Stalin murió de un derrame cerebral el 5 de marzo de 1953 en su casa de campo. Al día siguiente, la Unión Soviética escuchó el anuncio oficial por la radio. El periodista dijo, con su voz teñida de dolor: “El corazón del colaborador y seguidor del genio de la obra de Lenin, el sabio líder y maestro del Partido Comunista y del pueblo soviético, ha dejado de latir”.
Para la mayoría de los soviéticos, era como oír hablar de la muerte de Dios. Ya fuese porque amaban u odiaban al todopoderoso Stalin, habían vivido bajo su yugo durante los últimos 30 años. Varias décadas de rápida industrialización habían convertido a un país predominantemente rural en un gigante económico; pero también habían vivido purgas y hambrunas mortales, y una horrenda guerra contra la Alemania nazi y su gloriosa victoria; todo esto ocurrió bajo la supervisión de Stalin. Y ahora él se había ido.
Tragedia nacional
Para aquellos que crecieron con la propaganda oficial y no sabían nada de la magnitud del terror de Stalin, su muerte fue una catástrofe, algo peor que la muerte de su propio padre. Por todo el país, la gente lloraba a moco tendido. Hoy en día, todavía podemos ver algo similar, como cuando Kim Jong-Il murió en 2011 y millones de norcoreanos lloraron histéricamente mientras celebraban el luto por su fallecimiento.
Anastasia Baranóvich-Polivánova, que era estudiante en 1953, recuerda: “En nuestra universidad vi a un funcionario del partido llorar tanto que ni siquiera podía estar de pie... y nuestra profesora de marxismo, una persona muy amable, nos dijo: ‘Si alguien me preguntara qué es lo más importante para mí... Diría que mi hija, por supuesto. Pero si pudiera entregarla para resucitarlo, lo haría”.
El culto a la personalidad de Stalin era tan fuerte que incluso aquellos relacionados con víctimas de su represión se conmovieron. “Mi mamá me dijo que todos lloraron cuando se enteraron de la muerte de Stalin, y ella, una niña, también lloró de pura impotencia, porque la vida perdía su sentido... Mi abuela también lloró, lo que me sorprende, porque mi abuelo había sido reprimido”, recuerda Tina Kandelaki, una presentadora de televisión de origen georgiano.
Motivo de celebración
Por supuesto, no todo el mundo estaba hipnotizado por el carisma y la maquinaria propagandística de Stalin, especialmente aquellos que languidecían en prisión y en el GULAG, o que habían sido exiliados bajo falsos cargos. Vieron la muerte de Stalin como una liberación.
“Estábamos en Siberia, cerca de Norilsk (2.800 km al noreste de Moscú), cavando un pozo de cimentación”, contó Anatoli Bakánichev, que había sido encarcelado en un campo después de ser prisionero de guerra en Alemania. “Estaba haciendo un agujero en el permafrost con un pico cuando oí a mi compañero desde arriba: ‘Tolia, ven aquí, el bastardo ha muerto’. Todos los internos del campamento estaban contentos, se notaba. Incluso se comentó que alguien gritó: ‘¡Hurra! después de recibir las noticias”.
Una estampida mortal
Mientras los prisioneros de Siberia vitoreaban en silencio, en Moscú los jefes del partido organizaron una ceremonia de despedida. Esta no fue una tarea fácil, dado que tener una televisión era algo raro en la URSS a principios de los años 50. Así que, para miles de personas, la última oportunidad de ver a Stalin consistía en asistir a la ceremonia fúnebre y ver su cuerpo en el ataúd. Y así lo intentaron muchos, dirigiéndose a toda prisa a la Casa de los Sindicatos del centro de Moscú, donde el cuerpo del líder yacía dispuesto sobre un escenario.
La cola que se extendía por el centro de Moscú estaba claramente marcada y vigilada por la policía y el ejército, que utilizaban vehículos para mantener el orden (al menos, eso esperaban). Luego, el 6 de marzo de 1953, la gente llegó en grandes multitudes a la Plaza Trúbnaia desde el estrecho Bulevar Rozhdéstvenski, y estas se encontraron la plaza parcialmente bloqueada por cordones de camiones y tropas a caballo.
No había suficiente espacio para que la gente pasara, pero no podían regresar porque otros seguían viniendo detrás. “La multitud se hizo cada vez más grande, llegando a un punto en el que la gene no podías escapar de ella, era imposible escapar de la corriente”, relató Elena Zaks, una de las miles de personas que quedaron atrapadas entre la multitud. Ella tuvo suerte. Cuando pasaba por la valla vigilada, uno de los soldados la agarró y la sacó de entre el gentío, posiblemente salvándole la vida.
Muchos otros corrieron peor suerte. “Mi abuelo, que estaba allí, me dijo que en algún momento oyó un extraño crujido bajo las piernas; miró hacia abajo y vio tripas humanas”, cuenta el periodista de televisión Antón Jrékov. A la mañana siguiente muchas personas tuvieron que buscar a sus familiares y amigos en hospitales y morgues.
Hoy, 66 años después, todavía no está claro cuántas personas murieron aquel día: las estimaciones varían entre varias docenas y varios miles, y las estadísticas oficiales siguen siendo material clasificado. Sin embargo, una cosa está clara: incluso una vez muerto, el poder de Stalin se cernió sobre la tierra.
¿Sabías que el cadáver de Stalin, como el de Lenin, fue momificado y compartió mausoleo con el del padre de la Revolución durante un tiempo?
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