Dibujado por Konstantín Máler
Las elecciones al Parlamento Europeo han sido calificadas de terremoto político. Algo exagerado, aunque las votaciones son un indicador del estado de ánimo. Tras la Guerra Fría, Europa vivió un auge sin precedentes. La culminación llegó justo a finales del siglo XX – principios del XXI. En aquel momento, el Viejo Continente se sintió con fuerzas suficientes para dedicarse a dos grandes proyectos al mismo tiempo: una profunda integración sin precedentes con la creación de una unión de divisas y política, en esencia los Estados Unidos de Europa, y la ampliación a gran escala de la UE, que debía extenderse a todo el mundo postcomunista, exceptuando a Rusia.
Se creía que la Unión Europea iba a convertirse en un centro independiente de influencia económica y política comparable a gigantes como Estados Unidos o China. La base ideológica de ello reposaba sobre una idea de rectitud moral e histórica de la unión: la delegación voluntaria de las competencias soberanas, el rechazo del nacionalismo y la rivalidad, un nuevo tipo de relaciones interestatales sin juego de suma cero…
El Tratado de Lisboa de la UE, según el cual se estableció la realidad deseada, asignó amplias competencias al Europarlamento, hace poco más de cinco años. Europa supera la crisis económica con dificultades, en todas partes crecen sentimientos nacionalistas, ultraconservadores y euroescépticos, por no decir nada de su papel en la escena mundial. Sus intentos de participar incluso en las regiones vecinas de Europa del Este y Oriente Próximo han despertado cierta confusión. Basta con observar el papel de la UE en la resolución de la crisis ucraniana. Hacía tiempo que Europa no estaba tan dividida, y esto se ha visto en los resultados de las elecciones.
El Viejo Continente no ha podido conciliar las ambiciones de sus clases dirigentes, ya cosmopolitas y supranacionales, con los deseos de su electorado. Un ciudadano de a pie nunca ha tenido una palabra determinante en la toma de decisiones dentro de la UE (la integración es una empresa esencialmente elitista), aunque siempre se le hace ver todo lo que ganará con estas decisiones. Ahora toda esta estructura se ha vuelto tan compleja y voluminosa que las explicaciones sencillas acerca de su utilidad se han agotado. Sin embargo, han aparecido argumentos sencillos sobre los problemas que crea, dando nueva vida a los partidos más populistas de cualquier cuerda, tanto de izquierdas como de derechas.
Cuando no queda claro qué tipo de monstruo burocrático está creciendo en Bruselas, aparece el deseo de recuperar la tierra natal. De ahí el aumento de los votos a favor de la soberanía, el eslogan “devolvednos nuestro estado”. La crisis de la Europa unida es una manifestación de la crisis del modelo de la globalización en general.
Rusia cuenta con una experiencia contradictoria de interacción con la Unión Europea en la época de esplendor de sus ambiciones. A principios de siglo muchos consideraban que la Europa unida sería un centro independiente de Estados Unidos y creador de un mayor equilibrio de fuerzas en el escenario mundial. Esto no sucedió.
El peso político hace 20 años de algunos países del Viejo Continente (Francia, Alemania, Gran Bretaña o Italia) era mayor que el peso actual de la Unión Europea hoy en día. De modo que no hay que contar con ella como una potencia. Además, tampoco es posible llegar a un acuerdo pragmático con ella, ya que la autoestima de la UE es extremadamente alta.
Europa se ve a sí misma como la cumbre del universo, basándose en una presunción de rectitud moral, por lo que el resto del mundo debe actuar según sus normas. Pero Europa no es capaz de alcanzar una unidad interna, algo que convierte sus relaciones externas en una dolorosa farsa.
La renacionalización de la política, algo que prueban las recientes elecciones al Europarlamento, resulta esperanzadora para muchos en Rusia. Finalmente, el Viejo Continente vuelve a sus antiguos buenos principios, y el péndulo que se había alejado hacia el dogmatismo liberal vuelve a una norma más conservadora. Por desgracia, esta nueva fase no tiene por qué ser más constructiva.
Los partidos antisistema son muy distintos entre ellos, la mayoría carece de un programa positivo. Sin embargo, en el gobierno seguirán partidos mayoritarios que llevan a cabo una política estándar (no existe prácticamente ninguna diferencia entre la izquierda moderada y la derecha moderada), aunque en unas condiciones adversas de contraposición con la extrema izquierda y la extrema derecha. El desequilibrio interno de Europa influirá en su efectividad y la imposibilidad de alcanzar el resultado deseado forzará al establishment a buscar una compensación simbólica. Los torpes intentos de expandir el modelo europeo a países que no estaban preparados para ello (como Ucrania), parecen un ejemplo de ello.
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Para Rusia, la amenaza de Europa hoy en día no es la fuerza y el ímpetu del Viejo Continente, de los que haya que protegerse, sino precisamente la debilidad de Europa, su inseguridad en sí misma, sus cambios de un extremo a otro. Uno de estos extremos es darse por vencida y volver al acostumbrado patrocinio de Estados Unidos. Hacer ver que Rusia es la Unión Soviética y es necesario consolidarse contra un enemigo común. De ningún modo saldrá bien y esto supondrá una enorme pérdida de tiempo para todos.
Porque precisamente ahora necesitamos a Europa. En un contexto de giro necesario de Rusia, un país europeo por su cultura y sus tradiciones, hacia Asia, nos hace falta un faro en el “puerto de salida” para no perder la orientación. Pero la llama deseada titila y se extingue en la niebla.
Fiódor Lukiánov es redactor jefe de la revista “Rusia en la política global”.
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