El papel de Bielorrusia en la crisis entre Rusia y Occidente

Dibujado por Alekséi Iorsh

Dibujado por Alekséi Iorsh

En los último meses las relaciones entre Occidente y Bielorrusia ha tomado un cariz curioso cuanto menos, por no decir intrigante. En el contexto de la crisis en Ucrania, altos funcionarios europeos han estado viajando hasta Minsk para participar en conferencias, cumbres y reuniones, lo que indica que de algún modo las relaciones entre ambos se están descongelando.

Hace tan solo un año, habría sido difícil imaginar a Dunia Miyatovich, representante de la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) para la Libertad de Expresión, visitando Bielorrusia. Parece un milagro que Miyatovich haya notado un progreso en la actitud de las autoridades bielorrusas hacia la libertad de los medios no gubernamentales, especialmente porque varios periodistas han sido detenidos y arrestados durante su visita. Por otra parte, una delegación interministerial del Gobierno estadounidense visitó Minsk en septiembre y el Consejo de Europa celebró allí un seminario.

Bielorrusia y Occidente no han tenido ningún tipo de contacto durante muchos años, ya que Minsk cortaba de raíz discusiones sobre problemas como la libertad de prensa y los valores democráticos. Ahora estos argumentos se están debatiendo durante las reuniones. Tanto Miyatovich como los miembros de la delegación estadounidense afirmaron haber hablado de temas similares en sus encuentros en Minsk.

Por supuesto, la reanudación de los contactos no es en ningún modo accidental, ni parece ser resultado de cambios en la política interior de Bielorrusia, ya que no ha sufrido ninguna alteración importante. Los intentos de normalizar las relaciones entre Bielorrusia y Occidente son consecuencia directa de eventos que sucedieron no en Bielorrusia, sino en la vecina Ucrania. El marzo pasado, Lukashenko trató de que Bielorrusia se posicionase como país neutral, ofreciéndose como intermediario en el conflicto: parecía que Bielorrusia estaba lanzando señales a Occidente para mejorar las relaciones.

En realidad, sería prácticamente imposible para Minsk mediar en el conflicto ucraniano, dado que probablemente nunca habría obtenido un mandato de la ONU para una operación de paz. Además, Bielorrusia no tiene suficientes recursos, ya que cuenta con unas fuerzas para misiones de paz de solo 30 personas. Por supuesto, el país podría incrementar sus efectivos contratando un gran número de personas, pero habría sido incapaz de dividir a las fuerzas enfrentadas en el sudeste ucraniano.

Pero estas señales de que Minsk no está necesariamente del lado de los rusos y de que tiene la voluntad de realizar esfuerzos para garantizar la paz han sido oídas y apreciadas. La atmósfera ligeramente más positiva que envuelve Bielorrusia es el resultado directo de los pasos, populistas y completamente exentos de peligro, de Lukashenko. Desde luego, la marca de la casa de la política de Lukashenko, desde los inicios de su carrera, ha sido la habilidad para hacer filigranas de equilibrista al borde de un precipicio.

Sin embargo, hay que admitir que Occidente no tiene muchas opciones, dada la situación actual. Contra el telón de la crisis ucraniana, el régimen bielorruso no parece tan odioso como de costumbre; la oposición del país a Rusia ha suavizado la imagen de “último dictador de Europa” de Lukashenko y ha desplazado asuntos como los Derechos Humanos y los valores europeos a un segundo plano.

A medida que empeora la crisis geopolítica, los valores ya no ocupan un papel fundamental, por lo menos no en regiones tan importantes como la zona entre Europa, Rusia, Ucrania y el Báltico.

A la luz de lo sucedido en Ucrania, la estabilidad de Bielorrusia ha adquirido una gran importancia y sería absurdo que Occidente la pusiese en riesgo. Nadie necesita un Maidán en Minsk.

Es difícil decir que Minsk haya sacado ya beneficios reales, pero el clima que la rodea está mejorando, y se puede aprovechar para descongelar las relaciones entre Bielorrusia y Occidente.

Bielorrusia celebrará elecciones presidenciales en 2015. No hay duda sobre cuáles serán los resultados, pero las autoridades bielorrusas ya tienen como objetivo legitimarlas. Concretamente, su principal objetivo es que sean legítimas a ojos de Occidente. Si logran llegar a un acuerdo con la oposición (o por lo menos con una parte de ella) y cambian el reconocimiento de los resultados por algunos escaños en el Parlamento, por ejemplo, entonces podría ser posible llegar a un acuerdo también con Occidente sobre la nueva situación.

En cualquier caso, la oposición no será capaz de tener participación real en Bielorrusia ni podrá albergar ninguna esperanza de obtener la presidencia.

Por otra parte, los cambios de personal en el Ministerio de Asuntos Exteriores polaco y en Bruselas darán a Bielorrusia la oportunidad de que tanto Bruselas como Varsovia le dispensen un trato más amable. Como mínimo, la salida de sus cargos del comisario europeo de Ampliación y Política Europea de Vecindad, Stefan Fule, y el ministro de Exteriores, Radoslaw Sikorski, deja espacio para la esperanza de una dinámica ligeramente más positiva en las relaciones entre Europa y Bielorrusia. Y Minsk lleva soñando desde hace tiempo con el levantamiento de las sanciones en su contra.

Por supuesto, hay unas posibilidades muy limitadas de que esto ocurra.

Las tensas relaciones entre Bielorrusia y la Unión Europea van más allá de su presidente y, a pesar de que la propaganda afirme lo contrario, Bielorrusia es obviamente un aliado cercano de Rusia en esta región, y además un aliado estratégico. Por ese motivo, es improbable que las relaciones entre Bielorrusia y Occidente experimenten grandes cambios, aunque seguramente podrán beneficiarse en cierta medida de los actuales eventos. El líder bielorruso no tiene igual jugando a este tipo de juegos. 

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Alexander Iskandaryán es director del Instituto del Cáucaso (Yereván, Armenia) y experto en ciencias políticas. 

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