A finales de los siglos XVII y XVIII, un voivoda (administrador local) ruso que viajaba por el río Volga, cerca de Nizhni Nóvgorod, se vio “rodeado por tres barcas de piratas fluviales rusos; cada barca tenía dieciocho hombres. La tripulación de la embarcación del voivoda se defendió con éxito, y cuando mataron a tres de los ladrones, los demás huyeron”.
Esta historia fue recogida por el holandés Cornelis de Bruijn. En 1703, navegó por el Volga hasta Astracán en un barco en el que viajaban 52 personas con más de cuarenta fusiles y pistolas, y durante la noche dos centinelas estaban constantemente de guardia. Los asaltantes organizados que deambulaban por el campo en la Rusia pre-petrina eran realmente un gran problema.
¿Cómo luchaba Rusia contra el crimen?
El primer código de leyes ruso, la Rúskaia Pravda, estipulaba un severo castigo para el robo: todas las propiedades del ladrón eran saqueadas, y él y su familia eran asesinados o vendidos como esclavos. Esto, por supuesto, no detuvo a los criminales. Los ladrones existían en Rusia mucho antes de la aparición de la policía regular y eran un problema grave y habitual.
En 1497, entró en vigor una ley que instruía sobre cómo localizar a los criminales, así como realizar interrogatorios a la población local para encontrar a los bandidos. A partir de 1539, aparecieron instituciones especiales para la lucha contra la delincuencia: la gubnaya izbá (literalmente “casa de penitencia”) estaba dirigida por “ancianos de penitencia”; se trataba de los primeros “inspectores de policía local” de Rusia. Sin embargo, está claro que estas medidas apenas sirvieron para frenar la delincuencia.
Cómo vivían los ladrones rusos
En 1724, el primer economista de Rusia, Iván Pososhkov, declaró: “En Rusia tenemos muchos salteadores, a veces con hasta cien o doscientos en sus bandas”. Estos asaltantes solían planear cuidadosamente sus ataques; por regla general, estaban muy organizados y tenían cierta jerarquía. Sin embargo, podían actuar espontáneamente si se les presentaba la oportunidad. Disponían de sus propios medios de transporte y armas, incluidas armas pesadas que a menudo habían sido robadas a comerciantes o funcionarios zaristas.
Bandidos y merodeadores tenían sus bases en ciudades y pueblos. Crear y albergar una cueva de ladrones también era un delito. Como escribió el polímata y científico Mijaíl Lomonósov a mediados del siglo XVIII, “viven en las aldeas, pero suelen venir a las ciudades a vender los bienes saqueados”. El propio Lomonósov admitió: “Aunque se envíen funcionarios para localizar a los ladrones, hay pocas esperanzas de descubrir este mal o incluso de reducirlo significativamente.”
¿Cómo conseguían los criminales aterrorizar a la población incluso a mediados del siglo XVIII? Los primeros policías empezaron a aparecer en la década de 1730, pero sólo en las grandes ciudades. Los militares profesionales, procedentes en su mayoría de la nobleza, solían prestar su servicio en las grandes ciudades o en algún lugar lejano del campo de batalla. Los gobernadores regionales disponían de un arsenal limitado y de un número reducido de personas: las guarniciones militares permanentes sólo se encontraban en las grandes poblaciones. Además, para emprender acciones decisivas, el administrador local necesitaba el permiso de las autoridades centrales. Los merodeadores estaban bien organizados, conocían el terreno y a los habitantes locales y conocían las guarniciones locales. Entre las filas de los bandidos solían encontrarse muchos campesinos fugitivos y soldados renegados.
Por lo tanto, un mercader viajero siempre tenía que preocuparse de que los merodeadores estuvieran esperando en cualquier matorral espeso o zona densamente arbolada. La protección de sus bienes y propiedades era una responsabilidad puramente personal. En resumen, uno estaba solo ante el peligro.
¿Cómo se protegía la gente de los ladrones?
Hace siglos, todo hombre adinerado disponía de un arsenal completo de armas blancas y de fuego. Las fincas de los ricos estaban bien protegidas y fortificadas: la finca Ranenburg, propiedad del príncipe Alexánder Ménshikov, tenía murallas, puertas y bastiones en los que se colocaban cañones. La gente común, naturalmente, tenía armas mucho más sencillas.
En 1721, el príncipe Gagarin, en la provincia de Tula, tenía un arma de cañón de ánima lisa y un sable. En el desván de una casa señorial que perteneció al comisario Pashkov en Kolomna en 1723, se encontraron dos pistolas y dos “pequeñas pistolas de hierro”. Un comisario llamado Losev en la región de Ruza tenía tres cañones de hierro. En aquella época, las balas de pistola y la pólvora se vendían libremente. Por lo tanto, el hombre medio podía tener un imponente arsenal en casa si se lo podía permitir.
En la finca del príncipe Grigori Volkonski, estrecho colaborador del zar Pedro y director de la Fábrica de Cañones de Tula, había 14 cañones de hierro fundido, dos cañones de hierro rojo y 16 carros de combate, entre ellos cuatro con ruedas. El arsenal, sin embargo, no sirvió de nada al príncipe: Pedro el Grande lo mandó ejecutar por robo durante la construcción de una fábrica.
Incluso a finales del siglo XVIII, los merodeadores seguían siendo un problema para la gente corriente. El poeta Mijaíl Dmitriev recordaba: “Con el comienzo de cada verano, cuando los bosques ya estaban cubiertos de un espeso verdor, aparecían los ladrones... Mi abuelo siempre estaba preparado: cada año, con el inicio de la primavera, en la casa de su pueblo colgaban de las paredes del salón y de la fachada fusiles, bolsas con cargas, espadas y dardos”.
Cuando se acercaban los bandidos, los campesinos de la aldea corrían al patio de su amo, y los criados de la casa tomaban las armas. El propio Dimitriev fue testigo de un encuentro entre su abuelo y unos merodeadores: “Mi abuelo empuñó su puñal [un tipo de cuchillo], nos ordenó abrir la puerta y esperó a los ladrones en el porche. Esta vez, tuvo suerte. Los ladrones, doce en número, armados de pies a cabeza, subieron en sus caballos a la rotonda, llamaron al vigilante y le dijeron: “Ve y dile a Iván Gavrílovich, que no temamos su puñal, es que nuestros caballos se han cansado”.
Ese mismo día, sin embargo, la misma banda de bandidos saqueó e incendió el molino cercano a la ciudad de Sizran.
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