Un cuarto de siglo convulso

Dibujado por Konstantín Máler

Dibujado por Konstantín Máler

En 1989 se identificó la desaparición del Muro de Berlín con el triunfo de la democracia liberal y del capitalismo acompañante. Un cuarto de siglo después, sin embargo, ninguno de los pronósticos formulados entonces ha encontrado confirmación plena. A diferencia de lo que pareció ser común durante la guerra fría, y por añadidura, cada vez es más difícil augurar lo que el futuro nos deparará.

EE UU, pese a su poder omnímodo, ha naufragado en las dos principales operaciones bélicas urdidas en el siglo recién iniciado: Irak y Afganistán. Cierto es que hablar de Estados a la hora de juzgar estos hechos es introducir un equívoco: quienes dirigen EE UU, la UE o Rusia son, las más de las veces, formidables corporaciones que operan en la trastienda.

Un buen indicador de la zozobra del momento lo aporta el hecho de que la propia globalización se halla en entredicho, y ello pese a las numerosas ilusiones volcadas en las nuevas tecnologías. Pareciera como si, a falta de su rival capitalista burocrático –los sistemas de tipo soviético-, el capitalismo liberal hubiese demostrado una y otra vez su irracionalidad lacerante.

Nada de lo anterior significa que las lógicas imperiales de antaño, a menudo entremezcladas, ayer como hoy, con disputas por las materias primas, hayan desaparecido. Sabido es que el gasto militar planetario ha recuperado el pulso luego de los atentados del 11 de septiembre de 2011, con EE UU, de nuevo, en un papel tan prominente como equívoco: Washington es un maestro a la hora de crear problemas –ahí está el Estado Islámico- que luego acude presuroso a mal resolver. 

Pese a la irrupción de las llamadas economías emergentes, el Sur del planeta sigue, por lo demás, donde estaba. La mitad de los seres humanos tiene que malvivir  con menos de dos dólares diarios, sin que la pobreza haya retrocedido de forma palpable.

Para que nada falte, hay que dudar de la condición alternativa del modelo de los BRIC. Al margen de reproducir muchos de los elementos más impresentables del capitalismo occidental, con el añadido frecuente de prácticas autoritarias, los países en cuestión parecen llamados a exhibir quiebras internas que desdibujen los datos saludables de hoy en escenarios en los que las desigualdades siguen siendo, de nuevo, extremas. Claro que también en el mundo occidental se asiste a una quiebra de la credibilidad de las democracias liberales, sometidas al poder de las corporaciones, con problemas graves de corrupción y, una vez más, lacerantes desigualdades.

La preservación, en todo el globo, de las supersticiones que rodean al crecimiento y a la competitividad augura, en suma, atrancos futuros. Y es que, más allá de círculos restringidos, no se aprecia ninguna conciencia seria de lo que significan problemas mayores como la crisis demográfica, la endémica postración de las mujeres, el expolio de la riqueza humana y material de los países del Sur, el cambio climático o el agotamiento de muchas de las materias primas energéticas.

Así las cosas, sobran las razones para preguntarse si el capitalismo, que está perdiendo los frenos que en el pasado le salvaron la cara, no se ha adentrado en una fase de corrosión terminal bien ilustrada por su incapacidad para hacer frente a la crisis ecológica y eludir el colapso.

Si no hay ningún motivo para añorar –buenas películas de espías aparte- el mundo de la guerra fría, tampoco lo hay para sentirse hechizado por este amasijo de miserias que la codicia de unos pocos ha contribuido a perfilar. 

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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