Dibujado por Konstantín Máler
Tomemos de ejemplo el caso de Ucrania. Me da la sensación de que los funcionarios de la Unión Europea subestiman la firmeza con que el Kremlin y el propio presidente ruso se oponen a la denominada integración europea. El debate iniciado por ambas partes sobre si se trata o no de una elección soberana del pueblo ucraniano no debería llevar a engaño. Los funcionarios europeos pueden escandalizarse cuanto quieran por el comportamiento de Putin, pero cuando son ellos mismos, incluso Victoria Nuland, quienes acuden al Maidán, el gobierno de Moscú lo interpreta como una prueba más de que ‘todo este asunto se ha fraguado de antemano’, e incluso de que está ‘dirigido en contra de Rusia’.
La clase dirigente rusa parte de la base de que en el mundo nada ocurre porque sí, y entiende que muchos de estos sucesos están orientados en su contra.
Asimismo, según la impresión predominante en el Kremlin, a la ‘integración europea’ le seguirá la OTAN, como demuestran los tanques y misiles desplegados en las inmediaciones de Bélgorod y Kursk, además de otros elementos del sistema de defensa antimisiles global. Ni la mujer de la limpieza del Kremlin se cree que estos sistemas no estén orientados hacia Rusia.
La clase dirigente rusa interpreta la ‘pérdida de Ucrania’ como una amenaza existencial contra el país, ni más ni menos. Es decir, una amenaza a la que hay que hacer frente con todos los medios disponibles, incluso militares en el caso más extremo, cuando todas las demás opciones se agoten.
En su día, cuando la expansión de la OTAN hacia oriente —particularmente a expensas de Georgia— fue interpretada por el Kremlin precisamente como una amenaza inadmisible, en Occidente casi nadie esperaba que Moscú iniciara con tanta facilidad una intervención militar. Es más, estaba incluso dispuesta a entrar en Tbilisi. Aunque la relación entre Rusia y Occidente en 2008 era mejor que la actual.
¿Son conscientes de lo que dicen los burócratas de Bruselas cuando afirman que no tienen razones para entablar un encuentro trilateral con Moscú para hablar acerca de Ucrania?
No hay duda de que Putin no es el político favorito de Occidente, como tampoco el régimen que dirige constituye la encarnación de los valores euroatlánticos.
¿Pero acaso justifica esto la intención de transformar la Rusia actual de Putin en un ‘Estado marginal’? En todo caso, esto es lo que piensan muchos miembros de la clase dirigente rusa. Cuando funcionarios públicos de la misma UE hacen llamamientos, por ejemplo, al boicot contra las Olimpiadas de Sochi, entran ganas de preguntar: ¿es que Moscú ha vuelto a enviar sus tropas a Afganistán?
Por otro lado, como demuestra la experiencia de Irán y de Corea del Norte, convertirse un Estado marginal no es un destino tan terrible. Pongamos, por ejemplo, el caso de Irán. Amenaza con aniquilar Israel, sigue calificando a los Estados Unidos de infierno en la tierra y, encima, está fabricando poco a poco su propia bomba atómica. Claro está que a cambio tiene que soportar sanciones. Pero aun así el país sigue ingresando 69.000 millones de dólares con la exportación de petróleo.
A menudo, los medios de comunicación occidentales escriben lo terrible que es Putin, que encarcela a las Pussy Riot y odia a los gais, lo tienen claro. Al mismo tiempo muestran un extraño entusiasmo por la elección del nuevo presidente de Irán, Hasán Rouhaní. Que si ha sonreído; que si ha hablado por teléfono con Obama y no repite continuamente, a diferencia de Ahmadineyad, que el Holocausto nunca existió; que si está dispuesto a discutir su programa nuclear. A cambio de una sonrisa que no compromete a nada y de un abrazo de un minuto entre el secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, y el ministro de Asuntos Exteriores de Irán, se reconoce a este país el derecho a desarrollar un programa nuclear propio.
Parece que cuanto ‘peor se comporta uno’, más dispuestos se muestran los demás a negociar con él en cuanto empieza a insinuar que se dispone a tomar el camino correcto... algún día, más adelante. Sin embargo, en el contexto global, esto se traduce en un estímulo negativo.
El presidente Putin, naturalmente, aún no sabe hasta dónde está dispuesto a llegar en su confrontación con Occidente. No obstante, ante la profunda decepción surgida de su relación con Occidente y habiendo experimentado en persona todo el encanto de la doble moral, de sus acciones se deduce que se está preparando para una confrontación creciente y prolongada.
De ahí la política de la ‘soberanización’ de la élite. De ahí también la enorme atención dedicada al rearme del ejército. ¿Quién rearma un ejército con el mero objetivo de crear puestos de trabajo y de fomentar el avance tecnológico? Sobre las inversiones extranjeras del mandato de Putin en 2013, por otra parte, no se ha dicho ni una palabra. Por el contrario, se habla del regreso de capital al país y de la cada vez más presente política de autosuficiencia.
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Muchos responsables de las relaciones con Rusia (tanto en Ucrania, como en todo el espacio postsoviético en general) parten de la presunción de que Rusia es débil, de que muchos de sus intereses económicos o los de su clase gobernante se encuentran en el territorio de sus ‘enemigos potenciales’, y que, por tanto, en un momento dado, el Kremlin vacilará, se tragará la derrota de turno, se sacudirá la humillación y asumirá su nuevo papel, alejándose a rastras en dirección a oriente. En sentido literal y figurado: arrastrándose. Extractos y cálculos económicos racionales, así como comparativas sobre las posibilidades tecnológicas, sirven de argumento a favor de este tipo de apreciaciones. ¿Pero qué pasa si el racionalismo, en este caso, resulta ser un falso apuntador y estas personas están equivocadas?
Artículo originalmente publicado en gazeta.ru
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