Iván Trevogin (1761-1790) fue bendecido con dos dones innegables: imaginación ilimitada y osadía. Estos talentos, sumados a la buena suerte, llevaron a este sencillo muchacho de Járkov (entonces en el Imperio Ruso, hoy en Ucrania) primero a San Petersburgo y luego a París. Sin embargo, tarde o temprano, sus engaños siempre salían a la luz, obligándole a escapar.
La vida en la calle
Como no se sabe mucho sobre Iván Trevogin, los historiadores no tienen más remedio que confiar en lo que el gran mentiroso contó a la policía secreta rusa.
Es posible que heredase de su padre, un pintor de iconos eclesiásticos itinerante, su afán por la aventura y el vagabundeo. Dejando a su mujer y a sus tres hijos pequeños en casa, éste recorría los pueblos en busca de trabajo, a menudo en estado de embriaguez. Fue después de una de estas juergas cuando se ahogó.
Incapaz de mantener a su familia, la madre de Iván, ahora una joven viuda, pidió ayuda al gobernador local, que asignó a los niños al hogar de acogida de la academia de Járkov.
Hay que quitarse el sombrero ante Iván: el joven provinciano estudió tan bien que los informes sobre sus progresos llegaron hasta el propio gobernador. Destacaba sobre todo en francés, idioma que en aquella época hablaba toda la nobleza rusa. Esto le resultaría muy útil más adelante.
Al terminar sus estudios, Iván puso sus ojos en Voronezh, la ciudad más grande de los alrededores, donde fue directamente a buscar trabajo en la oficina del gobernador. Tras varios intentos fallidos, finalmente fue contratado por un rico comerciante local como tutor de sus hijos.
Negocio arriesgado
Como todos los jóvenes ambiciosos, el ambicioso Iván soñaba con San Petersburgo, la capital por aquel entonces.
Al trasladarse allí, consiguió un trabajo como corrector de pruebas en la imprenta de la Academia de Ciencias y, según algunas fuentes, recibió permiso para publicar su propia revista. La nueva revista, Boletín Parnasiano, se anunciaba en el periódico Vedomosti de San Petersburgo como una “publicación sobre astronomía, química, mecánica, música, economía y otros trabajos académicos, con un suplemento que ofrecía composiciones críticas, románticas, divertidas y elocuentes”. A los que querían recibir la revista por suscripción se les pedía amablemente que pagaran la cuota anual por adelantado.
No ha llegado a nuestros días ni un solo número de esta publicación, y algunos historiadores dudan de que llegara a ver la luz. Lo que sí se sabe es que Trevogin, muy endeudado y sin ingresos, se vio obligado a huir de la capital. “Así es como Trevogin se encontró en el extranjero como un vagabundo sin hogar”, escribe Leonid Svetlov, experto en literatura del siglo XVIII.
Vagando por el extranjero
Trevogin se embarcó en un barco que iba de San Petersburgo a Ámsterdam. Holanda le pareció una tierra pobre, que no necesitaba a un extranjero desconocido. Intentó ingresar en la Universidad de Leiden, pero fue rechazado. Tras una temporada de vagabundeo, volvió a optar por el subterfugio. Gracias a su excelente dominio del francés, se hizo pasar por un marinero francés y consiguió un puesto en un buque de guerra holandés.
Más tarde contaría a la policía que a bordo del barco le asignaron las tareas más duras y una vez le dieron 20 latigazos por intentar desertar. Al final, consiguió que lo licenciaran y se dirigió a París. Allí, en Francia, Trevogin se dirigió a la embajada rusa y contó una historia lacrimógena sobre su (falsa) captura por turcos otomanos y que ahora su único deseo era regresar a su patria. Como artimaña para conseguir comida, refugio y ropa, funcionó. El embajador ruso en París, el príncipe Bariatinski, informó a San Petersburgo de que el huérfano estaba sediento de conocimientos y había visitado todos los museos de París.
Trevogin temía que, de vuelta a Rusia, aquellos a los que había engañado, intencionadamente o no, le encontraran y se vengaran. “Su posible inminente muerte y su imaginación juvenil le empujaron a ir a por todas”, escribe Svetlov. Por ello, Trevogin decidió probar suerte en Asia o África. “Al enterarse por casualidad de la existencia de cierto príncipe indio que pasaba por malos momentos, asumió el alias del desafortunado príncipe de Golconda, privado del trono por parientes y cortesanos intrigantes”.
Tras convencer a todo el mundo de que era realmente el príncipe del (inexistente) reino de Golconda, todavía en París, comenzó a buscar acólitos. Para que el engaño fuera más convincente, incluso encargó un emblema real a un joyero parisino.
Su problema fue la falta de dinero. Para financiar sus empresas, robó algo de plata, pero fue detenido por la policía francesa y enviado directamente a la prisión de la Bastilla. Allí, Trevogin ideó un detallado sistema estatal para su inexistente reino, que incluía moneda, escudos, títulos, universidades y mucho más.
El “Estado” debía adoptar la forma del absolutismo ilustrado (una noción popular entre los filósofos de Europa Occidental de la época). Trevogin prestó especial atención al “Templo del Conocimiento”, una academia autónoma donde florecerían el arte y la ciencia.
Incluso inventó su propia lengua de Golconda y dio testimonio en ella a un desconcertado investigador en su celda de París. De la Bastilla, Iván fue entregado a San Petersburgo, donde se encontró en las garras de la policía secreta rusa.
De París a Siberia
La emperatriz Catalina II decidió no castigar con demasiada severidad a Trevogin, de 24 años, por sus “errores de juventud”: en 1783 fue condenado a dos años de trabajos forzados. Más tarde fue enviado a Siberia para servir como soldado… ¡no es el mejor destino para alguien que había tenido miedo del ejército desde la infancia!
Sin embargo, las autoridades locales se encariñaron con Trevogin y solicitaron su traslado de soldado a profesor de francés en una escuela local (un hombre de su educación era claramente una rareza en provincias y no debía desperdiciarse). A Trevogin se le permitió enseñar en un internado privado y dar clases particulares, pero no pudo regresar a la capital. Mientras permaneció en el exilio, las autoridades locales debían informar sobre él a la policía secreta.
Sin embargo, el destierro siberiano supuso para Trevogin una liberación en muchos sentidos: por fin tenía tiempo para escribir y seguir desarrollando sus ideas utópicas. Dejó de enseñar y se dedicó por completo a escribir sus fantasías, convirtiéndose prácticamente en un anacoreta. Pero pronto cayó gravemente enfermo y murió a los 29 años.
La policía secreta no quiso arriesgarse y selló todos los documentos del fallecido y los envió a San Petersburgo. Incluso su tumba no fue marcada para evitar una posible peregrinación de adeptos a Trevogin.
Más tarde se escribieron varios relatos históricos y una novela de aventuras sobre el aspirante a príncipe de un estado ficticio que terminó sus días en las tierras salvajes de Siberia. Sin embargo, como señalan los investigadores, a pesar de todos sus defectos, el aventurero Trevogin merece admiración por perseguir no tanto la fama y la riqueza como la acumulación de conocimientos.
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