El fracaso del golpe de agosto de 1991 precipitó la desaparición de la URSS, "la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX", en palabras del presidente ruso, Vladímir Putin, empeñado en recuperar la antigua grandeza de Rusia.
Para Putin, los dos países siempre fueron lo mismo, y aunque "era necesario reformar los sistemas político y económico (de la Unión), había que luchar por la integridad territorial del Estado ruso, porque aunque los bolcheviques lo llamaron URSS, en realidad era Rusia".
"De la noche a la mañana, 25 millones de rusos se despertaron fuera de Rusia", dijo en una entrevista para un documental sobre la caída del imperio.
En un momento crucial para la historia contemporánea de Ucrania, con la rebelión prorrusa en pañales y la guerra sin empezar, el jefe del Kremlin respaldó públicamente a los separatistas al recordar que seis regiones del vecino país, entre ellas las sublevadas Donetsk y Lugansk, no formaban parte del territorio ucraniano antes de la revolución bolchevique de 1917.
"Todos esos territorios (las actuales regiones de Donetsk, Lugansk, Odessa, Nikoláev, Jersón y Járkov, conocidas en la Rusia zarista como Novorossia) fueron entregados a Ucrania por el Gobierno soviético. Dios sabrá por qué lo hicieron", dijo Putin en abril de 2014, poco después de anexionar Crimea, otra "tierra rusa regalada" a Kiev en tiempos de la URSS.
Los años noventa del siglo pasado, la década que siguió a la caída de la Unión Soviética en 1991, han quedado en la memoria de una mayoría de los rusos como una etapa de empobrecimiento y criminalidad generalizados, la "mafia rusa", el capitalismo salvaje y la humillación nacional por haber perdido la batalla a Occidente.
Tan sólo una exigua minoría -tachados ahora de liberales, un insulto en boca de la propaganda oficial- recuerda esos años como una bocanada de libertad nunca antes vista en Rusia, un país con poca tradición democrática, gobernado durante siglos por regímenes absolutistas, totalitarios o autoritarios, en el mejor de los casos.
Putin se ha apoyado hábilmente en el fantasma de los años noventa, ya fuera para los sucesivos giros hacia el autoritarismo o para justificar algunas de sus decisiones más polémicas, como la segunda guerra de Chechenia o incluso, en cierta medida, la anexión de Crimea.
Según su lógica, aplaudida por una amplia mayoría de los rusos, Rusia nunca debió permitir la independencia de Kiev sin garantizar al menos la devolución de la península, territorio ruso que en 1954 fue integrado en la entonces Ucrania soviética por razones administrativas.
A los primeros dirigentes de la Rusia postsoviética se les culpa de corrupción y despilfarro del legado de la URSS, de servilismo con Occidente, de "vender el país" a sus enemigos y de una manifiesta debilidad para conservar la integridad territorial del país.
El mensaje transmitido sin cesar por los medios de propaganda rusos, sobre todo desde la anexión de Crimea y el empeoramiento de las relaciones con Occidente, se resume en que el país necesita de un líder fuerte para no ser una marioneta en manos de Occidente, que, según Putin, sueña con despedazar a la gran Rusia para someter después a cada una sus partes.
Estados Unidos y sus aliados "casi lo consiguieron en los noventa", reza esta versión de la historia, "cuando brindaron todo su apoyo a los terroristas chechenes, a los que elevaron a los altares de la noble lucha por la libertad y la independencia frente al feroz imperio ruso".
En la Rusia de Putin, nadie pone en duda que el país adolece de una corrupción endémica, reconocida como tal incluso por el propio líder ruso, pero la creencia común es que este mal alcanzó su cima en la década de los noventa.
Los rusos no confían en las instituciones democráticas y mucho menos en la honestidad de sus dirigentes: la excepción es Vladímir Putin, al que una gran mayoría (la popularidad del presidente supera el 85 por ciento) atribuye la casi divina cualidad de cuidar al rebaño de los lobos.
El presidente ruso siempre recuerda que eliminó las elecciones directas a gobernador para evitar que "elementos criminales lleguen al poder, como sucedía en los noventa".
"En las llamadas elecciones directas, algunos candidatos criminales influyen con su dinero en el proceso. El nombramiento (de los gobernadores) por el presidente impide la infiltración de los elementos criminales" en el poder regional, decía Putin para explicar su decisión.
Con todo, y pese a la nostalgia que siente el mandatario ruso por la Unión Soviética, su influencia y el respeto que infundía, no está entre sus intenciones recomponer el imperio perdido.
"Quién no lamenta la desintegración de la URSS, no tiene corazón. Pero el que desea su restitución en su antigua forma, no tiene cabeza", dijo en una ocasión.
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