Las confrontaciones armadas en Siria generan una oleada de personas buscando refugio en otros países. Fuente: Mijaíl Sinitsin
La familia de Yarob Rashid, un farmacéutico de 39 años que vivía con su esposa, Susanna Annaji —ama de casa—, y sus tres hijos en la pequeña ciudad de Apamea, cerca de Hama, logró emigrar a Moscú gracias a que Yarob sabe ruso y a que su hermano, que ya vivía en Rusia, pudo enviarles una invitación para solicitar el visado. Llegaron a Moscú el 26 de enero de este año. Ahora viven en un piso que les ayudó a alquilar su hermano y los niños ya van a la escuela, pero el recuerdo del sufrimiento padecido aún sigue vivo.
Yarob comienza así su historia:
Cuando todo empezó íbamos a las manifestaciones y llevábamos incluso a los niños; para nosotros eran como celebraciones. Nadie nos lo impedía… pero, de pronto, aparecieron las armas… ¿de dónde salieron?, no lo sé... ¿por qué?, nos dijeron que era para proteger a los civiles. En nuestra ciudad no murió ni se arrestó a nadie hasta que un día explotó una motocicleta cerca de un puesto de control militar situado a la entrada de Al-Skelbia (una población de 20.000 personas, de confesión cristiana).
Después de aquello, el ejército montó un campamento junto a nuestra ciudad. Militantes de los Hermanos Musulmanes comenzaron a disparar contra el campamento todos los días, fue completamente inesperado. Los residentes de las poblaciones colindantes rogaron a los guerrilleros que no usaran sus casas para disparar al ejército, pero estos ignoraron las súplicas y la indignación de la gente. Los guerrilleros consiguieron de súbito mucho dinero, armas y coches, de modo que se convirtieron en una resistencia real.
Un día, yo estaba en la farmacia y entró un hombre armado. Le dije que si se habían armado para defender a la población civil por qué nos usaban como escudos humanos, disparando desde casas en las que vivía gente. Desde luego no respondió nada y, al día siguiente, hubo un tiroteo entre los rebeldes que disparaban desde las casas y el ejército en el que murió un niño de 3 años. Fue la primera víctima de la población civil.
Aquí interrumpe Susanna:
En nuestra casa había una habitación interior que utilizábamos a modo de refugio. Una semana después de que abandonáramos la casa, cayó un proyectil justo en la habitación en la que nos escondíamos de las balas. Y la guerra también llegó adonde habíamos huido.
Susanna mira a su marido y continúa:
Cuando tuvimos que dejar por segunda vez la casa en la que nos escondíamos, alquilamos un piso en otra región más segura, y después nos mudamos a Al-Skelbia.
Yakob recuerda lo que le ocurrió a sus amigos y familiares:
Dos de mis amigos —uno militaba en el Ejército Libre y el otro en el del Gobierno— se enzarzaron en una pelea. Al final uno acabó matando al otro (al del Ejército libre). El hermano del atacante también apoyaba al Ejército Libre: donaba 6.000 dólares cada mes.
Susanna continúa:
Incendiaron la casa del hermano, su fábrica de leche, la casa de su hijo y varias tiendas, además de otras 5 casas de sus familiares más cercanos. Quemaron incluso la casa de mi tío, que no tiene nada que ver con esta historia, su tienda, la casa de mi tía y una farmacia.
Aquí Yakob añade:
Era una de las farmacias más grandes de la región de Hama. Solo en alimentación infantil contaba con unas reservas valoradas en 300.000 dólares. El dueño de aquella farmacia les ofreció 70.000 dólares para que no la incendiaran. Cogieron el dinero y, aun así, quemaron la farmacia.
Entonces, los farmacéuticos de la ciudad se declararon en huelga y cerraron durante un día. Yo también cerré, pero me advirtieron de inmediato que si no abría también quemarían la mía. Realmente ya lo habían hecho con otras farmacias: rompieron las puertas y lanzaron granadas al interior. Ardió todo.
La situación fue empeorando paulatinamente… en nuestra casa cayeron proyectiles hasta 3 veces antes de que huyéramos, y 2 veces más cuando ya vivíamos en Moscú.
Susanna añade:
Se oían disparos todo el tiempo. El miedo de los niños y el mío por ellos fue lo que me empujó a buscar una forma de escapar. Al final estábamos viviendo 15 personas en una sola habitación.
Susanna mira a su hijo mediano:
Él antes iba a casa de su abuelo solo, incluso cuando oscurecía, y ahora le da miedo hasta ir al baño solo, tenemos que esperar junto a la puerta cuando va. Se estremece con cualquier ruido brusco. Los niños creían que la guerra había empezado otra vez cuando oyeron los fuegos artificiales en Moscú.
Yakob se incorpora de nuevo a la conversación:
No somos los únicos que hemos huido. Casi el 65 % de los habitantes de nuestra región la han abandonado. Se han ido en dirección a Turquía o a otras regiones de Siria. Muchos no tienen pasaporte ni dinero.
Sigue Susanna:
En nuestra ciudad ha desaparecido todo: la comida, el agua, la electricidad. Al final cocinábamos el pan en los fogones de casa. El precio de la harina subió muchísimo. En una ocasión estuvimos hasta tres días sin comer ni un trozo de pan. Hacía mucho frío en invierno. Un día, se produjo un intenso tiroteo. Nos escondimos en el pasillo de casa, nos quedamos allí sentados, en el suelo de piedra. Teníamos mucho frío, pero no podíamos coger nada de abrigo de las habitaciones porque muchas balas perdidas atravesaban las ventanas.
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El hijo mayor, Ajmed, añade:
También dormíamos en el pasillo.
El mediano, Naser, le corrige:
No, vivíamos en el pasillo: dormíamos y comíamos allí.
Después, el mismo Naser, añade con un tono verdaderamente afligido:
Aquí no conozco a nadie… ¿por qué no habré traído a mis amigos, Ibraím, Majmud, Rashid…? (enumera los nombres de todos sus amigos)
El más pequeño se suma repentinamente a la conversación:
Y yo echo de menos al tío y al abuelo.
Su padre entonces agita la cabeza apenado:
Nos encantaría volver, pero es imposible. Hemos solicitado el estatuto de refugiados. Para mí, lo más importante ahora es conseguir el permiso de trabajo. ¿Cómo vamos a salir adelante sin trabajo? Aun así, nuestra situación es cien veces mejor que la de otros muchos.
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