Tras la anexión de la península a Rusia en 1783, los dirigentes del imperio se enfrentaron a una serie de problemas. La población local era muy reducida y el nuevo gobierno no podía confiar en su lealtad.
No era posible iniciar la colonización masiva de Crimea con rusos, ya que había una gran escasez de trabajadores en el interior del país. Hubo incluso una idea de reasentar allí a convictos, pero éstos eran necesarios en las fábricas de los Urales.
Sin embargo, no se abandonó la idea de los convictos, sólo que ahora no tenían que ser rusos, sino... ingleses. En 1784, Gran Bretaña se dirigió a Rusia con la oferta de ayudar en la colonización de Crimea enviando allí a sus delincuentes.
Londres acababa de perder las colonias norteamericanas, en las que hasta entonces había mantenido a una parte importante de sus convictos. Ahora, algunos eran enviados a África, mientras que el grueso se mantenía en barcazas-prisión superpobladas en Inglaterra, que corrían el riesgo de convertirse en focos de propagación de enfermedades infecciosas.
San Petersburgo se mostró favorable a la propuesta inglesa, pero Semión Vorontsov, el enviado ruso a Inglaterra, había quedado horrorizado por la idea.
Sabía lo mucho que diferían los convictos rusos de los ingleses: los primeros solían dedicarse a la agricultura u otros trabajos creativos antes de caer en la delincuencia, mientras que los segundos solían ser criminales desde la infancia.
Al diplomático también le preocupaba la imagen que se daba del país. “¿Es decente para la sociedad pensar que, durante el feliz reinado de Catalina la Grande, Rusia sirve de exilio a Inglaterra y que el inglorioso y aún menos grande Jorge III condena a sus criminales al castigo del destierro tanto a Rusia como a las costas africanas?”, escribió a la capital.
La emperatriz escuchó los argumentos de Vorontsov y se decantó a favor de atraer colonos libres a Crimea. Y los ingleses pronto encontraron un nuevo hogar para sus criminales: Australia.
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