Hace 300 años, el 10 de septiembre de 1721, se firmó uno de los tratados más importantes de la historia rusa. El Tratado de Nystad proclamó el fin de la Gran Guerra del Norte, que duró 21 años y en la que Suecia y Rusia habían sido los principales rivales. Y, si para la primera significó la pérdida de su estatus de gran potencia, para la segunda fue todo lo contrario. Supuso el comienzo de una nueva era, marcando el momento en que Rusia se unió al grupo de los estados más poderosos del mundo.
A finales del siglo XVII, el Reino de Suecia había alcanzado la cima de su poder. Al poseer Finlandia y vastos territorios en el Báltico y el norte de Alemania, los suecos convirtieron el mar Báltico en su “lago” privado. El ejército y la marina reales suecos estaban considerados como los más fuertes de Europa.
Sin embargo, Suecia también tenía sus puntos débiles, a saber, su escasa población y sus limitados recursos. Estos no le permitían ser igual de eficaz en la defensa de sus extensas fronteras. Debido a estas circunstancias, los suecos dependían sobre todo de la rapidez de despliegue y de la gran eficacia de combate de sus ejércitos, de la habilidad de sus comandantes y de la decisión del gobernante sueco. Cuando el inexperto Carlos XII, de 15 años, ascendió al trono sueco en 1697, varios estados europeos sintieron que había llegado su oportunidad de aplastar conjuntamente a un poderoso rival de larga data.
La Alianza del Norte, formada en 1699, incluía a Rusia, Dinamarca y la Mancomunidad Polaco-Lituana, cuyo rey, Augusto el Fuerte, el Elector de Sajonia, también se unió a la alianza. Tras haber sufrido a manos de los suecos en conflictos anteriores, esperaban recuperar los territorios perdidos, así como anexionarse otros nuevos. Para Rusia, el objetivo principal era ganar el acceso al mar Báltico que había perdido a mano de los suecos a principios del siglo XVII.
Para sorpresa de los aliados, Carlos XII demostró no ser ni mucho menos el prepotente que esperaban. El 4 de agosto de 1700, apareció de improviso en las afueras de Copenhague con un ejército de 15.000 hombres, obligando a Dinamarca a pedir la paz. El 30 de noviembre de ese mismo año, el rey sueco derrotó al ejército del zar Pedro I en la batalla de Narva, en el territorio de la actual Estonia. Murieron unos 8.000 soldados rusos y se perdió una cantidad considerable de artillería. Sólo unos pocos regimientos, que se habían formado siguiendo el modelo occidental, resistieron en la batalla, mientras que los demás se dieron la vuelta y huyeron despavoridos. “Las batallas contra los rusos no dan ningún placer”, dijo el rey al coronel Axel Sparre, expresando su decepción por las cualidades de lucha del enemigo.
Concluyendo que Rusia estaba acabada, Carlos XII se dirigió al oeste para luchar contra los polacos y los sajones. Pedro I, sin embargo, no tenía intención de rendirse tan fácilmente y aprovechó con sensatez el respiro que se le presentaba. Se formó rápidamente un nuevo ejército regular; se revisaron su estructura organizativa y los principios de instrucción y entrenamiento del personal. En consecuencia, las tropas rusas consiguieron hacerse con el control de casi toda la Ingermania sueca en los años siguientes y fue allí donde se fundó la futura capital del estado ruso, San Petersburgo, en 1703. El zar hizo una oferta a Carlos XII para terminar la guerra si la región seguía siendo rusa. ·Los términos de la paz pueden discutirse en Moscú·, respondió desafiante el Rey, indicando abiertamente el objetivo de su nueva expedición.
Tras haber pisoteado el territorio polaco y derrotado a Augusto el Fuerte, el ejército sueco invadió el territorio del Estado ruso en 1708. Sin embargo, Carlos XII no se decidió a avanzar hacia el corazón de Rusia a través de la campiña, que las tropas rusas habían asolado. Puso rumbo a la fértil Ucrania, donde el Hetman (comandante militar) Iván Mazepa, que se había pasado al enemigo, le había prometido apoyo. La expedición no resultó ser el camino de rosas que el rey esperaba: el adversario al que se enfrentaba ahora ya no era el que había encontrado en Narva.
El 9 de octubre de 1708, en la aldea de Lesnaia, en la actual Bielorrusia, Pedro I aplastó a un cuerpo de tropas al mando del general Adam Lewenhaupt, que se dirigía desde Riga con una enorme columna de suministros para el ejército del rey. El 8 de julio de 1709, en la batalla de Poltava, el propio Carlos XII fue derrotado, perdiendo 9.000 soldados muertos o heridos en el campo de batalla (las pérdidas rusas se estimaron en unos 5.000). “En esta famosa batalla”, escribió el teórico militar ruso del siglo XIX, el barón Nikolái Medem, “todas las órdenes del zar llevan la marca del genio militar: la ingeniosa retirada de la caballería, que atrajo al enemigo hacia nuestras baterías, la elección del momento adecuado para enviar a Menshikov contra Roos y, por último, la idea de avanzar fuera del campamento para enfrentarse al enemigo... La batalla demostró claramente que, gracias a sus juiciosas medidas de desarrollo de las tropas, el Zar había cumplido plenamente su objetivo y que, en términos de su integridad interior, el ejército ruso era ahora capaz de soportar la comparación con las mejores tropas europeas.”
Inmediatamente después de la victoria, Pedro I invitó a los oficiales suecos capturados a una cena en la que brindó a su salud, describiéndolos como sus “maestros en las artes militares”. Mientras Carlos XII se refugiaba en el Imperio Otomano, su ejército derrotado y desmoralizado se retiró a la ciudad de Perevolochna, donde, el 11 de julio, los 13.000 hombres se rindieron y fueron hechos prisioneros. A partir de ese momento, fue Rusia la que tomó firmemente la iniciativa en la guerra. “Así terminaron nuestros tiempos felices”, escribiría más tarde el soldado Joachim Lyth, que participó en estos acontecimientos.
Tras el triunfo ruso en Poltava, Dinamarca y Sajonia volvieron a entrar en la guerra contra los suecos. Las tropas rusas se apoderaron de todo el Báltico e invadieron Finlandia y, en 1719, llegaron a desembarcar varias veces en las costas de la propia Suecia. Al final, en 1721, el nuevo rey Federico I (Carlos XII había muerto en el asedio a la fortaleza noruega de Fredriksten tres años antes) decidió pedir la paz a Rusia y el 10 de septiembre se firmó un tratado de paz en la ciudad finlandesa de Nystad.
El Reino de Suecia cedió a Rusia “para su completa, absoluta y eterna posesión” Ingermanland, Lifland (centro y norte de Letonia), Estland (Estonia) y también la parte sureste de Finlandia. En recompensa por esto último, los rusos se comprometieron a pagar a los suecos dos millones de táleros de Europa Occidental durante varios años. Esto equivalía a la mitad del presupuesto anual de Rusia o a la totalidad del presupuesto anual de Suecia. El resto de las tierras finlandesas ocupadas fueron devueltas al control de Estocolmo. El 2 de noviembre de 1721, en la Catedral de la Vieja Trinidad de San Petersburgo, Pedro I adoptó el título de “Padre de la Patria, Pedro el Grande, Emperador de todas las Rusias”. De este modo, Rusia fue proclamada oficialmente como imperio, aunque en Europa había comenzado a ser descrita como tal mucho antes, desde la época de la victoria de Poltava.
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