Un recorrido de más de 10.000 kilómetros entre Asia y Europa. Fuente: Marcelo López
Quien se lance a la aventura de hacer el mítico viaje transiberiano, a bordo de los interminables trenes rusos que devoran miles de kilómetros atravesando todo tipo de paisajes y situaciones, debe estar preparado para vivir una experiencia de contrastes.
Apasionante, por donde se mire, porque nunca se sabe qué puede pasar. Desde el clima, los colores, las comodidades y hasta el humor de los habitantes rusos es una incógnita, a veces a ritmo de tren nocturno, lento y monótono, y otras con el vértigo de las calles, de cada ciudad o de las palabras de la provodnitsa, una mezcla de azafata y comisario de a bordo que está marcando lo que hacer, con estricta conducta cuasi soviética y la aridez de un idioma que con el paso de los días empieza a entenderse algo y ya no resulta tan cortante.
Mongolia y Siberia
Una visita a Ulán Bator, capital de Mongolia, no es tal si no se pasa al menos una noche en un gher o yurta, las tiendas de madera y cuero de oveja utilizada por las familias aún nómadas y también por quienes han decidido afincarse en alguna parte del terreno ya despoblado y natural, a pocas decenas de kilómetros de la urbe.
Un perro vigila la yurta (tienda de las nómadas). Fuente: Marcelo López
En medio de las montañas, a 40 kilómetros de Ulán Bator, “Dream Adventure Mongolia” espera al turista para sumirlo en la realidad de este país. Una familia conformada por un nativo, su esposa noruega y su hija completan un equipo perfecto para vivir una experiencia única. Ella se encarga de los alimentos, de servir cada comida, de explicar la idiosincrasia mongola y él de mantener la casa (gher) calefaccionada, con una especie de salamandra que es alimentada constantemente con leña cortada del propio monte.
Un budista en Ulán-Bator. Fuente: Marcelo López
Todo es probable en materia de clima en Mongolia, al igual que en las primeras ciudades rusas entrando por el este. Como ellos mismos dicen, “las cuatro estaciones en un día”.
Para esto hay que estar preparado. Buena ropa térmica, que mantenga la temperatura del cuerpo, que no pese y que ocupe poco lugar en el equipaje, es fundamental. Con ello, botas, un buen gorro de lana y guantes completan el equipo. Un viaje de estas características iniciado en Mongolia y con destino en San Petersburgo es transitar desde una vida verdaderamente básica hasta lo más sofisticado.
Primero hay una parada importante en Sühbaatar, la última escala en territorio mongol. Bajar en la estación, para tomar un poco de aire, es recordar que se está en Siberia, ya que el frío de las primeras horas de la mañana cala hasta los huesos y hace notar la estupenda calefacción de la que se goza en el tren.
Luego, es el turno de la parada en Naushki, donde la larga detención de 190 minutos es, obligatoriamente, dentro del tren. Ese es el momento de la actuación de los oficiales de la aduana rusa. Un verdadero batallón coordinado a la perfección entra y sale de los vagones. La solicitud de documentos, en dos momentos diferentes, se intercala con la revisión del equipaje, de la cabina del tren, centímetro por centímetro, y de la pasada de un perro caniche que olfatea cada rincón. Cuando todo parece estar listo, una nueva visita, ya con caras de buenos amigos, sirve para que los oficiales digan “bienvenido a Rusia”.
Rumbo al Baikal, toda una aventura
Lago Baikal. Fuente: Getty Images / Fotobank
Al dejar la aduana atrás, la atención vuelve al paisaje y poco a poco las montañas mongolas empiezan dar paso a terrenos más llanos, aunque con la decoración montañosa en el horizonte. Nos acercamos a Irkutsk, una ciudad que asombra con su innumerable cantidad de casas de madera, la mixtura de su transporte urbano y sus amplias calles, con sol de mayo pero con bajas temperatura todavía.
La economía de la ciudad se ha favorecido por ser la urbe más cercana al lago Baikal, destino ineludible en la zona de la Siberia. Ya sea en la aventura sobre rieles que une el extremo oriente de China con Moscú o simplemente en vacaciones regionales, el Baikal es una suerte de oasis, congelado en invierno y donde se veranea en los meses de calor. Es allí donde juega su rol la ciudad de Irkutsk, que acoge la última escala hacia el enorme espejo de agua que anidan las montañas siberianas.
Si no se conoce algo cómo funcionan las cosas en Rusia no es fácil llegar al Baikal. La llegada a la terminal de autobuses no supone tener todo solucionado. Para empezar, hay que lidiar con taxistas y conductores de minibuses, de cuyo humor dependerá el precio y el momento en que se pueda emprender el viaje.
Además, es necesario saber que el traslado debe ser hasta la localidad de Sakh–yurta y que MRS es el nombre con el que la conocen. De allí es preciso tomar un ferry si se quiere ir a la parte más bonita del lago, que es una isla de nombre Ojón, de 72 kilómetros de largo. Dentro de la isla hay que dirigirse hacia la zona de Juzhir.
Una vez sorteadas todas estas peripecias queda una larga caminata entre el barro, producto del reciente deshielo, y a través de un pueblo casi fantasma.
Contemplar el lago Baikal es algo que bien puede definirse como único. Desde sus montañas costeras que forman grandes acantilados o desde la propia orilla, a los pies de las rocas conocidas como las del Chamán, no es fácil abstraerse del asombro y de pensar en semejante maravilla a tantos miles de kilómetros de Uruguay con la sensación de estar en el medio de la nada.
Después de verlo, parecen casi anecdóticos los datos de que el Baikal es el lago más profundo del mundo (1.637 metros) y cuya extensión de norte a sur es de 636 kilómetros. Impacta el azul intenso del agua cuando se abre camino entre el blanco más blanco del hielo.
Coronado por una cadena montañosa casi en todo su extremo, es testigo de los cielos más cambiantes en horas. El celeste puede dar paso a nubes de algodón o amenazantes tormentas en cuestión de minutos, lo que lo llena de misticismo. La isla de Oljón es considerada uno de los cinco polos globales del chamanismo y en Juzhir se encuentran las rocas del Chamán, a orillas del lago.
En el área se pueden ver rituales chamánicos, inscripciones y un colorido especial. También resulta extraño ver vacas sueltas pastando en medio del camino, casi al borde del precipicio hacia el lago congelado. Juzhir también es un lugar en el que habitan niños y jóvenes muy dispuestos a ayudar a los turistas. Saben de fútbol y se esfuerzan por hablar inglés.
Camino a Europa
Kazán. Fuente: Marcelo López
Al quedar atrás la soledad del Baikal y los distintos medios de transporte para llegar y salir de la zona, el tren vuelve a ser protagonista si se quiere proseguir el camino hacia la Rusia europea. El largo trayecto recorrido y el que aun queda por delante tienen señales inequívocas a través de las ventanillas y en los propios vagones.
El paisaje blanquecino de los abedules y las laderas dan paso a las coníferas y al reverdecer del césped que asoma tras las ventanillas. Al interior de los vagones, ya con más personas a medida que el trayecto se va arrimando a Moscú, la fisonomía de las personas también es otra. Los rostros más orientales ya no son tan frecuentes, el lenguaje y los modales empiezan a ser más atildados y la comunicación se hace posible.
Las preguntas de rigor, los alimentos sobre la mesa y las anécdotas compartidas son un nuevo compañero que aliviana las horas sobre las vías.
En las ciudades, la arquitectura de madera no desaparece, pero comienza a hacerse a un lado para dar espacio a los bloques de cemento o las torres de cristal de las distintas épocas de la Rusia del siglo XX y de comienzos del siglo XXI.
Krasnoyarsk, Tomsk, Novosibirsk y Ekaterimburgo presentan una dinámica diferente. Son ciudades más activas, con tránsito fluido, ágil, con mucha gente en las calles que no siempre siguen las normas al pie de la letra.
En Krasnoyarsk las atracciones vuelven a ser algunas casas de madera históricas, los monumentos de Lenin, una plaza que recuerda a los soldados caídos en la Segunda Guerra Mundial, enmarcada por tanques y baterías antiaéreas de la época y las infaltables flores rojas.
Una extenuante subida a la colina Karaulnaya, donde hay una pequeña capilla, permite tener una gran panorámica de la ciudad: más cemento que madera, mucho tránsito y las cúpulas doradas o de colores de varias de las iglesias ortodoxas que pululan por las ciudades rusas.
Moscú. Fuente: Marcelo López
En la guerra, Krasnoyarsk albergó gran parte de la industria del armamento en Rusia, pues fue elegida por su ubicación central, ya que quedaba así protegida de posibles ataques aéreos.
Camino al oeste, la ciudad de Novosibirsk es un paso más hacia el modernismo. Tránsito, vida más agitada y la existencia de numerosos pubs y discotecas, la ponen entre las elegidas por los más jóvenes.
Según dicen en las ciudades vecinas, los fines de semana son el fuerte de Novosibirsk, pues la movida nocturna es reconocida en la región. Pero cerca de allí, a 260 kilómetros, Tomsk se roba la escena. El hecho de ser una ciudad universitaria con seis grandes centros académicos, le permite gozar de una población mayoritariamente joven, que no solo ocupa las casas de estudio, sino los puestos de trabajo de los cada vez más frecuentes bares, restaurantes, tiendas.
En la tardecita las plazas quedan colmadas y se vive un ambiente de distención envidiable. En las noches, la diversión da rienda suelta los fines de semana, pero en días hábiles siempre hay sitios dónde cenar bien o tomar algunos tragos.
Provodnitsa (vigilante) del tren. Fuente: Marcelo López |
Durante las horas más tranquilas, las casas de madera ponen el tono de serenidad a un tráfico incesante, con tranvías, trolebuses y centenares de minibuses que cubren con vértigo cada rincón de la ciudad.
En contraste con la libertad que viven los jóvenes de Tomsk de hoy día, junto a pares de otras ciudades rusas y de países de la región, aparece en escena el museo de la Opresión, donde se exhibe un mapa del Gulag, los campos de concentración soviéticos desperdigados por todo el territorio de lo que fue la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
En las afueras del museo, también se pueden apreciar dos estatuas en recuerdo de las víctimas de la represión estalinista.
Al límite
La siguiente parada de la aventura transiberiana es el final de la Rusia asiática y el comienzo de la europea.
Ekaterimburgo es la ciudad que se encarga de albergar el límite continental y darle vida a los montes Urales en su función demarcatoria.
Más allá de dos sitios en los que se destaca la línea de separación, la ciudad de Ekaterimburgo combina un estilo típico de lo visto en las demás ciudades con una zona comercial de gran desarrollo y modernidad. Con calles peatonales que invitan a pasear y sacarse fotos en cada una de las esculturas contemporáneas que se exhiben, el ritmo de la ciudad recuerda que Rusia también está en Europa.
Pero en Ekaterimburgo también está presente la historia, con catedrales, monumentos y un pasado que así lo cuentan. A un lado de la enorme iglesia de la Sangre, dos cruces marcan el sitio donde la revolución bolchevique ejecutó al zar Nicolás II y a toda su familia en 1918. Fue en el sótano de una casa, que hoy día se recuerda con una cruz de hierro colocada en 1991 y otra de mármol, que data de 1998, cuando los restos de la familia Románov fueron trasladados al mausoleo familiar de San Petersburgo.
Es el final de Asia, pero Rusia tiene mucho por dar todavía, pues el tren aún está por llegar a Kazán, Moscú y San Petersburgo, conformando una segunda parte donde, además de conocer las grandes ciudades de Rusia, quedará mirar hacia atrás y repasar las anécdotas de un viaje memorable.
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