El 25 de abril de 1953, Josip Broz Tito, el presidente de Yugoslavia, mantenía una pequeña charla con el recién nombrado embajador de Costa Rica en su país dentro del Palacio Blanco de Belgrado después de la ceremonia formal en la que se habían presentado las cartas credenciales.
Poco sabía Tito de que el hombre que estaba a su lado era un espía y sicario soviético preparado para acabar con su vida a la primera orden de Moscú.
Reclutamiento
Iósif Grigulévich es considerado a menudo como uno de los más valiosos agentes encubiertos de la inteligencia soviética y, al mismo tiempo, como un escritor y académico muy productivo cuyo principal interés residía en el campo de la historia.
Entre la inusual mezcla de talentos, se cree que este hombre fue un diplomático dotado, un académico destacado y un sicario despiadado: rasgos que a veces pueden encontrarse en varios individuos, pero raramente en una sola persona.
Grigulévich nació en Lituania en 1913, cuando formaba parte del Imperio ruso. El futuro espía creció en el seno de la comunidad judía caraíta, un minúsculo grupo étnico-religioso judío que se desmarcaba de la parentela judía en general.
Como muchos jóvenes educados de su época, el joven Grigulévich se convirtió en un ferviente devoto de las ideas radicales del comunismo internacional y la revolución mundial, que prometían un futuro utópico sin clases ni naciones. Para una persona que sufría el ascenso del nacionalismo y el antisemitismo en Europa, ésta era una alternativa atractiva.
A los 18 años, Grigulévich se involucró activamente en el movimiento comunista clandestino polaco-lituano como militante. Posteriormente, fue detenido, encarcelado y, más tarde, exiliado a París, donde se matriculó en la Universidad de la Sorbona para estudiar ciencias sociales y, de paso, participar en las actividades de la Comintern.
Siguiendo una orden de la Comintern, el joven activista se trasladó a Argentina en 1934 para movilizar a la comunidad local de inmigrantes judíos y polacos por el bien del movimiento comunista internacional.
En 1936, el devoto revolucionario cosmopolita se dirigió a España para unirse a las fuerzas republicanas apoyadas por la Unión Soviética en su lucha contra los nacionalistas. Muy pronto, Grigulévich fue captado por el radar de la inteligencia soviética.
Un año después de su llegada a España, Grigulévich fue reclutado por unos de los jefes de la NKVD, Alexánder Orlov, un hombre que más tarde desertaría a Estados Unidos por temor a las represiones que estaban cobrando fuerza rápidamente en la URSS en medio de las purgas de Stalin. No obstante, Orlov mantuvo en secreto la situación de Grigulévich, permitiendo que el espía soviético trabajara en beneficio de sus jefes en Moscú.
Una incursión nocturna
En la noche del 24 de mayo de 1940, un grupo de 20 hombres armados rodeó una casa en el barrio de Coyoacán de Ciudad de México donde residía León Trotski, el acérrimo enemigo político de Stalin en el exilio. Los asaltantes iban vestidos con el uniforme del ejército y la policía mexicanos, pero no eran ninguna de las dos cosas.
Los sicarios de la NKVD entraron en la casa, localizaron la habitación donde dormía Trotski y realizaron una descarga de disparos a través de una de las paredes. Iósif Grigulévich era uno de los hombres implicados en el plan de asesinato diseñado por el espía de Stalin, Pável Sudoplátov.
A pesar de las paredes acribilladas a balazos, Trotski sobrevivió escondiéndose debajo de su cama. Los ejecutores fallidos, entrenado en el oficio militar, pero sin experiencia en la ejecución de intentos de asociación clandestina, no pudieron confirmar la muerte de la víctima y se apresuraron a huir del lugar antes de que llegara la policía.
Años después, la hija de Grigulévich, Nadezhda, expresó su alivio por el hecho de que su padre no tuviera éxito en esta empresa en particular.
“Los documentos relacionados con ese [intento de asesinato] siguen siendo clasificados. Supongo que esa operación fue la página más trágica de la vida [de Iósif Grigulévich]. Afortunadamente, no salió bien”, dijo Nadezhda Grigulévich.
El fracaso en el asesinato de Trotski enfureció a Beria pero, de forma un tanto sorprendente, Stalin decidió perdonar la vida de los agentes que participaron en la operación. En su lugar, Grigulévich, condecorado con la Estrella Roja tras otro intento fallido de asesinar a Trotski, fue enviado de vuelta a Argentina, donde pasó otros ocho años, en gran parte olvidado en medio de la sangrienta guerra que arrasó Europa en la década de 1940.
Embajador
Según Andréi Známenski, profesor de Historia de la Universidad de Memphis, Grigulévich se subió magistralmente a la ola de la creciente campaña anticosmopolita lanzada en la URSS después de la guerra e incluso la convirtió en una ventaja para él.
La campaña pretendía “desenmascarar” a los “cosmopolitas desarraigados”, que a menudo eran de origen judío. A pesar de la ascendencia de Grigulévich, pudo sobrevivir a la nueva campaña de terror escribiendo una reseña de un libro que sirvió de base científica para la persecución de otro escritor y académico judío, Lev Zubkov.
Cuando se le preguntó qué le motivó a alinearse con el partido y la inteligencia soviética en esta etapa de su vida, se dice que Grigulévich respondió: “¡Miedo! Miedo a las posibles repercusiones por no hacer algo, por no cumplir una orden”.
No obstante, fue capaz de convertir la desafortunada situación en algo positivo.
“Maniobrando a través de un campo de minas de ‘trampas cosmopolitas’, consiguió que sus superiores se aseguraran de su fiabilidad y lealtad. Esto finalmente le sirvió para obtener la ciudadanía soviética y lo autorizó para recibir una nueva misión de espionaje en Italia a finales de 1949”, escribió Známenski.
Haciéndose pasar por hijo ilícito de un aristócrata costarricense fallecido, Grigulévich adquirió la ciudadanía costarricense y comenzó a relacionarse con la comunidad de exiliados del país en Italia. Inesperadamente para todos, consiguió ser nombrado embajador del país en Roma, el Vaticano y, posteriormente, Yugoslavia.
“Sus jefes soviéticos, burócratas provincianos criados en el ambiente del Gran Terror y temerosos de tomar la iniciativa, se mostraron al principio totalmente consternados e incluso molestos por tal aventurerismo y por la abierta violación de su protocolo de espionaje. Sin embargo, más tarde, al reflexionar sobre el asunto, aceptaron con gusto su nuevo estatus, retirándole de varias tareas de espionaje convencionales y convirtiéndole en proveedor de inteligencia política”, escribió Známenski.
En los años siguientes, Grigulévich suministró al Kremlin datos de inteligencia inestimables, adquiridos gracias a su posición única como embajador en el extranjero.
En un momento dado, se habló de Grigulévich como posible candidato a una misión para asesinar a Josip Broz Tito de Yugoslavia, pero la muerte de Stalin impidió que este plan se cumpliese.
Inmediatamente después de la muerte de Stalin, los nuevos dirigentes de Moscú llamaron abruptamente a Grigulévich a la URSS y lo expulsaron del servicio de inteligencia al llegar como uno de los acólitos de Stalin.
A pesar de ser abandonado por la organización para la que había pasado su vida, Grigulévich aprovechó la ocasión para dedicarse a su otra pasión: la investigación histórica y la escritura académica y popular.
En los años siguientes, Grigulévich defendió una disertación sobre la política y las finanzas del Vaticano y publicó numerosos libros e investigaciones sobre la Iglesia católica, el papado y la Inquisición, así como biografías de varios revolucionarios latinoamericanos.
En 1960, Grigulévich se reinventó como escritor y académico y se convirtió en investigador del Instituto de Antropología (actualmente conocido como Instituto de Antropología y Etnografía).
Grigulévich escribió y publicó nuevos libros de forma tan activa y rápida que despertó rumores sobre su contratación de escritores fantasma, una acusación que ha sido desmentida posteriormente.
Iósif Grigulévich murió en 1988 en Moscú.
“¿Sabe cuál es su hazaña? Todo el mundo, bueno, casi todo el mundo, está dotado de algún talento. Grigulévich lo utilizó en un 1.000 por ciento. No tenía nada más en la vida: ni aficiones, ni entretenimiento. Sólo recuerdo su espalda doblada y su escritura [...] El ocio [para él] era la lectura”, recordaría su hija Nadezhda Grigulévich.