Cuando desembarcaron en América Latina los marineros de la primera vuelta al mundo organizada por Rusia

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A principios del siglo XIX,
el joven marinero ruso Otto Kotsebú recorrió el mundo. Su memorable expedición 
le llevó hasta el puerto chileno de Talcahuano. Llegó a bordo del Rurik, con una tripulación de 32 personas.

Para aquel joven aventurero de 15 años debió ser el sueño de su vida formar parte de la primera expedición rusa que daba la primera vuelta al mundo, promovida por un imperio cuyo poder e influencia abarcaba todos los territorios conocidos. 

El cadete Otto Kotsebú pudo embarcar en 1803 gracias a las diligencias de su padre en el navío Nadezhda­ ­—que partió junto a otra embarcación, el Neva— y participó en una travesía que marcaría su destino. 

Pasados unos años, al joven Kotsebú, ya ascendido a teniente de navío, se le requirió para  llevar a cabo una segunda vuelta al. Así, el Rurik ­—cons­truido especialmente para la expedición—, con 32 hombres a bordo, zarpó el 30 de julio de 1815 desde el puerto de Kronstadt, a unos 30 km de la capital imperial, San Petersburgo. 

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Atravesaron el Atlán­tico, pasaron por el Cabo de Hornos y finalmente, tras meses de navegación, llegaron a Chile al final de una travesía bien documentada en el libro Viajeros rusos al sur del mundo, de las investigadoras Olga Uliánova y Carmen Norambuena.
“Somos rusos, amigos
de españoles”

“Valoramos doblemente la excelente hospitalidad y cortesía de los habitantes de este maravilloso país que conocíamos solo por descripciones”, escribió Kotsebú, al desembarcar en el puerto de Talcahuano, intendencia de Concepción, tras superar “una tormenta cruel de seis días” en Tierra del Fuego. 

Era el 13 de febrero de 1816. La fecha marcó el primer encuentro entre el pueblo ruso y el chileno. Pero la escena se describe en la crónica con dramatismo. A pocos minutos de izar bandera, al Rurik se acerca un bote, cuyos tripulantes gesticulan y gritan de modo incomprensible. Al rato, se alejan. Los rusos se quedan de una pieza. No saben, claro, que se les confunde con piratas. 

Al día siguiente, la historia se repite. Finalmente, logran presentarse. Sus palabras no dejan de ser curiosas, sobre todo en esos días: “Somos rusos, amigos de españoles”. En pleno periodo de reconquista por parte de España tras varias tentativas independentistas, aquella presentación obedecía, sin embargo, a la asimilación entre chilenos y españoles, considerados parte del imperio español y unidos­ por una lengua común.­ 

Les recibió el comandante militar de Talcahuano, el teniente coronel Miguel de Rivas. Como no reconocía la bandera del navío, les preguntó de dónde eran. La tripulación se identificó y de inmediato fueron acogidos con agrado: “Desde que existe el mundo, nunca había ondeado la bandera rusa en esta bahía: ¡ustedes son los primeros en visitarla! Estamos muy contentos de saludar en nuestra casa al pueblo que durante el reinado del Gran Alejandro [el zar Alejandro I] consiguió la libertad para Europa con grandes sacrificios”, celebró el teniente coronel. 

Una recepción
 con todos los honores

Los rusos se quedaron en Talcahuano casi un mes para reparar su instrumental y reponer energías. Además, portaban una carta de recomendación del embajador español en Londres, tal como relata Kotsebú en sus crónicas: “Fue dada la orden de darme la mejor casa de Talcahuano. El gobernador actuaba de acuerdo a la voluntad de su monarca”. De Rivas no dudó en invitar a sus nuevos amigos a tertulias, reuniones y salas de baile, presentándoles a lo más granado de las autoridades locales. 

El 25 de febrero, los tripulantes del Rurik son agasajados con una fiesta en la casa del intendente de Concepción, Miguel María Atero, con todos los honores. Con semejante recibimiento, sin duda los rusos se sintieron como en casa. 

En su tiempo libre recorrían Concepción, donde no encontraron “nada notable”. Eso sí, constataron que, cruzando el río Bío-Bío, el más importante de la ciudad, “no hay posesiones españolas, ya que ahí habitan los araucanos”. El dato es relevante, pues se trata de un pueblo aborigen que hacía la guerra a los españoles desde tiempos de la Conquista, y resistieron sin llegar a ser dominados. Por el tono del escrito, al parecer los rusos evitaron tomar partido. 

Los chilenos, en cualquier caso, les recibieron amistosamente, pese a que jamás habían hablado con un ruso. Es bastante probable que ni siquiera tuvieran noción de qué era aquello del “Imperio ruso”. 

Enfrentamiento
 con los pascuenses

“Chile es un país bien agradable donde reina casi siempre una eterna primavera”, escribió Kotsebú. 
Finalmente, el Rurik retomó el viaje y el 28 de marzo llegó a la isla de Pascua, esencialmente para conocer los moáis, estatuas monolíticas de las que ya hablaron exploradores anteriores. No obstante, solo encontraron “un montón de piedras rotas alrededor de su pedestal”.

Kotsebú culpó de ello erróneamente a los europeos, que, decía en sus escritos, tras enfrentarse con los pascuenses, destruyeron aquellas reliquias en represalia. Los moáis, sin embargo, estaban en algún otro punto de la isla. 

Después de aquel episodio reemprendieron su travesía en dirección a Norteamérica, hacia lo que entonces eran territorios rusos: Alaska y Fort Ross.

En 1823, el intrépido Kotsebú completó una tercera expedición que le llevó de nuevo a Chile, entonces ya un país independiente. El explorador murió el 15 de febrero de 1846 en su ciudad natal, Reval, actualmente Tallín, capital de Estonia.

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