¿Qué salida tiene la crisis con Turquía?

El incidente con el avión ruso derribado por las fuerzas aéreas turcas va a convertirse en una difícil prueba para las relaciones bilaterales entre Moscú y Ankara. Hasta no hace mucho, los políticos y analistas las consideraban un ejemplo de éxito en la mejora de relaciones entre antiguos enemigos históricos.

Sería desacertado contemplar los problemas actuales como algo que ha aparecido súbitamente y carece de causas visibles. El conocido analista turco Bülent Aras describió las relaciones ruso-turcas como una “colaboración entre competidores”.

De hecho, las posturas de Moscú y Ankara no coincidían en una serie de cuestiones políticas. Entre otros, el conflicto de Nagorno-Karabaj y Georgia, cuya integridad territorial nunca ha sido cuestionada por los políticos turcos. Y aunque Ankara no ha puesto énfasis abiertamente en Crimea, su actitud acerca del cambio de estatus de la península en favor de Rusia se puede definir como escepticismo cauteloso.

Sin embargo, durante largo tiempo fue posible minimizar las discrepancias impulsando unas relaciones comerciales mutuamente beneficiosas. Según parecía el pragmatismo seguiría desplazando a un segundo plano los desencuentros y disputas sobre temas políticos. Más aún teniendo en cuenta las difíciles relaciones de Tayip Erdogan –que ha liderado Turquía durante la última década– con EE UU y la UE.

Ankara no veía con buenos ojos que Washington se relacionase con el movimiento kurdo de Oriente Próximo y el curso hacia la integración de la república turca en la UE no despertaba gran entusiasmo en Bruselas. Las partes ni siquiera pudieron lograr grandes avances en la cuestión chipriota. Además, la forma que Turquía trata la cuestión kurda también produce disensiones dentro de la UE sobre la conveniencia de aceptar a Ankara en sus filas.

Es más, Turquía es el único país miembro de la OTAN con un estatus de socio de diálogo en la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), bloque integrado por Rusia, China y varios países de Asia Central.

En resumen, Rusia y Turquía constataban su desacuerdo en una serie de cuestiones pero no atravesaban ninguna “línea roja” ni ponían en duda la necesidad de desarrollar su cooperación económica. Muestra de ello son las negociaciones para llevar a cabo el proyecto energético Turkish Stream, que tiene como objetivo reducir la dependencia de Rusia respecto al consumidor europeo de gas.

A pesar de elos, la lógica del “acuerdo en el desacuerdo” comenzó a romperse antes de este año. Las causas deben buscarse en los eventos de 2011, durante la llamada primavera árabe.

Si bien Moscú recibió estos eventos como un desafío peligroso que amenazaba a los estados árabes laicos,  reforzaba el fundamentalismo islámico y causaba preocupación respecto a la viabilidad de la exportación a antiguas repúblicas soviéticas; Turquía veía en estos hechos una oportunidad para volver a una región que durante muchos años no constó entre las prioridades de Ankara.

El país otomano apoyó al líder de los Hermanos Musulmanes en Egipto, Mohamed Mursi, y tuvo un brusco giro en favor de Palestina, al mismo tiempo que subía el tono de sus críticas a Israel y contra el gobierno de Bashar al-Asad. En la práctica, Ankara comenzó a considerar Oriente Próximo como una esfera de influencia.

En este contexto los dos gigantes eurasiáticos han desarrollado una política divergente. Moscú ve la destrucción del Estado laico y el Estado Islámico como las principales amenazas en Siria, mientras que Ankara teme un refuerzo de las posiciones kurdas y alauitas, así como la derrota de sus clientes, interesados en el fortalecimiento de la influencia turca en la región.

No hay ninguna duda de que el derribo del Su-24 ha puesto en peligro las relaciones entre los dos países. Está en juego el prestigio y la capacidad para salir de la situación actual de cada uno de ellos. Aunque la situación irá cambiando y concretándose, en estos momentos las emociones están a flor de piel.

No obstante, las partes ya tienen una cierta experiencia en salir de situaciones difíciles, cuando parece que no hay salida. Al mismo tiempo ninguno de los dos desearía ayudar a terceras fuerzas mediante el debilitamiento mutuo. En tercer lugar, Turquía comprende que, a pesar de su rechazo a Asad, la desestabilización en el país vecino puede golpear como un bumerán a la propia sociedad turca.

También en Turquía hay partidarios de los islamistas radicales, dispuestos a luchar contra Erdogan independientemente de sus relaciones con Rusia. Incluso si estas se rompieran, Erdogan no tiene garantizado el perdón y el apoyo de los radicales. Todo ello proporciona una tímida esperanza para que ambas partes encuentren algún tipo de modus vivendi en unas nuevas y difíciles condiciones.

Serguéi Markedonov es profesor de en la Universidad Estatal de Humanidades de Rusia.

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