Sobre Bardon Mill, un pueblo de Northumberland, a seis horas en coche al norte de Londres, las guías son escuetas: “Situado cerca del Muro de Adriano y del antiguo fuerte romano de Vindolanda”. Los lugareños te dirán que cada otoño el pueblo acoge el Campeonato de castañas del Imperio Romano, y los aficionados al misterio se sienten atraídos por la historia del fantasma de un ladrón que ha vivido en una casa de este lugar desde el siglo XIV. Eso es todo. Más de 3.000 kilómetros separan Bardon Mill (452 habitantes) de Moscú (más de 12 millones de habitantes). Pero eso no impidió a la residente local Rachel Armstrong perseguir su sueño de estudiar en la Academia de Ballet Bolshói.
15 minutos que lo cambiaron todo
Cuando se le pregunta por qué, a la tierna edad de 17 años, se trasladó a Moscú, Rachel parece perpleja: de niña se enamoró de la danza, especialmente de la clásica. Por su rigor y disciplina, dice.
“Para poder practicar en casa, mi padre convirtió el garaje en una sala de ensayo con un espejo y una barandilla”, continúa. “Terminé el colegio en 2016 y estudié ballet durante un año. Mis padres me apoyaron: mamá también ha bailado desde niña y adora el ballet. Y papá respeta mucho lo que hacen los bailarines. Así que cuando mi profesor me dijo que tenía la oportunidad de entrar en la Academia Estatal de Coreografía de Moscú, mis padres no intentaron disuadirme. Al contrario, buscaron a graduados de la escuela que vivían en Inglaterra para preguntarles por sus estudios y su vida en Moscú”.
Para su solicitud de ingreso en la academia, Rachel grabó un vídeo de ejercicios y pequeñas variaciones, 15 minutos en total.
La respuesta llegó apenas unos días después: “Has sido aceptada”.
“Llegué a Moscú en septiembre de 2018 como la séptima estudiante procedente de Inglaterra en la historia de la Academia Estatal de Artes de Moscú”, recuerda la bailarina.
Hablemos ‘pa-ruski’
La capital rusa abrumó a la joven bailarina de una manera agradable: el contraste entre la metrópolis que se mueve rápidamente y su adormecido pueblo de origenno podría haber sido más marcado. Algunas cosas llamaron la atención de Rachel enseguida: el imperioso Teatro Bolshói, el mural de grafitis de Maya Plisetskaia en la calle Malaia Dmitrovka y el majestuoso edificio de la propia Academia, situado no lejos del río Moscova.
“Al principio tenía miedo de la barrera del idioma. Pero las chicas rusas que sabían inglés me ayudaron. Hice muy buenos amigos durante este tiempo, incluidos compañeros de curso de Japón y Corea. Pasamos casi todos los momentos juntos, como una familia”.
“Al final del primer año, tuve que hacer exámenes de historia de la cultura mundial, ballet y teatro en lengua rusa. Fue duro”, admite Rachel. “Pero me dio un gran impulso de autoestima”.
Cuando sus emociones iniciales se calmaron, Rachel empezó a explorar Moscú: “¡Quería verlo todo!”, sonríe. “Visité las fiestas de la Maslenitsa [Carnaval] en la Plaza Roja. Los panqueques rusos son deliciosos. Y también la cazuela de requesón. Sólo de pensarlo se me hace la boca agua”.
El sistema de metro de Moscú hace palidecer al de Londres. Luego estaba el Parque Gorki y los interminables malecones que ofrecían agradables paseos durante todo el año. Y, por supuesto, los teatros.
“¡Tenía tantas ganas de verlo todo! Afortunadamente, el carné de estudiante te permite ver las funciones del Bolshói por solo 100 rublos, así que no podía desperdiciar una oportunidad así. El lago de los cisnes, Carmen, Espartaco, coreografías modernas... me las arreglé para verlas todas, incluso antes del confinamiento,”
La danza de los cisnes rusos
Preguntada por sus preferencias de género, Rachel dice sin dudar que su corazón pertenece a los clásicos.
“La danza contemporánea es demasiado libre para mí, no se ajusta a mi carácter. Me gusta mucho Ekaterina Krisanova. La vi en Espartaco y Romeo y Julieta. Cuando estaba en Inglaterra, veía las retransmisiones de los ballets en el cine, y ya entonces la admiraba. Es deslumbrante, muy dotada artísticamente”.
¿Su coreógrafo favorito? “¡Yuri Grigorovich!”, responde sin perder el ritmo, explicando que su coreografía es más cercana a nosotros en el tiempo, emocionalmente precisa y rigurosa en la forma. En sus ballets, dice, los bailarines rusos son muy expresivos, como si interpretaran su último papel para la posteridad.
Una meta, sin obstáculos
Si mira hacia atrás. lleva tres arduos años de estudio. El horario no es, desde luego, para débiles: levantarse a las 7:30, clases de ballet y de educación general, talleres de interpretación, ensayos. Pero cuando se practica cada día, haciendo algo nuevo cada vez, el cansancio pasa a un segundo plano.
“Tengo una meta y no puedo rendirme”, admite Rachel. “El ballet es mi pasión. Claro que echo de menos a mis padres. Por culpa de la Covid, llevamos un año sin vernos. Pero nos llamamos todos los días. Después de la graduación, espero volver a casa y pasar tiempo con mi familia”.
Durante sus estudios, el sueño de Rachel de actuar en el escenario en papeles principales de ballet no ha disminuido ni un ápice. Al contrario, ha cristalizado en algo más concreto.
“Pienso asistir a audiciones aquí en Rusia y en Europa. Debido al bloqueo, muchos teatros están cerrados o trabajan en modo online; eso realmente lo hace más difícil al intérprete, cuando no puedes ver la reacción del público.”
Entre sus planes futuros está un viaje al Teatro Mariinski de San Petersburgo. Pero por ahora, la mente de Rachel está en Moscú: “No sé cómo acabará mi carrera, pero si puedo trabajar aquí, seré feliz”.
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