Por qué a la gente no le gustan los EE UU

A veces parece que por romper una lanza a favor de los EE UU, hubiera que justificar todo lo que con él se asocia

Dibujado por Niyaz Karim

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Mis compatriotas me consideran lo bastante imparcial como para expresar mis quejas sobre EE UU y suficientemente extranjero como para presentar argumentos en su defensa. Esta situación me coloca en una posición irremediablemente incómoda, ya que suelo perder interés en una discusión si me llega el caso de estar de acuerdo con mi interlocutor.

Pero si rompo una lanza en favor de los EE UU, puedo quedar incluso peor: sería lo mismo que si intentase defender el cosmos. Los que no se oponen totalmente a ese país, se encuentran en la obligación de justificar la existencia de todo lo que con él se asocia, incluyendo los huracanes, el genocidio o los vecinos de al lado.

Con bastante frecuencia, los estadounidenses son populares en lugares en los que se sabe poco sobre ellos. Ese fue el caso de Rusia, luego el de China y ahora, por lo que parece, el de Albania.

Hoy en día, todo el mundo “ha descubierto América”, y cada uno tiene su propio modo de aborrecerla. Como en las obras de los escritores del pasado, el caso de Julio Verne, los prejuicios geopolíticos están mezclados con estereotipos nacionales.

El antiamericanismo perezoso de los británicos, cuyo hermano pequeño es ahora el que gana las peleas; la hostilidad ecologista y, aunque pueda parecer extraño, pacifista de Alemania; la pomposa retórica de los franceses, cuyo desprecio esconde un sutil tono gastronómico. A De Gaulle nunca le entró en la cabeza que hubiese un país capaz de poner un hombre en la luna pero de hacer solo dos tipos de queso: blanco y amarillo.

En Latinoamérica, los yankees son 'gringos'. En Asia, son rivales. Los árabes creen que son judíos; los iraníes, que son demonios. Pero en Rusia, como de costumbre, las cosas son diferentes. Los EE UU son un sueño inalcanzable, un amor soñado.

Yo mismo crecí en EE UU mucho tiempo antes de establecerme allí. Si eso suena a paradoja, es una paradoja que dura una generación entera. Si necesitas convencerte, echa un vistazo a la historia de la cuestión. Es más: EE UU nunca fue una cuestión, sino una respuesta. Para Brodsky, empezó con Tarzán; para Dovlátov, con el jazz; para todo el mundo, con los libros.

No era el contenido de la literatura norteamericana, era su forma. Apenas entendíamos lo que decía el autor. Lo que nos conmocionaba era el tono: el cinismo sentimental, la "ironía y piedad" de Hemingway, en una proporción tan virtuosa que se convirtieron en nuestra escuela de sentimiento y, al mismo tiempo, una inyección de libertad.

Como si fuesen nuestro defensor incondicional ante las injerencias del autoritarismo, los EE UU eran nuestro espacio privado. En aquel entonces, el séptimo continente no era un supermercado, sino un alma; un alma que todos descubrieron a la vez, desde Brodsky a Solzhenitsin. "El comunismo", dijo este último, en el argot de la época, "no se construye con ladrillos, sino con gente".

"Que Dios los perdone", le contestaríamos ahora.

Pero mantengamos separadas piedras y personas. Fueron los EE UU los que nos enseñaron a hacer eso, a separar reinos. Y, para amarlos, no necesitábamos estadounidenses de carne y hueso. Por el contrario, lo único que hacían era estropearlo todo. El primer ciudadano estadounidense que vi, "de carne" en un sentido bastante literal, fue en las duchas comunitarias de la residencia de estudiantes Repino, que compartíamos con una delegación sindical de Detroit.

A pesar de la presencia de huéspedes extranjeros, el agua estaba fría, y el estadounidense, azul. A nuestros labios asomó una sonrisa espartana, pero no cruzamos palabra. Mis conocimientos de inglés se limitaban a describir mis vacaciones de verano en la granja y, por otra parte, a él le castañeteaban los dientes.

Para mucha gente de hoy en día, los EE UU han reemplazado (o se han convertido en) "los Sabios de Sión". Entre el amor y la indiferencia, ha surgido un odio nuevo.

"Los EE UU", me explicó una vez un escritor, "no tienen la culpa. Como un microbio, infectan lo que puede".

Sé que esto no es cierto, porque los estadounidenses no infectan nada, ni siquiera los lugares de veraneo. No están hechos para el imperialismo: a diferencia de nosotros, no miran al extranjero con melancolía, sino que prefieren la comodidad de su hogar.

El aislacionismo no es solo un sueño, sino la esencia más profunda de América. No en vano fue nombrada "el Nuevo Mundo", ya que luchó para romper vínculos con el Viejo.

El problema está en que nunca he logrado convencer de esto a nadie. Todo el mundo tiene su propia opinión sobre EE UU, como si fuese un árbitro de fútbol. El mito se resiste a morir, y solo puede ser o reemplazado o borrado de la mente. Incapaces de lo primero, hemos hecho cualquier cosa menos lo segundo.

El odio por los EE UU es incurable. La única opción es olvidarlo. Y este olvido puede estar facilitado por el hecho de que, sin darnos cuenta, nos estamos volviendo iguales a ellos.

Adiós a los apartamentos comunales; bienvenido, desempleo. Muchas personas se han hecho con una casa, un jardín, un médico privado, un contable y, por supuesto, los omnipresentes abogados. Las películas son de talla única para todos, y eso por no mencionar a los ídolos.

"Los residentes del pueblo de Oktiabrskoe", dice un artículo periodístico, "quieren cambiarle el nombre a su patria rural por el de 'Michael Jackson".

En el curso de esta inevitable convergencia, cada parte se ve afectada por la profunda, sincera, en absoluto arrogante, sino inocente, indiferencia por el mundo exterior que manifiesta la parte contraria. Y esto, debemos confesar, no preocupa a ninguna de las dos. Pero antes de perdonar a los EE UU, es preciso enterrarlos: como el primer amor, como la juventud perdida.

Alexander Genis es un escritor ruso-estadounidense y columnista del diario Izvestia.

La redacción no está necesariamente de acuerdo con la opinión del autor.

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