Revuelta e instintos básicos: breve historia del anarquismo a la rusa

Kira Lisitskaya (Foto: Dominio público, Unsplash, Pixabay)
Los anarquistas rusos desarrollaron la filosofía del movimiento no sólo de palabra, sino también de hecho: Mijaíl Bakunin estuvo a punto de organizar una revolución con la ayuda de relojeros suizos, mientras que Piotr Kropotkin protagonizó una audaz fuga de la fortaleza de Pedro y Pablo.

¿Por qué los estudiantes franceses rebeldes escriben hoy “¡Lean a Bakunin!” en las paredes de la Sorbona? Y esto en la patria de Proudhon (1809-1865), el pensador francés que fue el primero en llamarse a sí mismo anarquista, equiparar la propiedad privada con el robo y abogar por el trabajo libre. ¿Qué hicieron los apóstoles rusos del anarquismo, Mijaíl Bakunin y Piotr Kropotkin, para convertirse en símbolos mundialmente reconocidos del movimiento?

Una alternativa al Estado, según Mijaíl Bakunin

Pegatina en una pared que representa a Bakunin y la cita

“Buscar mi felicidad en la felicidad de los demás, mi dignidad en la dignidad de todos los que me rodean, ser libre en la libertad de los demás... ésta es mi fe”, escribió Mijaíl Bakunin (1814-1876), firme opositor a la autocracia. Ideó una alternativa real al Estado: un nuevo tipo de sociedad construida sobre los principios de voluntariedad y autoorganización. Bakunin pretendía sustituir el poder por el federalismo, el capitalismo por la propiedad colectiva y la religión por la educación.

Bakunin eligió una vida de lucha en lugar de una vida de búsqueda de abstracciones filosóficas en su finca cerca de Tver. Tras viajar a Europa para asistir a las conferencias de los alumnos de Hegel, pronto se dio cuenta de que no volvería a Rusia. Cuando, en 1845, los periódicos de París publicaron el decreto de Nicolás I que despojaba a Bakunin de todos sus derechos en su patria, el emigrante ruso respondió con una crítica pública al zarismo.

En Suiza, el público objetivo de la propaganda anarquista de Bakunin fueron los relojeros. En sus casas del cantón del Jura, no sólo ensamblaban intrincados mecanismos en miniatura, sino que también leían mucho, por lo que no es de extrañar que se tomaran a pecho las enseñanzas del rebelde ruso. En los pueblos de los alrededores de la Chaux-de-Fonds, Bakunin creó su propia versión de la Segunda Internacional (que a su vez fue una organización de partidos socialistas y obreros de 1889 a 1916), llamada “Federación del Jura”.

Mijaíl Alexandrovich Bakunin (1814-1876). Private Collection.

La revolución de 1848 en París, las barricadas en Praga, el levantamiento polaco, la creación de la sección española de la Internacional, el movimiento anarquista en Bolonia... Bakunin siempre se encontró en el epicentro de cualquier conflagración revolucionaria. “El espíritu de negación es un espíritu de creación, el impulso de destrucción es también un impulso creativo”, creía el anarquista.

Durante el levantamiento de Dresde de 1849, sugirió colocar obras maestras de la Galería de Dresde en las barricadas con la esperanza de que las tropas prusianas no se atrevieran a disparar contra ellas por razones estéticas. El levantamiento fue reprimido, la Madonna de Dresde no sufrió daños y Bakunin fue condenado a muerte en dos países a la vez: en Sajonia y en Austria. Pasó seis meses encadenado a un muro en Olomouc. Cuando se anunció que el prisionero sería entregado a las autoridades rusas, Bakunin intentó morir de hambre en dos ocasiones y trató de envenenarse con cerillas de fósforo, pero “se las comió sin ningún efecto sobre su robusta salud”, según cita Natalia Tuchkova-Ogariova en el libro La Suiza rusa de Mijaíl Shishkin.

En las mazmorras de la Fortaleza de Pedro y Pablo y de Shlisselburg, Bakunin perdió todos sus dientes, debido al escorbuto. Más tarde, recordó: “Una cadena perpetua es algo terrible. Una existencia sin propósito, sin esperanza, sin interés. Con un terrible dolor de muelas que duró semanas...”

Casa del nacimiento de Bakunin en Priamujino.

En la cárcel, Bakunin escribió Confesión, en la que condenaba sus “pecados” y agradecía a Dios (aunque no era creyente) que sus planes no se realizaran. Tras otra carta de arrepentimiento, el “pecador orante” fue liberado de la cárcel y exiliado a Siberia de por vida.

Bakunin dijo que no tenía nada que hacer en Siberia, así que, en 1861, tras obtener permiso para viajar a lo largo del Amur con fines científicos, realizó la fuga más larga, geográficamente hablando, dejando a su mujer en Irkutsk. “No hay derechos ni obligaciones”, predicaba Bakunin. “Sólo hay amor, un amor absoluto y, cuando hay amor, no hay obligaciones”.

Bakunin escribió a su amigo Turguéniev: “El Amur (…) es un buen río, con navegación a vapor y los barcos americanos van a Nikolaievsk en la desembocadura del Amur. Así que bajé por el Amur hasta Nikolaievsk en un barco de vapor y, desde allí, en un clíper americano hasta Japón y desde Japón hasta San Francisco, Nueva York, Boston y Londres”. En Londres, se unió al primer periódico revolucionario ruso Kolokol (La Campana) y comenzó a luchar contra el autoritarismo de Marx. “Las personas fuertes se conservan increíblemente en la prisión y el exilio...; salen de ellos, como después de un desmayo, retomando el camino donde lo dejaron cuando perdieron la conciencia”, escribió el revolucionario Alexánder Herzen.

Autorretrato en acuarela de Mijaíl Bakunin de 1838.

Bakunin sirvió de inspiración para el Sigfrido de Richard Wagner y el protagonista de la primera novela de Turguéniev, Rudin. “Capaz de la actividad más vigorosa, de empresas que sólo podrían ser conjuradas en un sueño o al leer a Cooper - Bakunin era al mismo tiempo un hombre perezoso y húmedo - perpetuamente sudado, con un cuerpo enorme, una melena de león y párpados hinchados, similares a los de un perro, que son tan típicos de los nobles rusos”, escribió sobre él el poeta Alexánder Blok.

Bakunin vivía sin preocuparse por el mañana. En una ocasión, habló ante sus compatriotas en Ginebra y les invitó a cenar en una taberna: “Por supuesto, yo invito. Quien no acepte mi pan y mi sal es un anatema”. Los invitados estaban siendo muy modestos y pidieron medias raciones, sin embargo, Bakunin insistió en que a todos se les sirviera carne, queso y varios litros de vino. Cuando llegó la cuenta, rebuscó en un bolsillo, luego en otro y soltó una carcajada: “A falta de dinero libre, el tesoro del Estado se ve obligado a recurrir a un préstamo interno obligatorio. Valientes rusos, ayudadme”. Nunca devolvió el dinero que le prestaron aquella noche.

Con Antonina Kviatskaia, 1861.

Bakunin pasó sus últimos años en la penuria, la enfermedad y la persecución. Fue expulsado de la Primera Internacional, mientras que Marx y Engels llamaron al bakuninismo “la infancia del movimiento proletario, como la astrología y la alquimia fueron la infancia de la ciencia”.

“Un enorme bulto de grasa, con la cabeza de un Júpiter borracho, desaliñado, como si hubiera pasado la noche en una taberna rusa... Formidable y lamentable, como la visión de un edificio majestuoso después de un incendio”, escribieron sus contemporáneos sobre Bakunin varios años antes de su muerte.

Murió en Berna, en un hospital para obreros, donde fue internado a instancias suyas.

Un siglo más tarde, el existencialista francés Albert Camus escribió que Bakunin fue un precursor directo de Lenin y Stalin: “...El sueño de un imperio eslavo revolucionario, tal y como Bakunin lo presentó al zar, fue -hasta en detalles como las fronteras- realizado por Stalin”.

La “antropología del anarquismo” del príncipe Piotr Kropotkin

“El violinista comenzó a tocar la frenética mazurca de Kontski. '¡Ahora o nunca!' pasó por mi mente. Me quité la bata de franela verde y eché a correr”, así describió el príncipe heredero, científico y anarquista Piotr Kropotkin (1842-1921) su fantástica fuga de la cárcel.

Destacado geógrafo y geomorfólogo, estudió la estructura tectónica de Siberia y Asia Central, la teoría de los glaciares y predijo la existencia de la tierra que posteriormente recibió el nombre de Francisco José. Fue a través de la observación de la naturaleza como Kropotkin llegó a su idea del anarquismo científico, es decir, a la construcción de una sociedad basada en la buena naturaleza de los seres humanos.

A diferencia de los seguidores de Darwin, el científico ruso no veía en los animales la lucha intraespecífica, sino la cooperación. “Incluso animales tan pendencieros como las ratas, que siempre se pelean entre ellas en nuestros sótanos, son lo suficientemente inteligentes como para no pelearse cuando roban en los almacenes, sino para ayudarse mutuamente durante sus incursiones y migraciones. Se sabe que a veces incluso alimentan a sus compañeros enfermos y discapacitados”, escribió el científico.

Por analogía con los animales, Kropotkin consideraba que la ayuda mutua era la clave del progreso de la sociedad. El anarquismo de Kropotkin no es sólo una idea filosófica, sino una tendencia de la propia vida natural. Mientras que la rebelión de Bakunin se dirigía contra la naturaleza humana, su “naturaleza animal”, Kropotkin apelaba a ella: dale a la gente libertad y hará el bien.

Kropotkin y su esposa en Dmitrov.

El príncipe vio brotes de comunismo anarquista en su sociedad contemporánea: en las bibliotecas, las cooperativas de trabajadores y los servicios comunitarios, que funcionaban en beneficio de la sociedad. Según Kropotkin, la anarquía sin el comunismo se reduce a la arbitrariedad de los individuos egoístas, mientras que el comunismo sin la anarquía equivale al despotismo.

El propio matrimonio de Kropotkin se basaba en los principios anarquistas: la igualdad en la unión familiar estaba protegida por un contrato de tres años. El matrimonio del príncipe duró hasta su muerte, a los 78 años, y el contrato se prolongó 14 veces.

Su teoría de la ayuda mutua no le falló a Kropotkin ni siquiera en el cautiverio: en 1874, el científico fue encarcelado en la Fortaleza de Pedro y Pablo por agitación como miembro de un círculo revolucionario. Los años pasados en una celda húmeda minaron la salud del príncipe. Fue trasladado a un hospital militar y cuando, según el médico, a Kropotkin no le quedaban más de diez días de vida, se concibió un plan de fuga que se llevó a cabo con la ayuda de sus amigos.

El plan de fuga de Kropotkin.

Según el plan, el prisionero debía huir durante su hora de paseo bajo supervisión. Sus socios alquilaron una dacha frente al hospital e idearon un sistema de señales: luces intermitentes, globos, un hombre comiendo cerezas... El plan de fuga finalizado, escrito en clave en un papel minúsculo y escondido en el mecanismo de un reloj de pulsera, fue entregado a Kropotkin por una pariente, que se jugaba ella misma su libertad.

Cuando el día señalado el prisionero salió a pasear, escuchó el sonido de un violín. Se interrumpía de vez en cuando, pero cuando el músico empezó a tocar una alegre mazurca, esa fue la señal de que era la hora. Su guardia, que trabajaba en el laboratorio del hospital, se distraía con una charla sobre parásitos bajo el microscopio: “¿Has visto qué cola tan grande tiene?” Exactamente en ese momento, Kropotkin pasaba corriendo para subirse a un taxi y abandonar Rusia por unos largos 40 años. "Fue una noche maravillosa. Fuimos en coche a las islas, donde va la moda de San Petersburgo en los buenos días de verano, para admirar la puesta de sol", recordaba Kropotkin aquel día, años después, no sin un toque de romanticismo.

Kropotkin en Moscú, 1917.

En la emigración, el príncipe ruso se ganó la reputación de teórico del anarquismo y de científico de talla mundial. No regresó a Rusia hasta el verano de 1917. Como era de esperar, el anarquista rechazó un puesto ministerial que se le ofreció en el gobierno, pero habló en una reunión estatal a favor de una república federal, para descontento de sus jóvenes y más radicales contemporáneos.

El funeral de Kropotkin

Kropotkin conoció personalmente a Vladímir Lenin, quien, a pesar de las duras críticas del científico hacia él, en más de una ocasión se preocupó por el anciano anarquista: firmó personalmente un documento que garantizaba que la casa de Dmitrov, donde vivían Kropotkin y su familia, no sería requisada ni compartida con otros inquilinos y, cuando Kropotkin cayó enfermo, le envió a los mejores médicos.

“Es una cosa o la otra. O el Estado aplasta al individuo y la vida local, <...> trae consigo la guerra <...>, revoluciones superficiales que sólo sustituyen a los tiranos, y como final inevitable... ¡la muerte! O el Estado debe ser destruido y entonces surgirá una nueva vida en miles de centros, sobre la base de una iniciativa enérgica, personal y de grupo, sobre la base de un acuerdo libre”, escribió Kropotkin, sin perder nunca su fe en la segunda opción.

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