Oportunidades y riesgos de la campaña siria

Alekséi Iorsh
El otoño del año 2015 representa un nuevo hito en la historia política rusa. Por primera vez en más de un cuarto de siglo el país lleva a cabo una gran operación militar en el extranjero. Hay motivos de carácter estratégico que han impulsado estas acciones de Rusia. Moscú exhorta a crear una coalición contra el terrorismo pero da a entender que también está dispuesto a actuar de forma independiente.

Los motivos que han impulsado al Kremlin a tomar la decisión de iniciar una operación militar lejos de sus fronteras nacionales son comprensibles. El Estado Islámico, organización prohibida en Rusia, es un enemigo indudable.

Además, ha entrado en juego la intuición política de Vladímir Putin, que ha aprovechado la oportunidad para cambiar la situación y obligar a los demás actores a reaccionar a su iniciativa, y no al revés. La demostración del significativo aumento de las capacidades militares de Rusia no es un objetivo en sí mismo pero sí un factor, así como la configuración de un círculo de socios importantes en la región que va desde Teherán hasta Beirut.

Los riesgos no son menos evidentes. En realidad Moscú participa en una brutal guerra civil en uno de los bandos, el de Bashar al-Assad, y en una guerra religiosa, solidarizándose (aunque sea de modo situacional) con la minoría chiita frente a la mayoría sunnita.

Esto requiere una cuidadosa configuración de su política ya que, en caso contrario, la magnitud de los daños pueden ser muy grandes. Incluidos los agravios en política interior, teniendo en cuenta las particularidades confesionales de los musulmanes de Rusia.

Las relaciones con Occidente todavía se complican más. Prácticamente a todos los actores les interesa asestar un duro golpe a los islamistas, pero mientras el éxito de Rusia esté relacionado con el afianzamiento, no solo de su influencia, sino también del régimen de al-Assad, las relaciones negativas con los EE UU y sus aliados están aseguradas.

De momento es difícil predecir si esta oposición llegará a un enfrentamiento directo con Moscú y queda la esperanza de que se hayan aprendido algunas lecciones del pasado.

Sea como fuere, en el mejor de los casos, los principales actores mantendrán la neutralidad. Además, es inevitable que se libre una encarnizada guerra informativa que, de hecho, ya ha empezado.

El principal dilema de las guerras que actualmente libran los países importantes es que no existe el concepto de “victoria”. Las campañas militares se lanzan casi con el único objetivo de reemplazar al poder, lo que se logró en Afganistán, Irak y Libia.

En esos casos no se atrevieron a declarar que hubo una victoria, y es que la aniquilación de un gobierno no deseado no se convirtió en una victoria. El éxito militar obligó al vencedor, o bien a ocuparse de la construcción del Estado (Afganistán, Irak), lo que resultó caro e ineficaz, o bien a retirarse rápidamente (Libia), dejando atrás las ruinas del Estado. Sea como fuere, el objetivo de las campañas militares se convirtió en la búsqueda de una “estrategia de salida”.

La intervención rusa en Siria tiene, como mínimo, una importante diferencia respeto a las acciones que han llevado a cabo los EE UU y la OTAN desde principios de los 2000: Moscú no trata de cambiar al gobierno actual sino que pretende mantenerlo en el poder y reforzarlo.

Por mucho que se hable de la pérdida de legitimidad de Assad y de la falta de un control efectivo de gran parte del territorio, la cooperación con el ejército regular y el aparato administrativo, aunque el gobierno esté significativamente debilitado, ofrece más oportunidades que la ayuda a los rebeldes.

Sin embargo, esta situación no suprime la cuestión de la “estrategia de salida”, sobre todo si el escenario no se desarrolla tal como se planeaba. Al fin y al cabo, los estadounidenses bombardean al Estado Islámico desde la base aérea de Incirlik, en Turquía, donde se quedarán en caso que haya un giro inesperado en el teatro de las acciones militares, mientras que los pilotos rusos están en la misma Siria.

Toda guerra tiene su propia lógica, y en algún momento supera a la racionalidad política. Salir del atolladero es difícil, como confirma la experiencia de casi todas las potencias que han intentado jugar grandes partidas en Oriento Próximo. La historia de la región nos enseña que aquí nada se desarrolla tal como se había concebido. Y esto no se puede olvidar.

Fiódor Lukiánov, presidente del Consejo de política exterior y defensa.

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