Dibujado por Alexéi Iorsh
Ucrania ha ido demasiado lejos. La tensión acumulada desde el pasado otoño ha provocado un nuevo “4 de octubre” en Kiev. Hace poco más de 20 años, en las calles de Moscú el poder y la oposición se enfrentaron haciendo uso de una violencia exacerbada. Hasta hace poco, parecía que esto era algo imposible en Ucrania: allí había una cultura política y unos valores distintos, así como una mayor capacidad para ponerse de acuerdo…
Pero lo peor de todo no es eso. Los eventos de 1993 en Rusia consistieron en una trágica lucha por el poder y pusieron el punto final a las disputas sobre el futuro avance del país. En Ucrania no se ha puesto fin a nada, antes al contrario, a partir de ahora queda en el aire no sólo la dirección que tome el desarrollo del país, sino también el propio destino del Estado.
Desde la aparición del Euromaidán, muchos han hecho paralelismos entre el conflicto actual y la llamada Revolución Naranja de 2004. Pero la esencia de lo que está sucediendo hoy es completamente distinta. Hace diez años, después de unas elecciones presidenciales caóticas y dramáticas y de las consecuencias que estas tuvieron, se trataba de actualizar la política, el régimen económico y la estructura del Estado. Hoy, ninguno de los acontecimientos que están teniendo lugar se enmarca en la categoría “futuro”.
Desde el comienzo del conflicto ninguna de las partes enfrentadas en Kiev tiene ningún objetivo estratégico. Al presidente y su equipo únicamente les preocupa mantener el poder. Los opositores del sector de la derecha intentan hacerse con este, al parecer sin pensar ni por un segundo en qué harían en caso de conseguirlo.
Atraer el apoyo internacional es la tarea principal. Para Yanukóvich el apoyo de Rusia es de vital importancia, ya que esta es su única oportunidad de llenar los agujeros del presupuesto y sobrevivir económicamente. La oposición cifra sus esperanzas en Occidente, que en un escenario ideal debería diseñar su táctica y su estrategia. Esta oposición no es capaz de hacer algo así por sí misma.
Ucrania es víctima de una larga historia de confrontaciones. Sus problemas son de carácter interno. Durante sus más de 20 años de independencia, en el país no se ha hallado ninguna respuesta sobre los objetivos y las formas del desarrollo nacional. Esto es algo difícil teniendo en cuenta las diferencias socioeconómicas y mentales existentes.
El fracaso en la construcción de unas instituciones estatales eficaces llevó a que Ucrania se convirtiera en un país en el que lo primero no era el Estado, sino su particular sociedad civil. Es decir, el conjunto de distintas comunidades más o menos formalizadas, de distintos grupos de intereses, distintas prácticas en las relaciones. Los temas que se discuten en la política ucraniana en 2014 son idénticos a los que se discutían en 1992.
Este es el nivel de progreso conseguido después de más de dos décadas.
La Revolución Naranja demostró que Occidente se había dado cuenta de las particularidades de Ucrania, que tenía una actitud ideológica propia, y ponía énfasis en su sociedad civil.
Sin embargo, apelar de manera directa a la
sociedad ayuda a catalizar los procesos necesarios, pero no garantiza la
obtención del resultado deseado, como demostró la propia Revolución Naranja.
Quien debe llevar a cabo estos procesos en la realidad política son las
instituciones estatales, pero en Ucrania no pueden hacerlo, ya que no están
construidas sobre una estructura de toma de decisiones.
La situación actual es muy peligrosa. El fracaso institucional de Ucrania
creará un alto riesgo de que participantes externos intervengan en el
conflicto. El deseo de Alemania de mostrar su recién descubierto gusto por el
liderazgo europeo, el instinto estadounidense de seguir atentamente todo
potencial refuerzo de Rusia, así como la intención de Moscú de demostrar su
superioridad en el espacio postsoviético… Todo esto amenaza con una espiral
de agravamiento que en general nadie quería. Teniendo en cuenta la calidad
del posible trofeo y de los probables costes, no hay nada menos rentable que
una lucha por Ucrania.
Un escenario ideal sería que Rusia y la Unión Europea acordaran un 'protectorado extraoficial' que garantizara la preservación de Ucrania con sus fronteras actuales y asumiera una responsabilidad a la que la élite nacional no puede hacer frente. Aunque por desgracia, el escenario más probable es otro muy distinto: Rusia y Occidente se acusarán el uno al otro de agravar la situación en Ucrania y comenzarán una batalla por tener la autoridad, apoyando a las partes en conflicto y agravando las diferencias entre ellas.
En 2008, cuando la administración de George Bush planteó la posibilidad de ofrecer a Ucrania y Georgia un plan de acción para entrar a formar parte de la OTAN, la filtración de una conversación de Vladímir Putin durante la cumbre Rusia-OTAN tuvo una gran repercusión.
En ella, el presidente ruso señalaba la artificialidad de las fronteras de Ucrania y proponía tratar atentamente esta situación para no provocar una confrontación interna. En aquel momento, en Occidente se tomaron estas palabras como una amenaza, cuando lo que Putin pretendía era dar una lección a su homólogo estadounidense.
Para Bush, la corta historia de Ucrania en sus fronteras actuales fue una clara revelación. La colisión actual demuestra que nadie se había dado cuenta de la seriedad de la situación de Ucrania. Los reflejos geopolíticos, combinados con los patrones ideológicos (la “elección europea”, etc.) desembocarán en una crisis que será muy difícil de evitar.
Fiódor Lukiánov es presidente del Consejo de Política exterior y de Defensa.
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