Dibujado por Konstantín Máler
El titular de portada de la revista Time Out Moscow del 3 de marzo era: “EE UU en Moscú: ¿por qué amamos todo lo estadounidense?” Este número, blasonado con barras y estrellas, sostenía que “Moscú se ha rendido a los EE UU”.
Por toda la ciudad se abren restaurantes estadounidenses, la moda y el arte de los EE UU marcan tendencias y su música llena las ondas de radio. Sobre todo, los rusos se agolpan para ver los éxitos de Hollywood. Es un asunto curioso, y se vuelve aún más curioso porque saltó a las noticias justo cuando la crisis en Crimea se agudizaba y mientras la retórica política proveniente de Moscú condenaba el apoyo de los EE UU al Maidán ucraniano. Qué extraño resulta, pues, que exactamente al mismo tiempo Time Out Moscow sacase la bandera blanca y alabase la continuada conquista cultural de Rusia por los EE UU.
Sería aún más extraño que Time Out New York publicase un número que celebrase la exitosa invasión de este otro lado del mundo por parte de la cultura rusa. Pero la suerte (o el destino) ha querido que Stalingrado de Fiódor Bondarchuk, la película más taquillera de la historia del cine ruso, se estrenase en los EE UU al mismo tiempo que salía el ejemplar de Time Out Moscow.
Rodada en un costoso formato Imax 3D, cuenta una historia épica de la Segunda Guerra Mundial. Sus distribuidores fuera de Rusia (Sony Pictures y Columbia Pictures) esperaban que la película atrajera a la audiencia estadounidense. Sin embargo, como siempre ha pasado, la película rusa fracasó en su intento de impactar y solo recaudó 757.000 dólares en las varias semanas que estuvo en cartelera. Stalingrado sufrió las consecuencias negativas de estar subtitulada, recibió críticas poco apasionadas y tuvo una campaña publicitaria no demasiado entusiasta; pero, sobre todo, sirve de ejemplo de las hondas huellas que ha dejado la Guerra Fría cultural.
La película de Bondarchuk despliega unos efectos especiales espectaculares (aunque a veces resultan desconcertantes) en sus elaboradas secuencias de batallas y en su fabulosa panorámica de la ciudad en ruinas. También trabaja sobre los diversos modos en los que el significado de la guerra ha evolucionado desde la caída del comunismo, incluyendo el hincapié en un patriotismo atemporal.
Es cierto que la película no es nada extraordinario (su evaluación de 48 % en Rotten Tomatoes parece probarlo), pero esto no explica completamente por qué no logró hacerse con las taquillas estadounidenses tras recaudar unos 57 millones de dólares en sus seis semanas en Rusia y alcanzar un nº 1 en China, donde consiguió 8,5 millones de dólares en su primer fin de semana.
La recepción de la película podría comprenderse si se interpreta como parte de la herencia ininterrumpida de la Guerra Fría cultural. La misma semana en que Stalingrado se embolsó una magra recaudación en las taquillas de EE UU, The Lego Movie y Pompeya triunfaron en Rusia. Estos fracasos y victorias reflejan la construcción de un 'Occidente imaginario' en la Unión Soviética y la 'guerra asimétrica' que libraron las industrias cinematográficas como parte de la Guerra Fría.
Investigadores como el antropólogo Alexéi Yurchak, de Berkeley, han analizado cómo los ciudadanos soviéticos construían su visión de Occidente durante la Guerra Fría y cómo consumían la cultura popular occidental. A medida que el experimento soviético trataba abiertamente de alcanzar y superar a Occidente, este intento provocaba al mismo tiempo sentimientos de superioridad e inferioridad respecto a Occidente. El ejemplar de Time Out Moscow indica que aún permanecen el aura de Occidente, sus productos y su papel como vara de medir.
En este mismo plano, también sobrevive lo que el historiador del cine Andréi Shcherbenok ha descrito como 'guerra asimétrica' dentro del contexto más amplio de la Guerra Fría. Shcherbenok ha escrito que el cine era un importante campo de batalla, pero que, a diferencia de los frentes militares y tecnológicos del conflicto, más o menos equilibrados, el elemento cultural era diametralmente diferente. La películas estadounidenses demostraron ser más coherentes y a la larga más exitosas en sus intentos de caracterizar al Gobierno soviético y sus ciudadanos como individuos que han sufrido un lavado de cerebro, tipos malvados que quieren dominar el mundo.
Por su parte, las películas soviéticas estaban a la defensiva cuando participaban en esta guerra fría cultural, tratando de probar constantemente que el socialismo era viable.
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Quizá no haya otra industria implicada en la guerra fría cultural que ilustre mejor lo que el historiador Michael David-Fox ha llamado “máximo esfuerzo ideológico” de esta mentalidad de alcanzar y sobrepasar al otro, que la industria del cine. Cuando cayó el comunismo, la asimetría emergió con bastante claridad. En el caso de la película de Bondarchuk, los críticos de EE UU la juzgaron a través del prisma de la Guerra Fría: importantes periodistas de cine de EE UU y Canadá tildaron la película de “propaganda”, “un espectáculo de Putin” o “revisionismo patriótico”.
El número de Time Out Moscow, cuando se compara con Stalingrado, muestra que tras 1991 la asimetría ha evolucionado al mismo ritmo que el 'Occidente imaginario'. La película de Bondarchuk utiliza abiertamente técnicas de Hollywood, pero la imitación no es de ningún modo el mejor de los halagos. El público de los EE UU no fue a verla y la crítica la interpretó como propaganda. Sin embargo, en Moscú, la cultura popular estadounidense sigue triunfando.
Stephen M. Norris es catedrático de Historia y subdirector del Centro Havighurst de Estudios Rusos y Postsoviéticos en la Miami University (Ohio).
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