Dibujado por Natalia Mijáilenko
Como muchos de los revolucionarios rusos del siglo XIX, Kropotkin nació en el seno de una familia rica perteneciente a la nobleza; formaba parte de la élite. Su padre tenía más de mil siervos y tres grandes fincas. Kropotkin se graduó en el Cuerpo de Pajes, la academia militar más exclusiva de la época en Rusia. Llegó a ser incluso paje de cámara del emperador Alejandro II. Ante él se abría un futuro brillante: podría haberse convertido en general o en ministro.
Sin embargo, el príncipe desestimó todo esto y se entregó a la revolución. Habiéndose empapado de literatura clandestina, renunció al prestigioso servicio en la guardia y se marchó a Siberia.
Durante este acercamiento al pueblo, Kropotkin se convenció definitivamente de que todos los males provenían del Estado. Allí adonde no llegaba la mano del Estado, a pesar de la pobreza, la gente era feliz. Los pueblos que conoció se organizaban en comunas y se las arreglaban perfectamente sin impuestos ni funcionarios.
Durante su estancia en Suiza, se dedicó a observar cómo estaba organizada la cooperativa de los relojeros. Estos no estaban sometidos a ninguna jefatura y, sin embargo, la cooperativa funcionaba a la perfección. Se trataba de una auténtica comuna anarquista, tal como lo entendía Kropotkin. Una comunidad de personas libres, que no trabajaban bajo presión, sino de forma voluntaria. Allí mismo, en Suiza, Kropotkin se unió a la Primera Internacional, la misma en la que ingresó Karl Marx.
Kropotkin regresó del extranjero transformado en un revolucionario convencido y comenzó a redactar propaganda revolucionaria. Demostró bastante destreza en el arte de la conspiración, pues durante mucho tiempo, aunque la policía estaba al tanto de sus actividades, no pudieron arrestarlo. Se disfrazaba constantemente de estudiante o de campesino y cambiaba con frecuencia de piso franco. Si en el edificio entraba un elegante joven con gafas, después salía un campesino vestido con una vieja camisa de algodón y unas botas baratas. La transformación era absoluta. No obstante, al final fue arrestado. Lo enviaron a la Fortaleza de Pedro y Pablo en San Petersburgo, una de las cárceles más lúgubres de Rusia. Kropotkin pasó dos años allí para después fugarse. Fue un caso único. Solo una persona realmente desesperada podía tomar la decisión de fugarse de la Fortaleza de Pedro y Pablo.
Se marchó al extranjero, donde prosiguió con su actividad antigubernamental —y es que la anarquía se basa en la negación del Estado, de la gran máquina estatal—; allí encontró muchos partidarios, entre otros, los editores de un periódico con un nombre bastante sugerente, El Insurrecto, que se dedicaban a publicar propaganda e incluso llegaron a organizar algunos ataques terroristas.
Kropotkin no guardaba ninguna relación con estos sucesos, pero debido a su exposición al público se convirtió en una figura muy impopular. Esto le valió la expulsión de todos los países europeos; en Francia incluso fue condenado a cinco años de cárcel, de los que finalmente solo tuvo que cumplir tres, gracias a la intervención de Victor Hugo y de otras celebridades, que acudieron en su defensa.
Ningún Estado —ni los capitalistas ni los socialistas— acepta la anarquía. Cuando Kropotkin regresó a Rusia durante la revolución, enseguida se produjo el roce con los bolcheviques. Al viejo anarquista le horrorizaba la crueldad de estos. Era una persona gentil y bondadosa por naturaleza, por lo que no podía aprobar el terror rojo bajo ningún concepto. Ante todo, él interpretaba el anarquismo como un sistema basado en la ayuda mutua y en la solidaridad. Y lo que se encontró allí fue una guerra de todos contra todos.
“¡Para esto he trabajado toda mi vida en la teoría de la anarquía!”, se quejaba a Plejánov, un viejo compañero marxista. A lo que este le contestó: “Piotr Alexéevich, también yo me encuentro en esa situación. Si hubiera sabido que mis enseñanzas sobre el socialismo científico desembocarían en esta pesadilla...”
Tras la muerte de Kropotkin, las autoridades rusas lo conmemoraron por su lucha contra el ‘perverso’ sistema zarista. En su honor se bautizaron varias calles e incluso ciudades de todo el país. En el centro de Moscú hay una parada de metro que se llama Kropótkinskaya y durante un tiempo también existió el museo de Kropotkin, pero a finales de los años 30 lo cerraron por lo que pudiera pasar. Para entonces, el Estado soviético ya se había puesto en pie y había ganado poder; las ideas anarquistas le eran completamente ajenas.
Pero el anarquismo resultó ser una corriente sorprendentemente vivaz. Mientras exista un Estado, siempre habrá alguien que quiera luchar contra su opresión. El famoso lema ‘la anarquía es la madre del orden’ no resulta tan absurdo si se entiende este movimiento como lo planteaba el propio Kropotkin.
Como una espléndida utopía; una disposición perfecta de la sociedad, en la que ciudadanos conscientes trabajan por el bien común, sin capataces ni supervisores, por el simple hecho de que son personas conscientes y benévolas. Una imagen hermosa, aunque completamente inverosímil. Pero el gran soñador Kropotkin creía que algún día las cosas serían así.
Esteban Volkov, nieto de Trotski, recuerda el legado revolucionario de su abuelo>>>
Stolypin: el primer ministro ruso muerto a manos de los terroristas>>>
El papel fundamental de Rusia en la Primera Guerra Mundial>>>
¿Quiere recibir la información más destacada sobre Rusia en su correo electrónico? Pincha en y reciba cada viernes el material más interesante.
Todos los derechos reservados por Rossíiskaia Gazeta.
Suscríbete
a nuestro boletín
Reciba en su buzón el boletín informativo con los mejores artículos sobre Rusia: