– viajaron hasta la lejana América de Sur en busca de una vida mejor.

El festejo de los 100 años de San Javier fue la excusa para que descendientes de rusos regresaran al pueblo que cimentaron sus ancestros. Fue por eso que, gracias a la fuerza de atracción de un número redondo de tres cifras, algunos se reencontraron con amigos y familiares después de décadas de distanciamiento, y otros, conocieron el lugar del que tanto les habían hablado sus abuelos. Pero mientras muchos volvían, había otros tantos, en su mayoría jóvenes, que ya pensaban en el momento en el que les toque a ellos mismo levantar vuelo para aventurarse en el mundo, lejos de la tranquilidad de San Javier.

Recuerdos de la infancia

Cuando Basilio Gorlo no tuvo dudas de que se iría de San Javier, solo atinó a dos cosas. A pedirle prestada la cámara de fotos a unos vecinos y a treparse al tanque de agua de su pueblo para inmortalizar el lugar en el que había nacido. “Quería darle el último adiós al arroyo en el que me crié, al bosque de Estero Farrapos, a las palomas, todo eso era parte de mí, era nuestro”, recuerda hoy sin ocultar la emoción este hombre de 78 años.

Aquella sentida despedida tuvo lugar en el año 1959, y Gorlo, por entonces de 24 años, ya casado y con una hija recién nacida, partió rumbo a Rusia junto a su familia. Atrás quedó todo, su casa, sus amigos y, en especial, aquel aroma a girasol tostado que regalaba la aceitera del pueblo. Era justo ese olor el que buscaba Gorlo cuando, 54 años después, regresó a San Javier. Pero ni la emoción del reencuentro con su pueblo le hizo olvidar el triste momento de su partida. “Durante años tuve un nudo en la garganta, pero me tenía que ir para acompañar a mis viejos”, recuerda Gorlo que, pese a haber vivido más de medio siglo como ruso, se sigue considerando uruguayo.
El San Javier que habita en su memoria ya no está, no fue el que encontró cuando lo visitó a fin de julio justo para la celebración de los 100 años. “Hoy no saben ni cortar el piroj. Me invitan con piroj y les digo el piroj no se corta en pedacitos, tiene que ser redondo y se corta del medio para afuera”. Por eso Gorlo agradece aquel día que subió al tanque de agua con una cámara. Esas fotos han resguardado del paso del tiempo a “su pueblo” y son las que cargaba en su valija cuando volvió este invierno

Idas y vueltas

No todos los que llegaron a participar del centenario de San Javier tenían fotos, muchos incluso ni siquiera tenían recuerdos, sino que llegaron allí siguiendo la estela dejada por cuentos y relatos de sus abuelos.

Ese fue el caso de Valentina Antonoff Riauba, quien nunca había visitado el pueblo en el que vivió su abuelo. Valentina no llegó sola, estaba acompañada de su hija veinteañera. “Mi abuelo nació acá, cuando enviudó se fue a Montevideo a trabajar al frigorífico”, recuerda esta mujer de 47 años que heredó el espíritu viajero de su abuelo y hoy vive en Argentina. Junto al calor de las brasas donde se asaba una buena cantidad de shashlik recordó aquellas cosas que forjaron su identidad rusa. “Cuando era niña aprendí a tocar la balalaika, y participaba de las fiestas en el Centro Máximo Gorki de Montevideo. Después eso se fue perdiendo y ahora veo que mis primos no le prestan mucha atención a esas cosas”.

Para Estefanía Lukianchuk (18 años), en San Javier buena parte del “ser ruso” se transmite a través del paladar y de los pies. “Desde chicos nos inculcan el tema de las comidas tradicionales, pero también están las danzas. Adquirís esto porque ya estas acá dentro. Uno quiere escuchar esa música y alegrarse, uno quiere comer esa comida y decir “qué rico”- Creo que hoy en día para los jóvenes el único punto de unión que conserva son las danzas”.
Por estos días, estas cosas están muy presentes en la vida de Estefanía, ya que, como la mayoría de los jóvenes de San Javier que quieren seguir sus estudios al terminar la Secundaria, debió irse a una ciudad más grande. “Estudio imagenología y no voy a poder trabajar en esa área en San Javier. Cuando me fui a estudiar me quedó claro que probablemente no volvería más, a no ser de visita. Es difícil, porque dejás las danzas, abuelos, padres, amigos y es muy diferente volver a empezar en una ciudad. En lo particular extraño mucho bailar, y cuando volvés te das cuenta de lo feo que está y te invade un sentimiento de nostalgia”.
Cecilia Belokon tiene 16 años y no ha terminado la secundaria y, aunque sabe que dentro de poco deberá definir si se queda o se va de su pueblo, por el momento no hace más que disfrutar de su tierra. “Acá en San Javier no hay mucha posibilidad laboral, pero lo que tiene este pueblo es la tranquilidad, la gente, no hay problemas”.

Mariana Mesa Rakovsky, tiene 19 años y para el centenario fue elegida reina de San Javier, título que lleva con orgullo. Mariana ha terminado la secundaria y no tiene intenciones de irse del pueblo. “Me gustaría estudiar algo que me permitiera trabajar en San Javier. Si bien no me gustaría ser doctora, quizá me gustaría ser enfermera, para poder trabajar en el pueblo”.
Todas las mañanas Mariana desayuna con su abuelo y ese es un placer al que no quiere renunciar. “Vivo con él y eso es algo que me tranca a la hora de pensar en irme. Soy muy pegada a mi abuelo, y él no se iría de San Javier. Es una persona maravillosa y ya nos conocemos todas las mañas”

Mariana trabaja en un comercio del pueblo y luego que termina se junta en la plaza con sus amigos a tomar mate. Sin embargo, este año es algo diferente.
“Este año muchos de mis compañeros se fueron a estudiar porque terminamos el liceo el año pasado. Entonces ya no los veo tanto porque la mayoría se fue a Salto o a Paysandú. Nos conectamos vía Facebook y los fines de semana cuando vuelven a San Javier”, dice Mariana con algo de resignación.

El eterno retorno

En Basilio Gorlo se sintetiza el espíritu errante ruso, ese que los lleva a recorrer el mundo en busca de una vida mejor y a establecerse en lugares remotos que adoptan como suyos. En el caso de Gorlo, esta relación es más compleja porque es tan uruguayo como ruso. Durante el medio siglo de vida en Rusia, él y su señora, Tania, fantaseaban con volver, pero los avatares de la vida hicieron que San Javier terminara por parecerse mucho a un lugar idílico, difícil de alcanzar.

Fue entonces cuando los 100 años del pueblo les dieron la excusa para el retorno. “Comenzamos a juntar plata para el pasaje. Pero Tania, ya desde el año 2007, tenía paralizada la parte izquierda de su cuerpo”, recuerda este hombre que en su vida rusa se transformó en soldador. Tania había estado a su lado cuando él mismo quedó paralizado durante tres años víctima de una intoxicación mientras soldaba y fue la misma mujer que lo acompañó cuando en 2005 el corazón casi le dijo basta.

Gorlo decidió renunciar a su sueño de retorno por Tania, su idea era que su hija -la que se fue siendo una bebé de San Javier- y su nieto Maxim fueran los que visitaran Uruguay. Pero unos meses antes del viaje Tania murió. “Quedé por el suelo, no quería saber de nada, habíamos pasado 60 años juntos”, recuerda Gorlo.

Fue entonces cuando Maxim, el único de sus nietos que habla español, lo convenció de venir a Uruguay. Y así nieto y abuelo emprendieron viaje hacia aquel pueblo idílico ubicado en Uruguay. Al llegar, San Javier no era el mismo que habitaba en los recuerdos de Gorlo. No encontró el aroma a aceite de girasol tostado, ni las generosas chacras de antaño. En cambio sí descubrió que su apellido no había sido olvidado y que para muchos seguía siendo el hijo del zapatero. Gorlo no esquivó ni una sola charla, ni se aburrió de instruir a los lugareños acerca de cómo se hacían las cosas antes. Al oírlo hablar y rememorar solo cabía preguntarse cómo haría para que todo ese bagaje de viejas y nuevas historias entraran en el avión. Por suerte, los recuerdos no pagan exceso de equipaje. Al irse, Gorlo solo tuvo una queja hacia sus antepasados: “Aquellos rusos hicieron todo bien, menos fundar San Javier en invierno”.

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